La noticia de la muerte de Paco de Lucía me trajo de manera automática, como a muchos, el recuerdo de Félix Grande. La muerte de Paco de Lucía solo veintiocho días después de la muerte de Félix Grande es un dato importantísimo de la biografía de Félix Grande que Félix Grande (qué impotencia saberlo, porque le hubiera emocionado) se fue sin conocer. Entre las necrológicas de Paco de Lucía, espléndidas algunas, falta en la prensa la mejor: la de Félix Grande. Pero el necrólogo se murió antes esta vez. Ahora, mientras escribo estas líneas, hay un cadáver que aún debe atravesar el Atlántico. La imagen de un féretro nocturno sobre el océano. Y el sonido del motor del avión.
No hablé nunca con Félix Grande, pero lo veía con frecuencia en Madrid. Su trabajo estaba en el camino de mi colegio mayor. Era símbolo de algo: de tomarse la literatura en serio. Tan abrumadoramente, que a la vez de animarme me avergonzaba. Se habló en sus necrológicas (algunas también espléndidas) de su ausencia de ironía. Y la ironía es mi salsa; el aflojarse en lo frívolo. Me asfixiaba su seriedad. Y al mismo tiempo la admiraba, e intentaba que se me pegara algo. Este noviembre participó en el ciclo Poética y Poesía de la Fundación Juan March. Escuché los audios con sentimientos encontrados. Me impresionaron, pero los sentí excesivos. Resultaban emocionantes, pero hasta incurrir en lo embarazoso. Dos meses después se murió. Se estaba muriendo y lo sabía. Eran palabras testamentarias.
Su lectura poética empieza con «Una gotera», el poema en el que dialoga con Paco de Lucía. Pero antes hay unos minutos soberbios. ¿Tuvo alguna intervención pública posterior en los dos meses que le quedaban? Que yo sepa, no. Por eso es un documento ahora escalofriante. En la March es costumbre que, en los ciclos de un mismo orador, se le presente únicamente el primer día. En los demás comparece solo. Por eso, en la que debió de ser su última aparición en público, la del 28 de noviembre de 2013, compareció solo. Sus primeras palabras suenan en el audio como las de un personaje de tragedia que acaba de ser arrojado en el escenario, y rompe a hablar justo sobre eso. Un desvalimiento que se caldea al ser nombrado. Sigue un cobijo fabricado —que se va fabricando— con la voz.
Y confiesa con qué encabezaría un hipotético curriculum vitae de derrotas: «Me puedo jactar de ser un guitarrista flamenco absolutamente fracasado». De joven tocaba la guitarra, pero «llegó Paco de Lucía, dio una patada, y dos o tres mil aficionados nos fuimos a la cuneta». Antonio Lucasha citado en El Mundo otras frases de Félix Grande sobre esto: «No tenía sentido para mí seguir esforzándome cuando tenía delante al artista de guitarra más lujuriosa, más temible, más hermosa. [...] Paco está diez mundos por encima del mundo. Las horas que le ha echado a la guitarra no pueden sumarse ya. Desde niño, con una disciplina y una inteligencia privilegiadas. Paco nos ha jodido a todos los demás».
Es imposible no asociarlo con El malogrado, de Thomas Bernhard: la historia de los dos pianistas, el narrador sin nombre y Wertheimer, que abandonan el piano tras haber coincidido con Glenn Gould en un curso de perfeccionamiento. «La fatalidad de Wertheimer fue haber pasado precisamente ante el aula treinta y tres del Mozarteum, en el momento en que Glenn Gould tocaba, en ese aula, la llamada Aria. [...] Wertheimer, si no hubiera existido Glenn —escribe el narrador— habría llegado a ser un excelente virtuoso del piano, célebre a lo mejor en todo el mundo». Pero, después de aquello, «yo regalé el Steinway, él subastó su Bösendorfer».
Guillermo Cotroneo, en Si una mañana de verano un niño, relaciona la historia de El malogrado con la de Mozart y Salieri, según la recrea Pushkin. En Salieri y en Wertheimer, y en Félix Grande, «el problema es rozar la genialidad. No es mirarla desde la distancia. Desde lejos, es algo que se soporta; rozarla trastorna». La condición de Wertheimer, para ser un malogrado, es ser «él mismo un extraordinario pianista. Solo en ese caso representa para él un privilegio (y también una especie de maldición) poder atisbar el abismo que lo separa de Gould».
A mí me interesa esa posición de privilegio, dolorosa. Dolorosa en cuanto a la propia creación, en cuanto a la percepción de la impotencia y la inalcanzabilidad. Pero en ese sitio trágico hay otro elemento, que es el privilegiado: el de la contemplación. Al margen de la valoración que nos merezcan las propias obras de Salieri y Félix Grande (y al margen de que en este último la frustración no derivó en resentimiento, sino en generosidad), pienso ahora en ellos solo como espectadores; en el caso e Wertheimer, que guardó silencio, como espectador absoluto. Espectadores de la obra de otro, desde el lugar exacto en que la contemplación quema.
En su Diario de un pintor (1952-1953), Ramón Gaya tiene dos reflexiones profundas que enriquecen el planteamiento. Una es sobre la contemplación liberada del impulso de crear (se refiere a otra persona): «Ese poder de atención extrema, de concentración extrema, se debe, en parte, a su muy decidida abstinencia creadora; porque, por extraño que pueda parecernos, en cuanto alguien cede a la tentación de… hacer, su facultad de ver, de comprender, de percibir, de recibir y de adentrarse en la realidad, se debilita: el… quehacer se apodera de todo, lo vacía todo». La otra es sobre lo que encierra la impotencia: «Así como la creación, el poder de creación es siempre una humildad, la impotencia desemboca siempre en una soberbia, en una soberbia satánica: no tiene, apenas, otra salida».
Pero quizá desde este envés de la impotencia sea desde donde mejor se pueda contemplar, a contraluz, como completamente ajena, la creación. Traigo la última cita, la de un poema de Emily Dickinson (el que empieza en inglés «Success is counted sweetest»), en la traducción de la Antología bilingüe de Alianza:
El éxito resulta más dulce Para quienes nunca lo alcanzan. Asimilar un néctar Requiere muy penosa necesidad.
¡Ni una siquiera de las Huestes púrpura Que hoy portan la Bandera Puede dar definición Tan clara de qué es la Victoria
Como el que es vencido —moribundo Y en su oído agotado Estallan mortecinos y claros Los acordes lejanos del triunfo!
Pienso ahora en el Tour de Francia, en aquella fascinación vencida de Bugno por Indurain. Y en que Bugno fue, después de todo, el mejor espectador de aquellos triunfos. Nadie asistió tan de cerca, tan por dentro, a aquellas victorias en las que él fue el derrotado. Ni siquiera, quizá, Indurain: enturbiado por la necesidad de asimilar el néctar.
Escucho la guitarra de Paco de Lucía. Me gusta, me emociona, incluso la admiro. Pero no sé admirarla lo suficiente. Es un arte que no sé cómo va. Ignoro la dimensión radical de su mérito. Me asomo solo un poco, demasiado poco. Muy lejos de esa cumbre desde la que Félix Grande podía escuchar. Félix Grande, el malogrado como guitarrista y el privilegiado como espectador. Es aquí abajo, desde donde ni siquiera se ve el tamaño de lo que falta, donde quizá esté el verdadero malogrado.
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PD. Después de haber escrito lo anterior leo esto, que relaciona aún más las dos muertes:
Paco había dejado de fumar hace veinte días, después de años fumándose dos paquetes diarios. Tomó la decisión tras la muerte de su amigo Félix Grande. Y decidió hacer deporte. Por eso estaba jugando al fútbol con su hijo cuando el frío de esa garganta que siempre quiso cantar y no pudo le heló para siempre el corazón.
Benito Floro llegó al Madrid como Rasputín a la corte de los zares, envuelto en la mística que da poseer un secreto único: los saques de banda estudiados, el psicólogo de los limones y el achique de espacios a lo Arrigo Sacchi, su eterna comparación. Había llevado al Albacete de las profundidades del fútbol federativo a la primera división a base de pepinazos de Zalazar, se puso de moda y, como es habitual, el Real Madrid lo fichó no fuera a ser que se le pasaran las vitaminas.
Floro era un hombre que causaba reacciones opuestas, como casi todos los «revolucionarios». La mitad de la prensa —y del vestuario— no evitaba la risa con tanto método y tanta historia. Tanto misterio, en definitiva. La otra mitad seguía esperando el advenimiento, como el que se queda mirando mucho rato la mano del prestidigitador a ver dónde está el truco. Lo cierto es que su primera temporada fue más que aceptable: dejó al equipo justo donde lo cogió, es decir, en Tenerife, aunque al menos esta vez no jugó con ningún sentimiento, no hizo un Beenhakker ni un Rocha ni un Buyo: salió al Heliodoro con cara de derrotado y al descanso ya perdía 2-0 y se le escapaba la liga.
Con la distancia de más de veinte años puede que algunas cosas no se entiendan bien, pero aquel Real Madrid no estaba acostumbrado a los segundos puestos. Ramón Mendoza, desde luego, no lo estaba. De repente, en solo tres años, el club había traspasado sus «urgencias históricas» —otra frase de Valdano— de Europa a su propio país, donde acostumbraba a pasearse incluso con Garcías de bigotes frondosos. Tres años sin ganar la liga, sumados a los ya veintisiete sin llevarse la Copa de Europa hacían que la temporada oliera a fracaso. No importaba que se hubiera disputado el campeonato hasta la última jornada, que se ganara la Copa del Rey —tuvieron que pasar dieciocho años para repetir— y que solo un gol en el descuento del mejor PSG hubiera eliminado al equipo en Europa.
La segunda temporada de Floro tenía que ser la de su consagración. Más le valía. Sin embargo, los refuerzos fueron mínimos: Alkorta, Dubovsky y un brasileño llamado Vitor al que comparaban con Cafú. Creo que en aquellos años el Madrid fichó a todos los laterales derechos brasileños que se parecían a Cafú menos a Cafú. A Cafú, no me pregunten por qué, lo fichó el Zaragoza. La base del equipo seguía siendo la intermitente «quinta del Buitre», completada de nuevo con Martín Vázquez tras sus aventuras italiano-francesas, más Buyo, Hierro, Luis Enrique y Prosinecki, en su tercer año triunfal.
La temporada que no arrancaba nunca
Cuando a alguien le dicen que es un genio toda la vida acaba por creérselo. A mí me pasaría y a usted también. Por lo menos, durante un rato. Cuando a uno le contratan por ser un genio, además, imagínese la presión, el hiato constante entre la realidad y la expectativa. Floro empezó el año nervioso, inquieto, buscando fórmulas y pociones que no existían. Butragueño ya no iba a jugar mejor; Zamorano no era Hugo Sánchez, los rivales ya no temblaban de miedo en el Bernabéu, de hecho, los dos primeros partidos de liga en casa fueron dos derrotas: 1-3 ante el Valladolid y 0-1 contra el Oviedo.
Toda la prensa clamaba por su destitución pero Mendoza aguantó. Hay que tener en cuenta que a Mendoza aún le duraba el «síndrome Antic», cuando creyó que ganar la liga en España era tan fácil que si no lo hacías con diez puntos de ventaja lo mejor era que te volvieras a Yugoslavia. De todo aquello aprendió que a veces era mejor tener calma, que, según el momento, cualquier paso en cualquier dirección puede ser un paso en falso. Y, además, en un año había elecciones. Floro aguantó como pudo, sumó dos empates en Tenerife y el Calderón y al terminar la jornada séptima el equipo estaba decimocuarto en la clasificación, un punto por encima del descenso, a cuatro ya del Barcelona.
Aquello solo podía mejorar y mejoró: de repente, el Madrid funcionaba.
Todos los equipos grandes tienen ese momento en el que de repente funcionan y la prensa local se entusiasma y elabora todo tipo de teorías y profecías que ocultan lo que no es más que pura lógica: los buenos jugadores, los caros, los de millones de euros, puede que no jueguen bien todos los partidos, pero lo que es imposible es que jueguen mal cada domingo. Llegó octubre y conforme avanzó el otoño aumentó el optimismo: el Real Madrid sumó cinco victorias consecutivas en liga, se clasificó para los cuartos de final de la Recopa y, lo más importante, consiguió ganar la Supercopa con cierta contundencia ante el todopoderoso Barcelona, que también estaba en su propia crisis de adaptación de Romario y veía cómo el Deportivo de la Coruña se escapaba en cabeza.
En 2014, cinco victorias consecutivas de Real Madrid o Barcelona serían algo rutinario pero por entonces llamaban la atención. El 11 de noviembre el Madrid visitó Valencia y ganó 0-3… al final de la jornada doce, el equipo era colíder de la liga junto a otros cinco competidores. Un séxtuple empate en la cabeza que no se había repetido jamás. Las piezas empezaban a encajar. Eso, hasta que vinieron los terremotos.
El pelele en el Camp Nou
Entre la ida y la vuelta de la Supercopa ante el Barça, el Real Madrid perdió en Gijón, empató en casa contra el Sevilla y cayó en San Sebastián. Pese a tamaña debacle, la penúltima jornada de la primera vuelta les enfrentó a un Barcelona a tiro de piedra, solo dos puntos por delante. A cuatro quedaba el Deportivo. Una victoria suponía el segundo puesto. No estaba mal para un inicio de temporada tan desastroso.
Lo que pasó después lo recuerdan casi todos: Romario hizo lo que quiso con la cadera de Alkorta, Koeman mandó un misil a la escuadra de Buyo y a partir de ahí, festival blaugrana con Bruins Slot saliendo del banquillo para enseñar la manita a la grada. Al día siguiente el Marca no tituló con «Manolo, estás despedido» porque, insisto, eran otros tiempos, pero la andanada no era mucho menor: «Pelele», colocó a cinco columnas, y con lo de «pelele» se quedó el equipo un buen rato, rumiándolo, la sensación de que toda mejora es una burbuja, la conciencia de fin de ciclo de una generación y la cara de Floro, sus gafas de profesor de película de Trueba, mostrando una impotencia total.
Si el entorno ya estaba nervioso, a partir de ahí fue de manicomio. Cada día sonaba un técnico distinto, una nueva estrella para el equipo. Mendoza decidió que, pese a todo, Floro iba a continuar como entrenador y no quedó muy claro si aquello era un gesto de confianza o de castigo. De desidia, más bien. De Humphrey Bogart diciendo en su bar: «Para despreciarte, primero tendría que pensar en ti». Así quedó Floro, entre la temporada presente y la temporada por venir, la que no contaba con él. Atrapado en el tiempo.
La situación se mantuvo así durante unos meses. El 5-0 había llegado poco después de Reyes y para finales de febrero, el Madrid había mostrado de nuevo una pequeña recuperación: algunas victorias en campos fáciles, cierta regularidad en casa… Tras la jornada 26, a pesar de todos los pesares, el equipo iba tercero, empatado con el Barcelona y todavía a cuatro puntos del Deportivo de la Coruña, que iba disparado a por la primera liga de su historia. Los dos grandes del fútbol español sumaban treinta y cuatro puntos cada uno. Si lo pasamos a la puntuación actual, nos saldrían cuarenta y nueve para el Barcelona y cuarenta y ocho para el Real Madrid. Miren la clasificación de los últimos años a esas alturas y comparen.
En medio, eso sí, el Tenerife de Valdano había vuelto a cruzarse. El baño táctico que le daba Valdano a Floro en cada partido era de escándalo. En Copa del Rey jugaron dos partidos de cuartos de final y los dos los ganaron los canarios con una facilidad asombrosa: 2-1 y 0-3. Este último resultado volvía a poner en el disparadero a Floro, pero Mendoza, de nuevo y pese a todos los consejos, le mantuvo en su puesto. Esperaba el París Saint Germain en cuartos de la Recopa, aquel PSG de Ginola y Weah que ya había eliminado al Real Madrid el año anterior en la UEFA para acabar cayendo en semifinales contra la Juventus. Nadie en su sano juicio pensaba en una victoria madridista. Puede que tampoco pensaran que la semana iba a ser tan enloquecida.
Primero, el París Saint Germain; después, el Lleida.
El vía crucis tenía que empezar, cómo no, con Valdano y el Tenerife. Pese a acabar con nueve hombres, los canarios sacaron un empate en el Bernabéu que descolgaba al Madrid aún más de la liga. Solo cuatro días más tarde, el coliseo blanco recibía un nuevo incómodo visitante: el Paris Saint Germain. La eliminatoria del año anterior había sido espectacular y llena de goles: la ida, con 3-1 a favor de los de Floro ponía la eliminatoria muy a favor de los blancos, pero en París todo se complicó y, así, en el minuto 80 Ginola marcaba el 2-0 que clasificaba a su equipo. No quedó ahí la cosa, en el descuento, Valdo parecía sentenciar con el 3-0.
Ya fuera de Europa y a la desesperada, encontró todavía el Real Madrid un gol milagroso de Zamorano que ponía el 3-1 y llevaba el encuentro a la prórroga… solo que el árbitro siguió descontando y descontando hasta que Kombuaré marcó el 4-1 y dejó las cosas donde estaban quince minutos de locura antes.
Este año las cosas iban a ser muy distintas. Los dos equipos se tenían un miedo atroz y las defensas podían con los ataques. Puede que el plan de Floro fuera sacar un empate a cero en casa y luego jugar al contraataque en París, algo que le salía relativamente bien. El precio a pagar fue una imagen espantosa que se complicó aún más cuando casi al final de la primera parte Weah marcaba el 0-1. El Madrid no fue el pelele del Camp Nou ni el pelele de la Copa contra el Tenerife, pero tampoco fue mucho más que eso. Las caras de los aficionados y los jugadores dejaban claro que aquello era imposible y en imposible se quedó: 0-1 y sensación de que mejor ni viajar a París.
Para redimirse, la siguiente jornada de liga dejaba un partido muy sencillo en Lleida. El equipo catalán acababa de ascender, ocupaba la antepenúltima posición y aunque es cierto que se había llevado una victoria improbabilísima en el Camp Nou (0-1), nada hacía pensar que aquel equipo lleno de remiendos pudiera plantar cara al mismísimo Real Madrid, un montón de almas, un montón de cariño, un montón de déficit en el club. El Lleida venía de cinco partidos sin perder y aquel día pasó a su pequeña historia particular: al gol de Parés le sucedió uno de Hierro para poner el empate, pero a los 29 minutos marcaba Andersen y ponía el 2-1.
De un lado, jugaban Ravnic; Jaime Quesada, Gonzalo, Txema, Urbano, Herrera, Virgilio, Matosas, Rubio, Parés, Andersen, Milinkovic y David de la Hera; del otro, Buyo, Chendo, Sanchís, Alkorta, Ramis, Hierro, Milla, Michel, Dubovsky, Luis Enrique, Zamorano, Prosinecki y Martín Vázquez. En los 61 minutos restantes, el Madrid no fue capaz de empatar siquiera el partido. El bigote de Mané sonreía y la prensa volvía a trinar. Sin embargo, no está claro que fuera la derrota en sí lo que le costó el puesto a Benito Floro.
«Maricón el que la pierda»
El lunes por la mañana nada hacía apuntar a un cese. La derrota dolía pero se había hecho algo demasiado habitual. Por supuesto, Floro seguía siendo un zombi, un muerto andante, que dicen los americanos, y el fichaje de Valdano estaba prácticamente cerrado —junto a Valdano, por cierto, Laudrup, Redondo y quien él pidiera, porque esto había que acabarlo ya—. Todo cambió cuando esa misma noche, El día después, un programa de culto de Canal Plus presentado por Nacho Lewin y Michael Robinson anunciaba una exclusiva que pasaría a la historia no ya del fútbol sino de la cultura popular española.
La imagen mostraba un vestuario vacío, típico escenario del campo de batalla sin recoger. La imagen, en cualquier caso, no era lo importante, lo importante era el sonido. Lo importante era Benito Floro desesperado, apelando a los cojones, a «ponerlos» porque no hay nada más. El gurú, el científico, convertido en un cliente borracho de barra de bar. El parlamento seguía hacia una especie de soliloquio desvariado en el que se mezclaba la apelación a la deuda del club con la afición, las críticas de la prensa, el manido «pelele», la hombría de los jugadores, los fundamentos del deporte… Floro se iba desesperando hasta que al final todo se reducía a lo práctico: «Haced lo que os salga de la polla ahí, pero ganad, coño» y el mítico: «Un equipo que el año pasado estaba en Segunda B o Segunda A, ¡con el pito nos lo follamos, con el pito!».
El último sonido, casi imposible de subtitular, era un desgarrado «¡Dios, no os da vergüenza… me cago en Dios!»
Yo creo, y esta es una opinión muy particular, que si el vídeo no hubiera salido a la luz, Floro habría acabado aquella temporada en el Madrid. Lo que pasa es que el vídeo era mucho más que anecdótico: toda la fórmula mística y secreta se reducía a poner huevos y ganar con el pito, el hombre estaba completamente fuera de sí, la división con los jugadores se hacía patente… y el lenguaje ofendía. Esto parece una chorrada enorme pero no lo es: aún empezaban los noventa y cagarse en Dios seis veces en dos minutos no era algo demasiado recomendable.
Esa charla «técnica» de Benito Floro, el mago de la pizarra, fue su última al cargo del Real Madrid. Al día siguiente, de manera fulminante, la directiva lo cesó y puso a Vicente del Bosque al cargo del equipo. Del Bosque rozó la machada en París y dejó al equipo, él también, donde lo había encontrado: cuarto, lejos del campeón, incapaz siquiera de frenar al Barcelona en el Bernabéu y dejarlo sin campeonato, la última rendición de un equipo roto.
En cuanto a Floro, desde entonces fue difícil tomárselo en serio. En serio como chamán, por lo menos. Puede que él se quitara un enorme peso de encima. El Albacete lo rescató y tuvo unos años interesantes en Gijón y Villarreal, con varias excursiones al extranjero en medio, para ampliar conceptos. En 2005, Florentino Pérez decidió ficharlo como director deportivo del Real Madrid, formando tridente de lujo con el entrenador López Caro y el manager Arrigo Sacchi. Duró lo que tardó el presidente en presentar la dimisión. Desde entonces, no ha vuelto a entrenar en España.
Actualmente, que sepamos, es seleccionador de Canadá.
Magic no sabía aún si iba a vivir o no ni cuánto, así que dejó de pedir perdón por no estar muerto y decidió volver a divertirse. Era un 30 de enero de 1996, las Spice Girls arrasaban por el mundo, Tarantino había asombrado a todos con Pulp Fiction, el Atlético de Madrid se aproximaba a un improbable doblete… y Earvin Johnson, a sus treinta y seis años, volvía a sentir la adrenalina del pasillo de acceso a la pista del Forum de Inglewood. La vieja estrella ante sus viejos aficionados, destellos de unos años ochenta ya muy atrás en el tiempo, ensoñación de un esplendor pasado.
La vuelta a las canchas del mítico 32 no se entendía sin el regreso de Michael Jordan apenas un año antes. Los dos dijeron la misma frase, aunque con tonos distintos: Jordan escribió un somero «I´m back» y en cada rueda de prensa dejaba bien claro que no estaba para tonterías, que en cuanto las piernas volvieran a coger ritmo los Bulls iban a ganar setenta y dos partidos por temporada y llevarse tres anillos. Magic lo dijo a la cámara, una de esas cámaras que tienen un tipo detrás empeñado en que digas lo que él quiere que digas, y en sus mismas tres palabras se veía algo que no era exactamente competitivo, sino más bien vital, una especie de redención.
Magic no era un tipo de pequeños objetivos y desde luego no era un tipo al que la imagen le diera igual. Aunque 1996 no fuera 1991, él estaba convencido de que de alguna manera seguía siendo un apestado, como cualquier enfermo de VIH en aquellos años del pánico y la estigmatización. Primero se fue porque no quedaba más remedio, pero si no había vuelto antes era porque no le querían ahí. Si por él hubiera sido, llevaría cuatro años ya jugando en los Lakers, una vez que se vio que el virus no se extendía, que la medicación conseguía pararlo en el día a día.
Eso es lo que pedía él: un día a día, una rutina que le permitiera volver a sentirse completo, feliz, sonriente. Magic Johnson. No pudo ser. Su propio compañero de Dream Team, Karl Malone, corrió tras aquellos Juegos a decir que él tendría miedo de jugar contra Magic, que la liga tendría que pensárselo dos veces antes de aceptar que un enfermo de VIH jugara un deporte de contacto. Si un amigo pensaba eso, ¿qué no pensarían los enemigos? Mucho se ha especulado sobre si Malone lo que quería era quitarse un rival de encima, pero lo cierto es que Magic entendió el mensaje y abortó su retirada.
Ahora no. Ahora no le abortaba nadie. Ahora sus objetivos eran, sencillamente, «revolucionar la posición de ala-pivot». Su cuerpo no tenía nada que ver con el de cinco años atrás, cuando jugó su último partido como profesional durante las finales que enfrentaron a Lakers y Bulls. Estaba más fuerte y, por qué no decirlo, con un punto sobremusculado. El desarrollo de un cuerpo al que cebas a pesas pero le quitas la alta competición del medio. Magic parecía de todo menos el gigante ágil que había sido durante más de una década. Su equipo, además, ya tenía un base estrella en la plantilla, Nick Van Exel, así que lo más sensato era reconvertirse en un jugador interior y desde ahí dirigir el ataque. Lo llamó «point forward». Cómo pudo sentar eso en un equipo que ya ganaba sin Magic y en el que cada uno buscaba su dosis de estrellato californiano, imagínenselo.
El líder que nadie había pedido
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Magic ya conocía a la plantilla y la plantilla conocía a Magic. Nada apuntaba a que se llevaran demasiado bien. De su época como jugador quedaban Elden Campbell, por entonces un novato, y el serbio Vlade Divac. De sus pocos meses como entrenador en 1994 había que añadir a Peeler, Threatt y Van Exel, es decir, precisamente los tres bases. No es fácil ser compañero de alguien que te ha mandado en el pasado. Al revés sí puede funcionar, y por eso hay miles de casos de exjugadores que pasan a ser entrenadores de los tíos con los que compartían ducha cada día sin que eso afecte a sus roles. Convertirse en un hijo de puta es sencillo, lo complicado es que dejen de verte de esa manera.
Obviamente, en ese mundo de egos que era la NBA y especialmente Los Ángeles a mediados de los noventa, la llegada de Magic era más una amenaza que un honor. No era algo que se fuera a decir abiertamente, pero se sentía en cada declaración, en cada mirada. Tras su esplendoroso debut contra los Warriors, con 19 puntos, 10 asistencias y 8 rebotes en apenas 27 minutos, llegaron los Bulls y abrieron todas las heridas posibles. Jugar contra Golden State era un sueño: allí no defendía nadie. De hecho, el propio Magic declaró después del partido: «Me costó muchísimo sentir el juego, leer el partido. No me di cuenta de dónde estaba hasta que Joe Smith me metió un buen viaje», pero Chicago era otra cosa muy distinta.
Magic necesitaba saber si la pasividad de la defensa rival era respeto o era miedo. Para él, era clave saberlo. ¿Se apartaban, rehuían el choque? Y sus compañeros, ¿le daban la pelota por órdenes de arriba o realmente confiaban en él, creían que podría liderarles a una nueva final? Los Lakers marchaban cómodamente en puestos de play-offs con momentos de cierta brillantez gracias al individualismo de Eddie Jones, Cedric Ceballos o el citado Van Exel, pero, ¿estaban dispuestos a reagruparse como equipo alrededor de la rotunda figura de Magic? No sucedió en 1994, ¿por qué iba a pasar dos años más tarde?
Aquel partido contra los Bulls fue clave en lo que vendría después: primero, porque los Lakers perdieron y perdieron bien ante un equipo que solo se dejó diez partidos en aquella temporada. Segundo, porque Dennis Rodman le dejó claro a Magic que la liga ya no le pertenecía. Ni como base, ni como pivot. Dennis cogió 23 rebotes, le pegó todo lo que pudo y maniató su rendimiento en ataque permitiéndole 15 puntos pero solo 3 asistencias y 3 rebotes. «Cuando juegue contra tipos como yo o Shawn Kemp, ya sabe lo que le espera». Sí, Magic sabía lo que le esperaba, y en la rueda de prensa que prepararon después del partido, los dos solos frente a un centenar de periodistas, el perro viejo Michael Jordan no dudó en recordárselo: «Veo a Magic con la entrega de antes, con la misma energía, pero, ¿están sus compañeros en la misma onda? No lo sé, lo dudo mucho».
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Había que ver la cara de Magic al lado, aguantando el chaparrón. Lo último que quería era algo así: Michael Jordan salvándole la cara… para culpar a sus compañeros de las derrotas y de no estar a la altura. ¿Cómo te presentas en el vestuario después de algo así, solo dos partidos en el campo y ya el niño mimado de la prensa y los rivales? Jordan sabía lo que hacía: iniciar una guerra civil, y los hechos vinieron a darle la razón.
Van Exel y Magic: tensión y árbitros por los aires
Efectivamente, Magic lo dio todo. Visto en perspectiva, sus números de aquella segunda mitad de temporada son espectaculares: 14,6 puntos; 6,9 asistencias y 5,7 rebotes después de casi cinco años sin jugar un partido de la NBA. Ahora bien, no es que sus compañeros le dejaran tirado, es que estaban en otra onda. Había algo en las celebraciones de Magic que no cuadraban, como el que llega el último a la fiesta, cuando todo el mundo está ya de resaca e intenta ser el más gracioso. Magic anotaba o asistía y levantaba los brazos, a su vieja manera, animando al público, mientras los demás jugadores se comportaban como meros funcionarios, sin saber muy bien qué hacer porque el entusiasmo nunca había sido lo suyo.
Los Lakers ganaron mucho más de lo que perdieron con su nueva incorporación: ocho de sus primeros nueve partidos para un total de veintitrés victorias y diez derrotas prácticamente todas saliendo desde el banquillo. En el camino hubo una lesión muscular que le dejó fuera un par de encuentros y un incidente que marcaría la recta final de aquella temporada: casi al final de un tenso partido contra los Denver Nuggets que los californianos acabarían perdiendo, Van Exel sacó su cara menos amable, la del chico del barrio que siempre había sido. Disgustado por una decisión del árbitro Ron Garretson no se le ocurrió otra cosa que empujarlo con el codo completamente fuera de sí y lanzarlo contra la mesa de anotadores. Magic salió corriendo a separarlos, Garretson de nuevo de pie y desafiante, y a Van Exel le cayeron siete partidos de suspensión.
Una semana más tarde, en un contexto aún más absurdo, un partido intrascendente en casa contra los Phoenix Suns en el que además su equipo iba ganando, Magic Johnson pidió falta en una acción que al árbitro Scott Foster le pareció parte del juego. La estrella fue a pedir explicaciones y no se le ocurrió otra cosa que utilizar el cuerpo como forma de intimidación. A las primeras protestas le correspondieron una técnica; al empujón con el pecho, una expulsión directa y sanción de tres partidos.
¿Qué demonios pasaba en los Lakers? La supuesta estrella del equipo se liaba a puñetazos con un árbitro y además le llamaba teatrero mientras que el supuesto líder primero le echaba la bronca en público y luego repetía una acción similar a los siete días… Lo que estaba claro es que aquel equipo estaba fuera de sus casillas. Un equipo que acababa la temporada con cincuenta y res victorias, incluyendo seis en los siete últimos partidos, y en el que nadie parecía estar contento. Su rival en la primera ronda de play-offs no invitaba al optimismo: los Houston Rockets de Hakeem Olajuwon y Clyde Drexler
El último baile de Magic Johnson
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Como cabezas de serie, los Lakers deberían de haber sido los favoritos pero no lo eran. Seguía habiendo algo ahí que no cuadraba. El equipo había dado la campanada el año anterior eliminando a Seattle en primera ronda pero esa progresión se había truncado al añadir un elemento externo completamente ajeno a la dinámica del grupo. Una dinámica, por otro lado, que consistía básicamente en ir cada uno a lo suyo. La ausencia de química en la cancha y fuera de ella era palpable y además su rival venía de ganar dos títulos seguidos de la NBA.
Aquellos Rockets de Rudy Tomjanovich eran el típico equipo que apuraba cada gramo de talento y esfuerzo. Con la sensación de tener muy poco, te la jugaban siempre. Sus temporadas regulares no tenían nada de espectacular pero llegaban los play-offs y ahí todo cambiaba: a Hakeem Olajuwon y Clyde Drexler les acompañaban excelentes jugadores de complemento: Sam Casell, Mario Elie, Robert Horry, Kenny Smith… En Houston todo el mundo sabía lo que tenía que hacer, lo hiciera mejor o peor. En Los Ángeles sucedía lo contrario: había calidad para aburrir, pero muy poco orden. En el primer partido de play-off, jugado en el Forum, Houston hizo de las suyas y después de ir buena parte del partido por detrás apretó cuando contaba y se llevó la victoria 83-87 pese a los 20 puntos y 13 rebotes de Magic. Van Exel, de regreso de su sanción y completamente desquiciado, acabaría con un 1/11 en tiros de campo.
Aún tuvo tiempo Magic de tirar de orgullo en el segundo partido. Si los Lakers perdían estaban fuera. Todo el mundo daba por hecho el fichaje de Shaquille O´Neal para el año siguiente y Jerry West estaba fascinado por ese chavalín de instituto llamado Kobe Bryant, tan fascinado que acabaría traspasando aquel verano a Vlade Divac con tal de poder contar con él. Llegaba la juventud y Magic ahí no pintaba nada. Lo único que quedaba, por si acaso, por si todos los expertos tenían razón y la veteranía de los Rockets podía al final con la indolencia de los Lakers, era darse un buen homenaje de despedida ante su público.
Así fue, el 27 de abril de 1996, Magic Johnson jugaba su último partido como profesional en el Forum de Inglewood. Una victoria por 104 a 94 que empataba la serie, con 26 puntos, 7 rebotes y 5 asistencias del suplente de lujo. Ahí dejó la leyenda sus últimas fuerzas. Los dos partidos de Houston no tuvieron demasiada historia o, más bien, tuvieron la misma historia en los dos casos: comienzo fuerte de los Rockets y a amarrar. Los números de Magic bajaron ante la defensa de Robert Horry, que ya era perro viejo a los veinticinco años: apenas 15 puntos entre los dos partidos, junto a 18 asistencias y 14 rebotes.
Los Lakers perdieron aquella serie 3-1 y Magic anunció su retirada definitiva. «Al menos esta vez lo he podido hacer en mis propios términos». Probablemente, él imaginaba que su presencia podía ser algo parecido a lo que fue para él la de Abdul-Jabbar en 1979: el ídolo que inspira al resto de chavales. Pero eran otros tiempos y eran otros chavales. Tiempos de Notorious BIG y Tupac Shakur. Earvin se llevó la sonrisa a los despachos, una sonrisa de payaso triste, forzada, la sonrisa del que no ha encontrado a nadie que le contara un buen chiste.
No importó: todo el mundo le había dado por muerto durante cuatro años y él les había demostrado que estaba más vivo que nunca. Para él y para millones de enfermos en todo el mundo, eso era lo que contaba. Y que Van Exel buscara sus anillos en cualquier otra parte.
Freud entre su esposa Martha y su cuñada Minna Bernays. (DP)
La pasada Nochevieja unos ladrones intentaron robar en el cementerio londinense de Golders Green las cenizas de Sigmund Freud y su esposa Martha Bernays. No lo lograron, pero la valiosa urna que las contiene quedó bastante dañada. La citada urna es un ánfora griega que data del año 300 a. De C y que pertenecía a la fabulosa colección de antigüedades del gran psiquiatra.
Sorprende que alguien pueda interesarte tanto por las cenizas de Freud habiendo tantos aspectos de la vida del maestro desconocidos. Y dudo que las cenizas sean un buen camino para ello. Aunque cuando uno observa la rigidez y la fiereza con la que los sumos sacerdotes del psicoanálisis conservan el legado de su creador queda claro que habría seguidores dispuestos a soltar un buen dinero por recuperar los últimos restos del profeta.
Solo una personalidad tan arrolladora y carismática como debió ser la de Sigmund Freud puede llevar acabo una de las obras más influyentes en la historia de la ideas. Freud escribió veinte libros y una nutrida correspondencia con discípulos y familiares: mas de veinte mil cartas de las que se conservan unas diez mil, aunque la mayoría de ellas aún no pueden ser consultadas. El caso es que sabemos poca cosa de la vida de uno de los mayores genios de la civilización occidental. Todas las religiones tienden a hacer lo posible por mantener una imagen idealizada de su profeta, pero el psicoanálisis lo está haciendo con especial celo y gran eficacia. Sobre Freud se han escrito muchos libros pero apenas si hay dos biografías sólidas: la de Peter Gay, tal vez la única solvente, y la de su discípulo Ernest Jones, que esconde mas que lo que enseña. De acuerdo que conocemos algunos detalles sobre su vida privada, como que escribió gran parte de su obra consumiendo cocaína, que profesaba un amor intenso por su cuñada Minna y que hacía una hora de psicoanálisis en treinta minutos. Y que tuvo frecuentes peloteras con discípulos, pacientes y amigos, sobre todo con quienes le cuestionaban alguna pieza de su obra (Jung, Adler, Janet, etc…). Pese al férreo control que ejercen sus herederos, de vez en cuando, aparece de forma fortuita y azarosa nueva información como sucedió con el caso de Sabina Spielrein, del que supimos hacia 1980 gracias al hallazgo casual de ciertos documentos ocultos en un archivo de Ginebra. O bien cuando alguna periodista le echa al oficio tantos redaños como hizo Janet Malcolm para escribir En los archivos de Freud, libro indispensable para conocer cómo se gestó por los adentros la obra del maestro. Pero lo habitual es el desconocimiento de importantes facetas de la vida del psiquiatra mas famoso de todos los tiempos. Hace tres años se produjo un acontecimiento curioso: un súbdito macedonio de nombre Goce (¡¡¡) Smilevski (Skpoje, 1975) publicó una novela, La hermana de Freud, que ha sido traducida al castellano hace solo unos meses y que intentaba esclarecer las relaciones de Freud con sus hermanas. Sabíamos por sus biógrafos de cabecera que Freud tuvo cinco hermanas y que cuatro de ellas murieron en los campos de concentración nazis entre 1942 y 1943. Pero lo que no sabemos es por qué las hermanas no se fueron con él en junio de 1938 cuando abandonó Viena camino de Londres. La hipótesis que plantea el joven escritor balcánico en su novela es la siguiente: Freud consigue en 1938 un salvoconducto para huir de Viena. Como puede llevar con él a algunas personas más escribe una lista de dieciséis nombres donde incluye a sus hijos con sus parejas, su cuñada Minna (of course…), su médico personal, sus criadas e incluso a su perro favorito. Pero no incluye a ninguna de sus hermanas. Así pues, la publicidad de la novela incluye la siguiente andanada: ¿fue Sigmund Freud culpable de la muerte de sus hermanas en un campo de concentración? Y me remito a la publicidad de la editorial, ya que el joven macedonio Smilewski niega que ese sea el primun movens de su novela. Para ello el autor se sirve del testimonio de Adolphine-Dolfi, una de las hermanas de Freud, que sufría alguna enfermedad mental ya que pasó varios años en un psiquiátrico, el Nido de Viena. A través de los ojos de Dolfi el autor revisita aquella época, fantasea con la iniciación sexual del joven Sigmund y confronta algunos conceptos psicoanalíticos con algunos de los postulados de los entonces incipientes movimientos de liberación de la mujer. La novela es floja y aburrida. Y como toda obra que recurre a la ficción con el ropaje de lo fáctico, una farsa. El carajal en que se mete el macedonio al mezclar realidad y ficción es de aúpa y deslegitima en gran medida la obra porque el lector no sabe si suspender o mantener la credulidad sobre el relato. Y es una pena porque el trabajo de Smilewski tiene algo importante dentro. Pregunta por una faceta tan fundamental como desconocida en la vida de Freud: su vida afectiva, sus relaciones con las mujeres así como la recepción de la obra freudiana entre el pensamiento feminista.
Pero vayamos por partes con la propuesta de Smilewski, para saber si Freud mandó o no a sus hermanas al crematorio nazi. Para ello hay que revisar obras de mayor solvencia que esta novela. Por ejemplo, The escape of Sigmund Freud, publicado por David Cohen en 2010. Es el texto donde más información se aporta sobre la salida de Freud de Viena. Cohen, tras revisar todo el material disponible al efecto, concluye que a Freud le costó mucho asimilar que debía irse de Viena. Omnipotente con su éxito tal vez pensaba que los nazis no se atreverían con alguien de su prestigio. Pero la detención de su hija Anna por la Gestapo en Marzo de 1938 le hizo cambiar de opinión y comenzó a preparar su traslado a Londres. Para ello contó con la ayuda de sus discípulos Marie Bonaparte y Ernest Jones, así como con el apoyo resuelto de la diplomacia norteamericana. También tuvo la gran suerte de que Anton Sauerwald, el comisario nazi encargado de tramitar su salvoconducto, fuese secreto lector de sus obras. Está documentado que Sauerwald trabajó muy activamente para que Freud, que ya tenía ochenta y dos años y sufría un cáncer de mandíbula, saliese de Viena en las mejores condiciones posibles. Es cierto que, sin que sepamos la razón, Freud no llevó a ninguna de sus cuatro hermanas. Pero Cohen afirma que les dejó una fuerte suma de dinero como para que pudiesen vivir en buena situación. También hay constancia, en los meses sucesivos, de los baldíos esfuerzos de Marie Bonaparte y de Sauerwald por tramitar el traslado de las hermanas a Londres. Ello nunca fue posible, sin que se sepa porqué. Y cuatro años mas tarde todas ellas murieron en campos de concentración nazis. Así pues la presunta «culpabilidad» de Freud en esos acontecimientos parece descartada por estos hechos. Pero la estrofa principal de la letanía de Smilewski pregunta por Freud y su relación con las mujeres. Las biografías mas reconocidas informan de la peculiar y estrecha relación con su madre, que le consideraba su hijo favorito, y de la apatía con la que habla de su esposa Martha. Estos últimos años han aparecido documentos que avalan que su verdadero amor vienés fue su cuñada Minna, con la que pudo mantener relaciones durante casi todo su matrimonio. Así que la secuencia mas sensacionalista nos permite imaginar a don Sigmund engañando a su esposa con su cuñada. Y con coca de por medio. Casi nada.
Aparte de estos datos, hay varios documentos que informan del fuerte tropismo de Freud por las mujeres y de sus deseos de vivir la sexualidad lo más libremente posible. Pero se intuye entre la hojarasca que hubo un momento concreto en que el maestro de Bergasse, 19, renunció a entender el universo femenino y tiró la toalla. ¿Cómo si no puede explicarse una teoría que afirma que el psiquismo humano se desarrolla guiado por el falo y encauzado por conceptos como el complejo de Edipo, la angustia de castración o la muy femenina envidia del pene? Lo que cuesta creer es que tales teorías hayan llegado intactas a nuestros días y que no hayan cedido ante los embates de los movimientos feministas más iracundos. Sea como fuere, parece que a Freud el psiquismo femenino le causaba bastantes quebraderos de cabeza y tuvo la impresión de no haberlo entendido nunca aunque tampoco se preocupó demasiado por ello. Y esto es lo que Simlewski le reprocha con justicia y crudeza por boca de su hermana Dolfi. Un papel estelar en este flujo y reflujo de intentos de aprehensión del psiquismo femenino lo tuvo su discípula Marie Bonaparte, que intentó acercar, sin conseguirlo, al genio vienés a los movimientos críticos con la sociedad patriarcal de la época. A ella, según Ernest Jones, le expresó Freud uno de sus corolarios mas famosos: «La gran pregunta nunca resuelta y que yo tras treinta años de investigación sobre el alma femenina aún no he logrado responder es: ¿Qué quiere una mujer?». La princesa Bonaparte no se inmutó ante el desdén, aguantó mareas y permaneció junto al egregio psiquiatra hasta su muerte. Incluso, un buen día, le regaló una valiosísima y antiquísima ánfora griega.
Estatua de Flaubert en Ruan, su pueblo natal. Fotografía: Frédéric Bisson (CC).
El traductor Mauro Armiño prepara una edición de Madame Bovary que incluye tres fragmentos inéditos en castellano, avanzados en el número de marzo de la revista Turia. Pocas exclusivas tan grandes como esa puede dar el periodismo cultural. Cada fragmento de Gustave Flaubert (Ruan, 1821-Croisset, 1880) es una pieza única de artesanía que se cobró caras cuotas de salud de su orfebre, horas de insomnio, levas forzosas de exhaustas neuronas, recortes indudables en su esperanza de vida.
Flaubert fue el sumo sacerdote de la prosa francesa. Decidió bajarse del mundo, anudarse su eterno batín, encerrarse en el gabinete de su casa ajardinada de Croisset, junto al cauce del Sena, y entregarse a la reinvención de la sintaxis narrativa como si fuese el primer relojero sobre la tierra. De su quijotesco sacrificio nace todo el caudal de la novela contemporánea. Vais a pensar que me doy a la boutade pero soy riguroso si afirmo que Flaubert, de hecho, inventó el cine. Ningún autor había sabido desaparecer tan mágicamente como él y animar a la vez a sus criaturas con semejante autonomía, de tal modo que la descripción psicológica se funde naturalmente con la acción, y la acotación moralista o didáctica del narrador, esa invasiva voz en off (tan galdosiana), se vuelve innecesaria: los personajes a partir de Flaubert se definirán estrictamente por sus obras, como en la vida real. Él solo tomó el arte literario y lo llevó a marchas forzadas por territorios inexplorados, hasta tiempos futuros, con la misma productiva violencia con que Newton empujó la física, Edison la técnica o Miguel Ángel la pintura. Cuando Flaubert muere, la literatura universal ha completado gracias a su carrera un relevo entero en la pista de la historia artística. La gesta tuvo un precio, claro: la propia vida. Flaubert es el atleta de Maratón de la prosa moderna.
Flaubert eligió una existencia vicaria, subordinada a la vitalidad de sus criaturas. Era apasionado por delegación, como cualquier gran novelista. Recordad aquella exclamación entre triunfal y aterrorizada con que Flaubert anticipa para la novela el método Stanislavski: «¡Madame Bovary soy yo!». La noche en que escribió el envenenamiento de la pobre Emma hubo que salir a buscar un médico porque se había desmayado, se le encontró tendido en la alfombra bajo el escritorio. «Toda su existencia, todos sus placeres, casi todas sus aventuras fueron mentales. (…) Tal vez nunca experimentó ninguna de esas grandes emociones que consumen a un hombre y sin embargo su corazón parecía rebosar pasión», escribe su querido discípulo, Guy de Maupassant, en una serie de artículos agrupados por la editorial Periférica bajo el título Todo lo que quería decir sobre Gustav Flaubert. Al principiante Guy, Flaubert le rompía sin misericordia los esforzados relatos que escribía durante la semana y que le llevaba los domingos. El maestro sentía por Maupassant un cariño especial, y al mismo tiempo lo acogotaba con una poética tan exigente que el joven acabó contagiado de feroz misantropía y extenuante autoanálisis. De hecho, la publicación de Bola de sebo tuvo que coincidir con la muerte de Flaubert: en vida, el solitario de Croisset quizá le habría encontrado demasiados fallos a la obra maestra del naturalismo francés.
Pero un año antes de morir, el viejo gigante normando escribió una carta al discípulo aventajado: «Ven a pasar dos días y una noche a casa, pues no quiero estar solo mientras llevo a cabo un penoso trabajo». Se trataba de quemar todas sus cartas personales, seleccionando las pocas que debían salvarse del fuego, en el presentimiento de una muerte cercana y en cumplimiento de su alto designio artístico: al verdadero escritor solo debe sobrevivirle la obra, solo sus creaciones más acabadas deben constituir estricta materia para el juicio de la posteridad.
La posteridad que, por ejemplo, representaba Marcel Proust: «Un hombre que por el uso completamente nuevo y personal que hizo del pretérito indefinido, del participio presente, de determinados pronombres y ciertas preposiciones, ha renovado nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant». El autor de En busca del tiempo perdido rendía este exactísimo tributo a su titánico antecesor en un artículo titulado «A propósito del estilo de Flaubert», Nouvelle Revue Française, enero de 1920. Y eso que a Proust le parecía que Flaubert era un mal metaforista, y la metáfora lo era todo para Proust.
«Si un libro contiene una enseñanza, debe ser a pesar de su autor, por la fuerza misma de los hechos que cuenta». Fue una de las lecciones visionarias que Maupassant aprendió de labios de Flaubert. El discípulo anota: «Algunos grandes escritores no han sido artistas. Está desapareciendo el sentido artístico de la literatura. Antes el público se apasionaba por una frase, por un verso, por un epíteto ingenioso o atrevido. Veinte líneas, una página, un retrato, un episodio, le bastaban…». Pero Maupassant prefigura ya la queja de Marsé contra Umbral y puntualiza que no se trata de hacer prosa de sonajero: «Cuando Flaubert declaraba que lo único que existe es el estilo, no quería decir con ello: “Lo único que existe es la sonoridad o la armonía de las palabras”». Generalmente se entiende por estilo, continúa el discípulo, una manera personal de presentar el propio pensamiento, un toque intransferible de autor, pues el estilo es el hombre, siguiendo el aforismo de Buffon. Pero Gustav Flaubert rompió con esa idea y proclamó que el estilo equivale a la desaparición del autor y a la emergencia del puro lenguaje: la adecuación líquida, perfecta, de la palabra a la cosa en función de la circunstancia momentánea del relato, del discurrir propio de la mente de cada personaje, de las exigencias cambiantes del tono y del ritmo: «La originalidad del autor debe desaparecer en la originalidad del libro», resume Maupassant. No es que queramos decir algo y busquemos la forma que mejor exprese esa idea; el escritor-artista funciona estrictamente al revés: sabe que, en la obra de arte, el fondo impone fatalmente la expresión única y justa, y el talento consiste en reconocerla.
Obsesionado por la firme creencia de que no existe más que un modo de expresar una cosa, una palabra para nombrarla, un adjetivo para calificarla y un verbo para animarla, se entregaba a un trabajo sobrehumano para descubrir, en cada frase, esa palabra, ese epíteto, y ese verbo. Creía de ese modo en una armonía misteriosa de las expresiones, y cuando un término justo no le parecía eufónico, buscaba otro con incansable paciencia, convencido de que no había dado con el verdadero, con el único. (…) De manera que para él escribir para él era algo espantoso, lleno de tormentos, de peligros, de fatigas. Se sentaba a su mesa con miedo y deseo ante aquella tarea amada y tortuosa. Se quedaba allí durante horas, inmóvil, entregado a su terrible trabajo como un coloso paciente y minucioso que construyera una pirámide con canicas. (…) En ocasiones, arrojando a una gran bandeja oriental de estaño llena de plumas de oca meticulosamente afiladas la pluma que tenía en la mano, cogía la hoja de papel, la levantaba a la altura de sus ojos y, apoyándose sobre un codo, declamaba con voz penetrante y alta. Escuchaba el ritmo de su prosa, se detenía como para captar una sonoridad huidiza, combinaba los tonos, separa las asonancias, disponía las comas científicamente, como las paradas de un largo camino.
Una noche reunió a sus amigos —Turgueniev, Daudet, Zola, Gouncort…— y les leyó el cuento «Un corazón sencillo». Alguien le apuntó que cierta analogía parecía impropia de la extracción social de un personaje. Flaubert escuchó, caviló y vio que la objeción era justa. Entonces se pasó toda la noche en vela para corregir diez palabras, intentando fijar una analogía alternativa. Emborronó veinte hojas de papel. Y al alba, rendido, decidió dejar el cuento como estaba, pues no se había visto capaz de encontrar una fórmula suficientemente armoniosa a sus oídos.
Pero dejemos que se explique el propio Flaubert. «En la prosa, hace falta un sentimiento profundo del ritmo, ritmo huidizo, sin reglas, sin certezas, se necesitan cualidades innatas, y también fuerza de razonamiento, un sentido artístico infinitamente más sutil, más agudo, para cambiar, en cualquier instante, el movimiento, el color, el sonido del estilo, según las cosas que se quieran decir. Cuando se sabe manejar esa cosa fluida que es la prosa francesa, cuando se conoce el valor exacto de las palabras, y cuando se sabe modificar ese valor según el lugar que se le dé, cuando se sabe atraer todo el interés de una páginas hacia una línea, resaltar una idea entre otras cien, únicamente por la elección y la posición de los términos que la expresan; cuando se sabe golpear con una palabra, con una sola palabra, colocada de cierta manera, como se golpearía con un arma; cuando se sabe conmover un alma, colmarla bruscamente de alegría o de miedo, de entusiasmo, de pena o de rabia, solo con colocar un adjetivo ante los ojos del lector, se es verdaderamente un artista, el mayor de los artistas, un auténtico prosista».
Bueno, amigos, parece claro que ya nadie escribe así. Dudo que exista algún escritor vivo que se haga acreedor a esta observación de Alejandro Dumas hijo, gran amigo de Flaubert y Maupassant: «Qué asombrosos obrero, este Flaubert, es capaz de talar un bosque entero para hacer cada cajón de sus muebles». Ya no quedan muchos escritores-artistas de semejante autoexigencia, quizá porque tampoco hay lectores tan exquisitos como para demandarla.
Estaría bien que alguien volviera a intentarlo. A la literatura lo que le falta son mártires. Pero quizá vivimos un fin de historia literaria. Deberemos conformarnos con el antiguo santoral, cuyos inéditos aún causan exclusivas.
Esta primavera, la fortuna le sonríe al partido de los socialistas catalanes, como si la rosa quisiera florecer tras andar marchita durante tantos meses. Un puñado de miembros que lleva cuarenta años en el poder (y así está el partido), amenaza con abandonar el socialismo catalán porque no es suficientemente catalán o suficientemente algo que a ellos les gusta mucho desde que eran pequeñitos. Con lo cual Pere Navarro tiene la oportunidad de empezar a ganar votos.
Ese grupo, unos cuantos próceres de lo que aún no hace diez años ellos mismos llamaban «la burguesía catalana», siempre ha tenido el corazón en Esquerra Republicana, pero allí no podían aspirar ni a una triste alcaldía en el Ampurdán, que es su finca para los días de fiesta. En cambio ahora creen que, con suerte, les va a caer una embajada.
Ya se ha pasado a Esquerra uno de los más fanáticos separatistas del socialismo catalán, miembro conspicuo de una de las grandes familias históricas, de las que aplaudieron con lágrimas en los ojos la entrada de Franco en la ciudad de los prodigios. Con un poco de suerte acabarán por irse todos, y si así fuera, la remontada del PSC podría ser apoteósica. Un partido socialista catalán en el que la «C» de las siglas oficiales, que ahora es mucho más importante que la «P» y la «S», menguara, sería una bendición para los votantes catalanes y para los diseñadores.
Si los próceres se fueran, la primera ventaja sería que los socialistas verdaderos se habrían librado de la caverna del partido. La segunda ventaja es que, si les admitieran, hundirían a los de Esquerra, que es gente rural. Tiendo a creer, sin embargo, que Junqueras, más listo que todos ellos sumados, les pedirá educadamente que se vayan a matar el tiempo a la Asamblea Nacional Catalana.
Tercera ventaja, a lo mejor consiguen que se hunda la Asamblea Nacional Catalana, ese parásito que nos chupa la sangre. De haberlo planeado él, Navarro sería Churchill.
Pero hay más fortuna en la primavera socialista catalana. ¡Han firmado un negocio con CiU! Uno de esos negocios, ciertamente, cuyos efluvios apestan desde Crimea. Un negocio de casinos, ruletas, tahúres, tapetes, putas y mafia de las antiguas repúblicas soviéticas de Asia. Los socialistas le han bajado los impuestos a esta gente encantadora, tan ligada a la aristocracia del fútbol. Así se hace política social progresista.
Cuando un negocio similar se quiso montar en Madrid las sonrisitas irónicas y los ataques de la caverna catalana fueron de aúpa. Ahora lo bendicen los socialistas de Cataluña. ¡Qué no bendecirá un partido capaz de hacer negocios hasta con Bildu! Pero tienen razón. Es una calumnia: en Cataluña no puede haber mafias o negocios sucios porque Dios no lo quiere. Casi todo lo que sucede en aquella bendita tierra es divino, incluida la gauche.
Divino es, por ejemplo, que se trate del único país europeo en donde los sindicatos de clase se manifiestan enarbolando la bandera nacionalista, una bandera militante e ideológica de la derecha de toda la vida, que a manera de palio pontificio protege a los obreros (sindicados). ¡Cómo recuerdan estas procesiones a las de los sindicatos verticales durante el franquismo! Los empresarios están felices.
No es que los actuales sean sindicatos reaccionarios o comprados, es que respetan la tradición y allí la tradición es divina desde el carlismo. Por cierto, ayer les concedieron la Creu de Sant Jordi a los jefes de CCOO y UGT de Cataluña. ¡Qué carrerón el de estos obreros!
A los veintisiete años, Sebastián Losada ya era un veterano que empezaba a sentirse cómodo, por fin, en un mismo lugar. Establecido en Vigo tras varios rebotes, «el Pipiolo» estaba ante la que parecía que iba a ser su mejor temporada en años, la temporada de su definitiva consagración. La llamada de Javier Clemente para la selección española, aunque fuera en partido amistoso, suponía sin duda un paso adelante en su carrera. Titular en el Celta junto a Gudelj, Losada dejaba atrás el chasco de la final de Copa del año anterior ante el Zaragoza de Víctor Fernández.
Un nuevo chasco en una carrera de chascos, un «no pudo ser» constante.
Andaba la selección española en esos años de continua agitación que marcaron el período Clemente: tras el esperanzador Mundial de 1994, el técnico vasco buscaba un delantero que pudiera algún día sustituir a Julio Salinas sin conseguir encontrarlo. La gente pedía a Raúl, el adolescente que acababa de debutar con éxito en el Madrid de Valdano, pero a Clemente lo que dijera la gente le importaba más bien poco así que prefirió al recién nacionalizado Juan Antonio Pizzi, que había vuelto ese año a Tenerife después de una corta estancia en Valencia.
¿Quién podía acompañar a Pizzi? La lista era larga y en principio Losada no aparecía por ningún lado: primero, porque ya parecía de vuelta de todo; segundo, porque el perfil de segundo delantero que buscaba Clemente era muy parecido al del primero: algo así como Bakero o Luis Enrique o incluso Caminero o Guerrero reconvertidos. Luchadores que iniciaran la presión y que llegaran desde atrás, por sorpresa. Cuando se había decidido por un perfil tipo Felipe o Juanele, la cosa había salido mal, así que riesgos, los justos.
Con todo, Losada tenía una ventaja: era listo. Había pasado por la desolación de fallar el último penalti en aquella tanda maldita de Leverkusen con el Español, había visto cómo sus intentos por hacerse con un sitio en el once inicial del Real Madrid se veían frustrados año tras año por la competencia con Hugo Sánchez y Butragueño, e incluso había tenido que padecer a Jesús Gil y Gil en su apogeo, los años en los que el presidente se metía en el jacuzzi de Marbella a llamar vagos y peseteros a sus jugadores hasta que alguno —pocos fueron— decía basta.
No solo eso. Si alguien había hecho de Losada una promesa, ese era Javier Clemente. No pasaba de ser un canterano prometedor en el Castilla, subcampeón del mundo sub 20, cuando Clemente lo pidió para la maravillosa colección de veteranos y noveles que era aquel Español de 1987. La extraña mezcla del talento de Soler, Valverde o Losada con la contundencia de Urquiaga, la inteligencia de Lauridsen y la agilidad carismática de Tommy N´ Kono. Aquel equipo destrozó al Milan de Sacchi y se plantó en Leverkusen para el partido de vuelta de la final de la UEFA con un 3-0 de ventaja, dos goles de Losada, uno de ellos de verdadero ariete.
El resto ya lo saben: tres goles alemanes en la segunda mitad, ataque de pánico de jugadores y técnico, penaltis en un estadio convertido en infierno, y, lo dicho, el pobre Pipiolo, a sus veinte años, teniendo que tirar el quinto de su equipo y mandándolo al segundo anfiteatro. Completamente desolado, Losada aún tuvo que pasar por el clásico consejo del veterano que se acerca y dice: «Tranquilo, chaval, aún te queda mucho fútbol». Podía haber sido verdad pero fue mentira: aquel fue, sin duda, el partido más importante de su carrera.
El delantero que no lograba ser delantero
Siete años después, ahí estaban los dos de nuevo: Clemente y Losada. El rival era Uruguay y el partido era amistoso, así que no se esperaban grandes emociones. Si usted es relativamente joven se habrá olvidado fácilmente de aquellos tiempos en los que ver a la selección española era un trámite de sufrimiento y la duda iba más allá de qué portero levantaría la copa de campeón de Europa o de campeón del mundo.
Eso no quita para que aquel fuera un partido interesante: Uruguay vivía de Fonseca, Bengoechea y el veterano Francescoli, más el zaragocista Gustavo Poyet y un juvenil Álvaro Recoba. En España, formaron Zubizarreta; Belsúe, Abelardo, Hierro, Alkorta, Sergi; Donato, Goikoetxea, Guerrero, Fran y Pizzi de referencia en ataque. Como pueden ver ni en los amistosos en casa se privaba Clemente de meter a sus cinco defensas más un medio centro de contención, lo que no impidió que Uruguay remontara el gol de Pizzi con dos tantos de Fonseca y Bengoechea, y con ese marcador se llegara al descanso.
Puede que los aficionados que se reunieron en Riazor, aquel Riazor de los años de esplendor, envueltos en una extraña crisis de enero de 1995 solo porque su equipo iba segundo en liga y no parecía que fuera a luchar por el campeonato hasta la última jornada, esas crisis que hoy son difíciles de comprender… ese público, decía, puede que pensara que Clemente iba a tirar la casa por la ventana para ir a por el partido, pero no sabían con quién se la estaban jugando. Cañizares salió por Zubizarreta, Nadal reforzó aún más la defensa por Guerrero, pasando Hierro al medio del campo, Amavisca sustituyó a Sergi, con lo que Goiko bajó al lateral izquierdo… y Losada salió al campo por Pizzi.
Aquello fue una faena en toda regla. Si algo se le reprochaba a Losada allí por donde pasaba era su poca relación con el gol. Con una planta impresionante, que podía recordar por altura a un Van Basten, Losada podía inventar las jugadas más espectaculares fuera y dentro del área… pero sus tiros quedaban en nada y al final —pregúntenle a Benzema— lo que queda son los goles: trece en sus treinta y siete partidos con el Real Madrid, uno en los nueve como jugador del Atleti, ninguno en los tres que jugó en Sevilla… y ocho en aquel mágico año del Español, cuando jugó veinte partidos completos de un total de veintiocho, su mejor registro en Primera División.
En Vigo parecía haber afinado un poco la puntería: ocho goles en su primer año, cuatro casi seguidos en lo que llevábamos de segundo. Por muy justos que queramos ser con Losada y reconociendo que esas cifras tenían mucho que ver con los pocos minutos que disputaba —en el Madrid, concretamente, se convirtió en el delantero joven que sale en los partidos complicados en busca de la heroica, esa figura que sigue hoy viva gracias a Morata y a la que en 1995 opositaban Raúl y Morales— lo cierto es que aquel hombre no era Pizzi, no era un delantero que viviera del gol, y el empeño constante en pedirle que fuera lo que no era, esa eterna melancolía de lo imposible, había estado a punto de costarle la carrera varias veces.
En Riazor, no fue una excepción.
De las peleas con Gil a la redención en el Celta
Y es que los minutos pasaban pero España no acababa de culminar sus ocasiones, la mayoría cortesía de la conexión Fran-Amavisca por la banda izquierda. Para Losada no era fácil: única referencia de ataque, había quedado como un rematador, un hombre que baja la pelota y la protege. Un Julio Salinas. Además, ser del Celta y jugar en Riazor no tenía que ser fácil, ese runrún que acompaña siempre al enemigo incluso cuando comparte trinchera.
Clemente podría haberle liberado un poco más, haberle colocado de media punta, donde estaba destacando en Vigo. Al fin y al cabo, además de la experiencia de Leverkusen compartían enfrentamiento con Jesús Gil. Clemente salió por la puerta de atrás cuando iba segundo en la temporada 1989/90 después de que el presidente le acusara de fracasado. Losada siguió un destino parecido, un despido en enero, pero con más inquina. «Me equivoqué al ficharle. Es apático y ha demostrado no tener sangre», dijo el dueño y señor del Calderón para justificar que le apartara del equipo y le diera la baja federativa, conminándole a buscarse otro club.
Losada quedó muy tocado. La plantilla ya había conseguido evitar que Gil echara a Luis Aragonés —al final de aquella temporada, Luis llevó al Atleti al título de Copa— y, por petición del jugador, se quedaron al margen en el tenso contencioso con el presidente. Cuando el canterano madridista descubrió que Gil había contratado a un detective para espiarle, tuvo claro que el único camino eran los tribunales: demandó al Atlético por rescisión indebida de contrato y solicitó doscientos cincuenta millones de pesetas. Cuando dos años después, en 1994, la juez le dio la razón, Gil se limitó a declarar: «Estoy contento con la resolución, Losada no va a ver ni un duro. No hay dinero para pagarle, así que se va a quedar como estaba».
No se quedó allí la cosa con Gil. El presidente le acusó de negociar en secreto un acuerdo con el Sevilla mientras denunciaba al Atlético de Madrid, como si ambas cosas fueran incompatibles. En cualquier caso, Sevilla fue su destino en una aciaga temporada 1993/94 en la que solo jugó tres partidos de liga, aquella liga de Maradona, y pasó completamente desapercibido hasta que el Celta de Chechu Rojo, precisamente compañero de equipo de Clemente en el Athletic de Bilbao de los años setenta, se atrevió a rescatarle.
Después de pasar por cuatro equipos, lo que impresionaba de Losada era que solo tuviera veintiséis años recién cumplidos. Cuestionado por su ética de trabajo, su verdadera posición en el campo y con el caso Gil aún coleando en los tribunales con el efecto que eso suele tener en cuanto a tu reputación como obediente trabajador, Losada tuvo un excelente primer año en Vigo y cuatro meses que le habían llevado a donde estaba ahora, luchando con defensas uruguayos por ganar la posición, espectador de los arreones de la selección española que culminaron con el empate a dos de Donato, el héroe de la grada.
Aquel parecía, de nuevo, el arranque definitivo de la carrera de Losada. No eran sino los últimos estertores.
La última decepción del Pipiolo Losada
De vuelta a Vigo pasó algo. Aquello tuvo algo de misterioso en su momento y lo sigue teniendo casi veinte años después. Losada ya había acabado mal con Rojo, que lo dejó en el banquillo antes incluso de que una lesión le impidiera acabar la temporada e iniciar la siguiente. Cuando Carlos Aimar cogió las riendas del equipo y empezaron los primeros titubeos: el propio Losada, renqueante aún, salió públicamente a defender a su técnico pidiendo continuidad y a cambio recibió esa misma continuidad que exigía: de la jornada ocho a la veinte de la temporada 1994/95, Losada fue titular en todos los partidos, jugando completos nueve de ellos, algo no demasiado habitual en su carrera, como hemos visto.
Sin embargo, a la jornada veinte le siguió la veintiuno y aunque Losada aparecía como titular en todas las previsiones de los diarios, Aimar lo dejó en el banquillo. No habían pasado ni dos semanas desde su debut con la selección y el Celta acumulaba casi dos meses sin ganar un partido en liga. Aquel día tampoco lo hizo sino que empató a uno con el Athletic de Bilbao, pero la semana siguiente sí logró el triunfo contra el Sporting de Gijón.
Quizá esa era la excusa que necesitaba el entrenador para dejar a una de sus estrellas, probablemente su jugador más mediático, en el banquillo, en cualquier caso, como excusa no duró mucho tiempo: el Celta acumuló otros cinco partidos sin ganar y Losada seguía en el banquillo, en ocasiones ni convocado. En el resto de la temporada, de la jornada veinticinco en adelante, el Pipiolo solo jugaría dos partidos, los dos de suplente. En ningún caso superó la media hora en el campo.
Cansado de quedarse a punto de todo, con una falta de motivación evidente, causa o consecuencia de la decisión de Aimar de dejar de contar con él, Losada anunció aquel verano su retirada. El hombre que se iba a comer el futuro cuando llegó aquella tarde a Leverkusen, siete años atrás, decía adiós a un mundo con el que nunca llegó a llevarse bien del todo. A veces dan ganas de colgarle la etiqueta de «maldito», pero, si alguien que consigue ganarse la vida jugando al fútbol, llega a finales europeas, gana ligas y copas aunque sea de suplente y se despide debutando con la selección española es un maldito, ¿en qué lugar quedamos el resto de nosotros?
Losada tuvo simplemente la manía de estar en el lugar incorrecto en el momento incorrecto. Por ejemplo, podría haber metido ese penalti y que después el Bayer hubiera anotado el suyo y el Español habría perdido igualmente la final. Pero no. Tuvo que ser así. Quizá tenía sentido que lo fuera: empezar por el partido de tu vida y a partir de ahí ir olvidando. Debutar en la selección y a los cuatro meses, retirarte.
El protagonista de la película Karate Kid, Daniel, se muda a California y flirtea con una chica. El exnovio y unos amigos saben artes marciales, la toman con él y le dan una paliza. Daniel quiere defenderse y pretende aprender karate. Un vecino discreto, el señor Miyagi, acepta enseñarle. En unas semanas hay un torneo. Allí se enfrentará con sus rivales, alumnos aventajados en un gimnasio. Daniel gana porque Miyagi le ha convertido en cinturón negro en semanas.
Nadie se convierte en cinturón negro en semanas. Es una farsa. Y no es solo una película: Karate Kid es un hito. Fue una película ineludible para la generación X, la mía, nacidos en los setenta.
Sí que hay sin embargo una lección útil en las clases de Miyagi. Antes de empezar, el maestro pregunta a Daniel si está seguro de querer aprender karate: «Creo que sí», responde. Miyagi le contesta que así no:
Cuando caminas por la carretera, si por la izquierda, bien. Si por la derecha, bien. Si por el centro, te van a aplastar. En karate igual: lo haces o no lo haces. No hay «creo que sí».
Empiezan las lecciones. La primera es limpiar el coche. Es la frase más mítica de la película: «Dar cera, pulir cera» («wax on, wax off», en la versión original). Hay pocas frases de nivel «ET, mi casa». Esta es una. Karate Kid es más que una película. Es cultura popular.
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Después de la YY X, vino la Y. Son los Y —porque vienen después de los X— o millennials —porque crecieron en el cambio de siglo—. La definición de las generaciones es tramposa; nada cambia de repente. Pero algo hay.
El País publicó hace unos días un reportaje sobre estos millennials: se casan menos, tienen menos hipotecas, se fían más de los comentarios sobre productos en redes sociales. Nada que no sea normal en alguien que tiene entre dieciocho y treinta y tres años.
Pero el hecho de que hagan cosas distintas sí puede implicar que a la larga sean algo distintos. O quizá no. En septiembre, un joven español que vive en Londres, Benjamín Serra, publicó un post en Twitter y Facebook titulado: «Me llamo Benjamín Serra. Tengo dos carreras y un máster y limpio WCs». Lleva más de treinta y dos mil retuits.
Meses después, en enero, Serra salía aún en la cadena Ser y en la tele para hablar de su caso, que ha calado. Consiguió describir un problema con un magnífico eslogan. La novedad no es sobre todo el problema —todas las generaciones tienen dificultades— sino que su mensaje llegó lejos gracias a algo que existe hace poco.
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El desprecio por Karate Kid lo tomo de David Wong, director de la web de humor Cracked. Wong es autor de uno de los postsmás leídos en internet, con casi dieciocho millones de clics: «Seis duras verdades que te harán mejor persona». Se resumen en dos: «El mundo solo te valorará por lo que pueda sacar de ti» y «tu cerebro siempre encontrará excusas cuando tus limitaciones se hagan evidentes».
La sociedad espera algo de ti: que inventes el iPhone, que escribas Harry Potter, que marques goles, que conduzcas trenes, que mates enemigos, que arregles zapatos. Se te pagará en consecuencia. No solo eres eso, claro. Tu madre te quiere mucho, tu hijo te sonríe y a veces haces reír a algún amigo. Pero eso no sirve para encontrar trabajo.
Wong es generación X, pero Cracked es una web para la generación Y. Una generación no es mejor que la siguiente. Pero una o dos décadas de ventaja dan para más y nuestro paisaje es el más parecido por edad a los más jóvenes.
No se puede ser cinturón negro en unas semanas. Dos carreras y un máster hoy es cinturón amarillo-naranja. Los X ya lo hemos vivido y los Y aún sueñan. Una cosa es querer escribir una novela, otra es publicarla y ver las ventas. En la generación de nuestros padres ir a la universidad aún era negro, pero ya no. Ahora hay que seguir aprendiendo. Los millennials se enfrentan a un mundo difícil, con una crisis dura y distinta. Hay una buena noticia: mejorará. Hay una mala: el mundo siempre ha sido difícil.
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Cuando la crisis amaine, la generación Y tendrá más oportunidades. En Estados Unidos la crisis nunca fue tan terrible para los más preparados. Marina Keegan fue a Yale y antes de salir ya la había fichado la revista New Yorker. Tenía una vida brillante por delante pero una noche su novio se durmió al volante y ella murió (él salió ileso, sus suegros le perdonaron y compartieron banco en el funeral de Marina). Una exprofesora de Keegan acaba de editar un libro con sus artículos. En uno que publicó en el New York Times habla sobre su generación y Wall Street.
Ya no es cool buscar explícitamente la riqueza. Nuestra generación heredó un tipo de odio empresarial de los años sesenta y setenta que disuade a la mayoría de estudiantes de escuelas como Harvard y Yale de trabajar en multinacionales tras la graduación.
Son frases que he oído antes. Luego cada cual hace su camino, si puede. También algo así, que escribió un alumno de dieciocho años en mis clases de redacción:
Whatsapp ha conseguido que nos sintamos cada vez más rodeados de gente y al mismo tiempo que estemos cada vez más solos. Esta es la paradoja de la era internet, y hasta que alguien no se vuelva loco y pare el carro, así va a ser el mundo de aquí en adelante.
No son los únicos jóvenes que quieren parar el mundo y volver al pasado, que es más seguro. En la generación de los nativos digitales hay de todo, como siempre. Las generaciones pasan junto a sus rasgos superficiales, la farsa de Karate Kid queda. Pero un buen trabajo será difícil de lograr, más en periodismo, que es la carrera más fácil.
El señor Miyagi hace milagros, pero no existe. Yo soy el primero en mi familia que va a la universidad. Mis abuelos no fueron ni al cole. Ellos trabajaron duro desde su niñez. Yo no. Es una suerte, pero hoy las expectativas están mal planteadas: «Antes de que me fuera mejor, había perdido las expectativas una vez y otra y otra y nada de lo que me había pasado en la vida me había preparado para eso. Nadie me había dicho cómo sería de duro», dice Wong. Nadie regala cinturones negros. Karate Kid, a la mierda.
El 19 de julio de 2013, Sandro Rosell, arropado por el director deportivo, el cuerpo técnico y la plantilla del Barcelona, anuncia que Tito Vilanova ha recaído de un cáncer en la glándula parótida y que su tratamiento es incompatible con el día a día del equipo. No ha sido una semana fácil para Vilanova ni para el barcelonismo: pocos días antes, el presidente ha hecho unas medidas declaraciones contra Guardiola, recién fichado por el Bayern de Munich, después de las cuales un medio de comunicación aprovechó para sacar sus presuntas diferencias con Tito. El resto tiene un toque de vodevil, Pep sale a rueda de prensa para afirmar que siempre estuvo al lado de su amigo en Nueva York y por último aparece Vilanova para decir justo lo contrario.
Todo esto tras ser campeones de liga y a un mes de empezar la siguiente temporada.
Si después de perder las semifinales de Champions por siete goles a cero, lo que se oía en todos los mentideros barceloneses era la necesidad de fichajes, a mediados de julio el único que ha llegado es Neymar. No solo eso, además, Thiago ha abandonado el equipo a un precio ridículo tras una calamitosa maniobra técnica y empresarial igual que poco antes lo había hecho Abidal, pese a la promesa de que se le renovaría el contrato en cuanto demostrara estar recuperado de su propio cáncer.
Si el club no es un desastre, sin duda lo parece, y si el barcelonismo no está al borde de la guerra civil desde luego da esa impresión. La marcha de Vilanova no tiene pinta de que vaya a ayudar: aunque en los últimos días ha estado en medio de esta eterna polémica Rosell-Guardiola, Tito tenía lo mejor de los dos mundos: había colaborado en las tres ligas y dos Champions de Pep y a la vez había sido el elegido por la directiva para continuar el camino de éxitos con resultado desigual: cien puntos en liga pero ridículos en Copa y Champions, cortesía del desgobierno absoluto de los meses de enero, febrero y marzo, cuando normalmente se cuecen los títulos que salen emplatados para abril y mayo.
En cualquier caso, lo importante ahora es encontrarle sustituto y suena Luis Enrique, que es algo así como el Míchel barcelonista. El problema es que Luis Enrique, que hizo un muy buen trabajo en el Barcelona B y no tan bueno en la Roma, acaba de firmar por el Celta y el Celta no está dispuesto a dejarlo marchar. Tampoco es que Lucho se muera por forzar su salida y Zubizarreta busca un plan B. Habla con sus contactos y le recomiendan al entrenador de Newell´s Old Boys, que acaba de perder de manera incomprensible la Copa Libertadores ante el Atlético Mineiro de Ronaldinho, pero, qué caramba, al menos ha llegado a esa semifinal.
El entrenador en cuestión se llama Gerardo Martino y le apodan «el Tata». Cuando su nombre se filtra a la prensa lo primero que se dice, antes de mirar su currículum, es que entrena al equipo del que salió Messi y es amigo de su padre, es decir, que «el pequeño dictador», como le llaman algunos medios, ha colocado a un coleguilla para entrenar al equipo y poder hacer así lo que quiera en el campo. Ese es el recibimiento de Martino y ese es el club que hereda en plena pretemporada, con la misma plantilla que ha fracasado el año pasado salvo por tres bajas muy importantes —Villa también se ha ido, harto, a cambio de dos millones—, una sola alta —Neymar— que hay que gestionar con un mimo extremo, una directiva más preocupada en controlar a los medios que en buscar jugadores de complemento y renovación, y un enfrentamiento sordo entre facciones que están esperando al técnico para saber si es de los propios o de los ajenos.
Martino contra la melancolía
Pese a todo, Martino empieza bien la temporada. Le han dicho que el Barcelona tiene que recuperar la presión en todo el campo de los primeros años de Guardiola y esa presión hace que al Levante le caigan siete. Le han dicho que debe ser algo más vertical y le da a Cesc mando en el medio del campo. Le han dicho que Neymar es el futuro del club pero que no debe colisionar con el presente, es decir, con Messi, y hace lo posible para que la integración de uno no choque con las necesidades del otro.
A mediados de septiembre, el Barcelona es líder invicto de la liga y ha ganado la Supercopa ante el Atlético de Madrid, aunque de manera angustiosa. Visita Vallecas y gana 0-4. Cuando sale a rueda de prensa esperando los elogios llegan palos por todos lados: ¿Qué es eso de perder la posesión?, ¿qué es eso de marcar goles al contraataque? Durante unos días, no se habla de otra cosa, justo hasta que Messi primero recae de su lesión en el bíceps femoral y después es investigado por Hacienda por un desfalco cifrado en millones de euros.
Con la estrella lesionada para dos meses y con un importante lío en la cabeza, lío del que participa, cómo no, su padre en su figura de asesor, el Barcelona intenta reformarse alrededor de Neymar, que responde en un principio por encima de lo esperado. Para el mes de enero, el Barcelona lo ha ganado todo menos un partido, en Pamplona, Llega al Calderón con posibilidades de igualar el récord de puntos en una primera vuelta pero empata en un partido durísimo.
La diferencia de cinco puntos con el Madrid no parece suficiente. Obviamente, el Barcelona no juega a su mejor nivel pero no es la primera vez que pasa: el principio de la decadencia se vislumbró en 2012, después del Mundialito, se consolidó en 2013 con Roura y los amagos de autogestión y sigue ahí, claro, porque al fin y al cabo nadie en el club ha hecho nada por evitarlo. El equipo gana pero las críticas crecen: Piqué no defiende como antes, Xavi no organiza como antes, Messi no ataca como antes. El equipo se convierte en una continua nostalgia, la personificación de la melancolía dentro y fuera del campo.
Un equipo triste, sin corazón, con miedo a fallar porque cada fallo se analiza con rigurosidad escolástica.
¿Qué hace Martino entonces? Se paraliza. Se bloquea. Intenta agradar a todo el mundo y no agrada a nadie. Neymar se lesiona, Puyol se lesiona, Bartra y Sergi Roberto empiezan a jugar algunos minutos pero nunca los suficientes, las alineaciones empiezan a automatizarse, como en los peores tiempos de 2013. La mujer de Iniesta pierde el hijo que espera y el mediocampista lógicamente se pierde algunos partidos, el caso del fichaje de Neymar traspasa las barreras de la prensa y llega a la fiscalía: Rosell es imputado y acaba dimitiendo, el jugador y su familia quedan bajo la sospecha de colaboración en un posible delito fiscal multimillonario, Messi sigue intentando cerrar su propio acuerdo con Hacienda… En pocas jornadas de la segunda vuelta, el Barcelona no solo ve cómo le adelanta el Atleti sino que incluso el Madrid se pone cuatro puntos por delante.
Cuando a Martino le recuerdan que no es nadie
Estamos en marzo. Neymar ya ha vuelto pero no ha vuelto, está perdido y ansioso; Cesc ha entrado en su bajón anual y Messi ya no es Maradona todos los días aunque sus números sigan siendo de escándalo. El Barcelona se juega la liga en el Santiago Bernabéu y gana. No solo gana sino que mete cuatro goles ante un equipo que destaca por su solidez defensiva. Las crónicas del día siguiente se mueven entre el optimismo bufandero y la enésima crítica: venció, sí, pero no convenció. Hay jugadas pero no hay juego. Hay estrellas pero no hay conjunto.
Por supuesto, es cierto: el Barcelona juega por impulsos y lo sorprendente es que Martino, que ya no tiene nada que perder, siga bloqueado. Sin embargo, también es un poco injusto: este hombre ha venido en mitad del caos y ha llevado el velero a cien metros de la orilla, ¿de verdad tiene sentido que le critiquemos cada semana porque no enfila bien las olas? El equipo juega mal a veces y muy mal otras, como en San Sebastián, donde a Martino no se le ocurre otra cosa que echarse la culpa a sí mismo antes de que se la echen los demás, antes de que Salvador Sostres le diga en su columna de El Mundo con su desprecio de señorito: «El Tata no es nadie». Interiorizar el desastre en vez de decir que no tiene equipo o acusar al presidente de no hacer suficientes fichajes.
El presidente, por cierto, ahora es Bartomeu, que está metido en plena campaña de referéndum para ampliar el estadio por una millonada que no se sabe si el Barça tiene o no. Es a él al que le toca defender a su club de la sanción que le ha impuesto la FIFA por contratación irregular de jugadores menores de edad. Lo hace de una manera curiosa: no solo no niega la irregularidad sino que se enorgullece de ella, se ampara en los eternos valores de La Masía, manchando así de paso la gran institución barcelonista, insiste en que lo que hay que hacer es cambiar las reglas para adaptarlas al Barcelona y no al revés y, en un gesto que no pasa desapercibido, anuncia que va a investigar quién se ha chivado, quién es la mano negra que no paga los impuestos de Messi, no muestra los documentos necesarios del fichaje de Neymar y no cumple los reglamentos de la FIFA pese a ser advertida varias veces por la propia Federación Española.
Este, y no otro, es el club que tiene que entrenar Martino, lo que no quiere decir ni mucho menos que lo haga bien: para empezar, el equipo sigue desmadejado y no sabe a lo que juega. A principio de temporada, Mascherano ha dicho que se juega mejor a tres toques que a treinta, ignorando por qué Pep Guardiola ha hecho de él uno de los mejores defensas centrales del mundo, es decir, ignorando que a treinta toques el equipo —y él antes que nadie— está menos expuesto que a tres. La sensación es que cada uno va por su cuenta: Puyol anuncia que se va al año siguiente, que no da para más. A la baja del capitán se añade la de otro de los líderes del equipo, Víctor Valdés, que ya ha anunciado tiempo atrás que no va a seguir en el club ni por todo el oro del mundo y que además se lesiona la rodilla de gravedad, perdiéndose el resto de temporada.
En poco más de un año y medio, el Barcelona ha perdido a Guardiola, a Vilanova, a Abidal, a Thiago y sabe que perderá a Valdés y a Puyol. Sus dos estrellas están siendo investigadas por la justicia. Su presidente, también imputado, ha acabado dimitiendo. Su otra estrella ha perdido un hijo. La FIFA le ha sancionado sin fichar durante un año, aunque la verdad es que su director deportivo ya ficha lo justo de por sí. La brecha con la cantera sigue creciendo: nadie del filial sube desde hace dos temporadas y los últimos en hacerlo —Sergi Roberto, Bartra, Tello—desaparecen de las alineaciones.
Entonces, se lesiona Piqué. Luego se lesiona el propio Bartra y Busquets acaba por jugar de central con Song dirigiendo el equipo. Martino insinúa que se va en verano. La prensa insinúa que le van a echar de todas maneras. Suena uno, suena el otro. En esas, el Atlético de Madrid le elimina de Champions en cuartos de final: el partido de vuelta acaba 1-0 pero el Atleti tira tres balones al poste y Pinto, portero de circunstancias, saca dos goles cantados. Al final del partido, le preguntan a Xavi si el resultado es justo. Xavi, el otro capitán, el que queda, responde: «Las oportunidades las hemos tenido nosotros, lo que pasa es que hemos fallado».
Ese es el nivel de autocrítica cara al exterior, ¿cuál es el del vestuario cuando se reúnen y se ven las caras? Iniesta no entiende su cambio, Alves sigue centrando balones a la olla, como en Stamford Bridge en 2009, como si en el área hubiera un Eto´o, un Ibrahimovic, un Villa o incluso un Bojan. Alguien. Pero no, no hay nadie. Desde este verano, el Barcelona ha decidido que en su plantilla de veinticinco jugadores no hay sitio para un delantero centro, aunque sea suplente, aunque sea Mandzukic cabeceando un córner.
Un edificio en llamas necesita algo más que un bombero
Así llega el Barcelona a Granada, aún con opciones de liga, dependiendo de sí mismo. El Tata deja a Xavi en el banquillo pero al menos pone a Cesc en su sitio. Para evitar el embudo, abre las bandas con Pedro y Neymar bien pegados a la cal. En teoría, no es ningún disparate pero en la práctica, todo sale mal. Errores individuales aparte, el Barcelona sigue sin saber por qué juega como juega: un extremo se empeña en lanzar balones al área para que los rematen de cabeza tíos de 1,70 mientras el otro ralentiza el juego cada vez que toca el balón, perdido en el regate, el desborde en carrera, la genialidad para la que fue contratado.
Sí, el equipo juega por las bandas pero no sabe por qué juega por las bandas. No se acuerda de eso de «entro por fuera para romper por dentro y amago por dentro para salir por fuera». No hay matices. No hay reacción. Martino se lamenta en la banda con cada ocasión perdida porque sabe que la liga se acaba o al menos lo intuye. La culpa será suya porque la culpa siempre ha sido suya: cuando era el niño mimado de Messi y ahora que es el responsable de que Messi no brille, cuando mantenía a Xavi pese a su mal estado de forma y ahora que deja a Xavi en el banquillo, cuando no le daba bola a Pedro y ahora que Pedro sigue en su rincón luchando contra el mundo.
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En medio, ya saben, el caos. Un caos imposible, si se piensa, pero un caos que no entra en los sesudos análisis de los lunes, como si uno pudiera jugar en esas circunstancias, en un club con escándalo diario, con persecuciones internas que llegan hasta a su departamento de informática, con investigaciones pendientes de todos los estamentos… Como si uno pudiera entrenar sabiendo que nadie le hace caso y que nadie le defiende. Cesc dice que entrenan más que nunca y los críticos dicen que correr y entrenar no lo es todo. Martino da dos días de vacaciones y los críticos dicen que vaya vergüenza, que son unos niños mimados que no entrenan. Johan Cruyff sale a la prensa y dice: «A Martino nadie le escucha» y puede que sea verdad, puede que nadie en su sano juicio saque un equipo de toque y confección y luego dé la orden de llegar a la línea de fondo y bombear balones a Santillana.
Nunca lo sabremos porque en el caos no hay error pero tampoco acierto. Nunca sabremos lo que habría hecho Vilanova si no hubiera llegado por tres veces la enfermedad. Nunca sabremos lo que habría hecho Martino con un equipo que él hubiera elegido, que hubiera jugado a su manera, una manera que no tuviera que ser necesariamente la nostalgia, el recuerdo de un Barcelona que quizás existió algún día pero que no existió como mantienen sus exégetas: un Barcelona que jugó de un modo con Cruyff, de otro modo con Van Gaal, de otro distinto con Rijkaard y aún de manera diferente con Guardiola. Aires de familia, elementos comunes, sí, pero que cada uno interpretó como mejor supo.
Si algo se le puede reprochar a Martino, si por algo se le recordará, es por su resignación. La resignación a que todo fuera bien o fuera mal sin saber por qué. Su falta de ambición, si se quiere. Algún día, dentro de unos años, se echará un vistazo a todo lo que ha pasado en estas temporadas, cánceres incluidos, y se le verá con mejores ojos, especialmente si acaba ganando algún título. De momento, no. De momento lo que queda es esta crucifixión diaria de alguien que desde hace algún tiempo parece estar en cualquier otro lado menos en el banquillo del Barcelona.
Sea el Barcelona lo que sea, que quizá debería ser lo primero en aclarar, porque si las cosas se hicieron tan mal cuando parecía que se hacían bien, ¿qué nos cabe esperar ahora aparte de un milagro? Martino ha demostrado no ser el bombero que necesita un edificio en llamas. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que las llamas vayan a desaparecer en cuanto Martino se vuelva a Rosario.
A raíz de la publicación en 2012 del libro Naturaleza incompleta. Cómo la mente emergió de la materia, escrito por Terrence W. Deacon, se produjo un espectáculo desagradable del que me enteré al investigar sobre su autor precisamente para escribir una reseña de su obra: fue acusado de plagio. Voy a comenzar esta serie de artículos por esta anécdota porque las cuestiones planteadas y la respuesta que se dio a la acusación son interesantes, sobre todo en esta época de acceso posible a tanta información, y porque el libro en sí y aquello de lo que trata —lo verdaderamente importante— requiere espacio y es mejor solventar las pequeñas miserias antes de entrar en harinas.
La acusación se originó precisamente en la reseña del libro encargada por The New York Review of Books al filósofo Colin McGinn. La reseña es, como pueden ver, muy dura y, en mi opinión, extremadamente superficial. Vamos, que tras leer el libro, pienso que el señor McGinn no se ha enterado de gran cosa (la respuesta que da al propio Deacon me reafirma en esa opinión ). En cualquier caso, esto es lo de menos; lo curioso es que en la reseña se «denunciaba» que en lo fundamental el libro no contenía ideas originales, sino que reproducía otras mejor desarrolladas por, entre otros, dos filósofos: Alicia Juarrero y Evan Thompson. La alusión a esos profesores de filosofía fue la mecha de una denuncia pública por plagio aventada por Michael Lissack, un hombre de negocios y director del Institute for the Study of Coherence and Emergence, un sitio la leche de raruno y del que forma parte destacada Alicia Juarrero, precisamente.
Lo curioso es que el plagio no se basaba en la copia de partes más o menos exactas de las obras de esos filósofos, sino en el uso de sus ideas, que son calificadas como nuevas y originales en su mayor parte. La insistencia pública en que existía el plagio provocó que la Universidad de Berkeley tuviera que realizar una investigación, que no solo exoneró al profesor Deacon, sino que dio lugar a un texto bastante divertido, considerando su origen académico.
El informe es absolutamente demoledor. Deacon alegó que no solo ignoraba la obra de Juarrero (y otros autores supuestamente plagiados), sino que llevaba décadas trabajando en las ideas que había plasmado en su obra y en artículos escritos antes y después. Añadió, además, que muchos de los conceptos tampoco eran originales, sino que habían sido creados y perfilados por otros autores previamente y, finalmente, que las similitudes se basaban en la profunda incomprensión de sus tesis por parte de los denunciantes. Juarrero, para fundamentar sus acusaciones, envió a uno de los responsables de la investigación una hoja de cálculo en la que dejaba constancia de doscientas aparentes concordancias. La cuestión, sin embargo, era más espinosa: no bastaba con presentar esa lista, sino que, al tratarse de un plagio de ideas, era preciso demostrar que su uso por parte de Juarrero era «único» y, por tanto, manifiestamente original. Más aún, los denunciantes desarrollaron un concepto francamente graciosísimo: el plagio imprudente. Se basa en la idea de que, en esta época en la que es muy sencillo buscar referencias a temas concretos en internet, todo autor está obligado a por lo menos citar a aquellos que han escrito sobre aquello que se trata en una obra, para no incurrir en una conducta deshonesta.
La respuesta a las concretas acusaciones es una perfecta muestra de la locura a que puede llevar una expansión desmesurada del concepto de plagio (y de un exceso de autovaloración). Así, no solamente quedaba claro que, con independencia de las similitudes superficiales surgidas del hecho de que se trata de personas que tienen interés en similares campos de estudio, las diferencias de tratamiento eran muy importantes, sino que resultaba acreditado que el plagio era imposible porque una de las supuestas obras plagiadas se había publicado después de que Deacon hubiese escrito la obra que contenía la falsa copia. Y, finalmente, supuestas menciones que para los denunciantes eran inexplicables de no ser producto del plagio, constaban en obras anteriores que los denunciantes tampoco citaban, y una de ellas ¡era precisamente del propio Deacon! Es decir, como con gran sorna se dice en el informe:
Like the allegation discussed immediately above, this allegation is demonstrably false. For as the investigation committee found, «Lissack does not seem to be aware that the Deacon chapter is a lightly edited reprint of Deacon’s “Editorial: Memes as Signs”, published in 1999»,four years before the appearance of Lissack’s «Redefinition of Memes» article. In other words, Deacon’s article was published first, so the ideas in it could not have been plagiarized from an article published years later. If one were to apply Lissack’s logic that conceptual similarity is evidence of plagiarism, then one would have to conclude that it was Lissack, not Deacon, who committed plagiarism. (The University does not contend that Lissack plagiarized Deacon, but it believes that this example highlights the absurdity of the plagiarism claims against Deacon).
To adopt this novel standard for defining plagiarism would create some «interesting» situations. Take, for example, the intellectual arena of human thermodynamics, a topic that both Deacon and Juarrero address in their respective books. Hmolpedia: An Encyclopedia of Human Thermodynamics, Human Chemistry and Human Physics maintains a webpage, HT pioneers, which lists scientists and writers who over the years have contributed theory and logic to the understanding of the thermodynamics of human existence. At the moment the page lists some 505 individuals. How many of these authors would Deacon and Juarrero have to cite to avoid a charge of plagiarism under Lissack’s novel definition? Note that this list does not include either Juarrero or Deacon, both of whom have written on the thermodynamics of human existence. So even the encyclopedic Encyclopedia of Human Thermodynamics may not meet Lissack’s standards of complete citation.
Me ha pasado a menudo que, a raíz de alguna de mis opiniones, alguien me diga «cómo se nota que has leído a» tal o cual autor. Es algo que me divierte, porque casi nunca aciertan los que me atribuyen más lecturas de las reales. Hay que prevenirse contra esta idea de que eso que se nos ocurre, «tan» importante y original, no se le haya ocurrido antes a alguien. Es poco probable. También, en consecuencia, hay que prevenirse contra las acusaciones de plagio; qué pocas veces algo es verdaderamente original. Mi hija suele recordarme una frase que le dije en el MOMA mientras mirábamos una de esas obras maestras que se reproducen inadvertidamente en tantas casas: «el primero al que se le ocurre es un genio, el segundo un imbécil». Supongo que esta frase se la habré copiado a alguien.
Expresos de ETA en el acto de Durango. Foto: Cordon Press.
Con su acostumbrado estilo barroco, que en ocasiones puede hacerle tan incomprensible como Walter Benjamin, el filósofo alemán Peter Sloterdijk ha estudiado concienzudamente lo que él llama la gran empresa del odio y el mercado del resentimiento, uno de los negocios más interesantes de la Europa contemporánea.
Los orígenes de esta explotación psíquica se sitúan tras el triunfo de la Revolución Francesa, aunque había comenzado ya con los panfletistas anteriores al estallido revolucionario y la propaganda contra el Antiguo Régimen. Esta es, sin duda, una de las grandes construcciones burguesas que acabó por volverse contra sus inventores. El rencor, el resentimiento y el odio serán elementos esenciales en las luchas revolucionarias del ochocientos, aunque toman un carácter de empresa global y tecnificada a partir de la Primera Guerra Mundial.
Las mejores compañías que vendieron resentimiento, las grandes sociedades del odio, fueron, en el siglo XX, los partidos de extrema derecha e izquierda europeos. Por la derecha se predicaba el odio contra los extranjeros, los diferentes, aquellos que tenían otra identidad o contra los marginales y heterodoxos, que es lo propio de todos los nacionalismos. Por la izquierda el resentimiento se dirigía contra los ricos, los millonarios, los empresarios, los superiores, las jerarquías, los jefes y los amos.
En los últimos tiempos el mercado del resentimiento se ha ampliado extraordinariamente y abarca no solo todo lo anterior sino también círculos singulares como algunos hombres según grupos de mujeres, los taurómacos para la fe animalista, los cuerpos de policía entre los aficionados a la violencia, muchos industriales para el ecologismo, los enemigos del nacionalismo según los nacionalistas o las víctimas del terrorismo para los simpatizantes del terrorismo. También, claro, los españoles en general, los cuales han heredado el papel de los judíos entre los identitarios periféricos.
Puede decirse que el odio y el resentimiento son en este momento la mercancía política de mayor éxito y la que lleva a gran número de desocupados a seguir las tertulias de televisión y de radio consideradas radicales. Ser rico se ha convertido en un peligro y cada vez menos gente se siente atraída por ese estado civil, aunque cada vez está más extendida la presencia mediática de millonarios amigos del odio y que incitan al odio, especialmente entre el ramo artístico.
Al tiempo que se hace más extensa la mancha de odio y resentimiento, los empresarios que lo explotan difunden una llamada a la alegría que ya habían puesto en circulación Karl Marx y algunos de sus seguidores, como Rosa Luxemburgo en las famosas cartas a colegas y amigos, citadas con esmero por Sloterdijk (Ira y tiempo, Siruela, p.141). En la actualidad los difusores de esta alegría, tan parecida a la de algunas sectas religiosas como Hare Krishna o los jesuitas, son ideólogos del tipo Antonio Negri, que exigen la sonrisa en el rostro del revolucionario agresivo, detenido, preso, condenado o tan solo juzgado.
Este modo de mostrar la superioridad moral del reo y su desprecio por el tribunal burgués compuesto por títeres judiciarios sigue muy presente en nuestro país. Es casi imposible no haber reparado en las sesiones judiciales contra miembros de ETA en las que los acusados se miran con regocijo, se saludan alegremente, ríen chistes o intercambian gestos de cuadrilla con los camaradas que han acudido a la sala. Obedecen a una imperiosa orden de sus superiores y están en sintonía con la imagen del revolucionario romántico.
Luego, sin embargo, pasada la sesión de publicidad de empresa, esta alegría regresa a la sintomatología del odio y a la amargura física implacable. En este sentido era inestimable la fotografía que se hicieron los terroristas liberados gracias al tribunal europeo, tras el derrumbe de la doctrina Parot. Pocas veces se ha visto un grupo de gentes más marcado por la negra melancolía, el derrumbe del ánimo y la catástrofe psíquica. El odio, como ciertas drogas duras, produce euforia al principio, pero deja secuelas irreparables.
Es el tercer mate de la noche, después de los tímidos intentos de Kenny Battle y un jovencísimo Rex Chapman, aún en los Charlotte Hornets. Scottie Pippen se acerca a la línea de tiros libres, mira como para despistar y con una sonrisa en la boca empieza a caminar hacia atrás, hacia atrás, hacia atrás… hasta acabar debajo del aro que está al otro lado de la cancha. Desde ahí empieza su carrera que, como mandan los cánones, acaba de nuevo en la línea de tiros libres, un salto de cuatro metros y setenta centímetros que acaba en mate por los pelos, tan por los pelos como el de Michael Jordan en 1988, el que le sirvió para convertirse en logo de Nike.
No se sabe si el mate es una broma o una provocación o un homenaje. En cualquier caso, honestamente, es mejor que el de Michael porque salta desde más lejos y machaca con más contundencia. La diferencia, obviamente, es la plasticidad. Y la altura. Jordan aquel día no midió bien el aterrizaje pero el despegue fue algo mágico. Los distintos jugadores y aficionados sacan sus cartulinas con un 9 o un 10 pintado y el jurado le otorga 47,2 puntos, la mejor nota de la noche, muy por debajo de lo que Jordan consiguió en Chicago dos años antes.
El siguiente en saltar es Dominique Wilkins y no sabemos cómo le ha sentado el chiste o lo que fuera. Él sigue convencido de que en 1988 mereció ganar, que fue mejor que Jordan y que solo la mercadotecnia de la NBA, unida a la necesidad de que alguien de los Bulls ganara en casa, le robaron el título. Según Nique, el propio Jordan le confesó en su momento: «Tú sabes que has ganado hoy y yo sé que has ganado hoy, ¿qué puedo decirte? Estás en Chicago, eso es todo». A Wilkins le deben una y así es como afronta la competición dos años más tarde. Probablemente así es como le han convencido de que entre en competición junto a la habitual colección de rising stars.
La respuesta, en cualquier caso, es contundente pero rutinaria: Wilkins es tan favorito que parece no necesitar esforzarse. Su carrera ha sido la de un anotador compulsivo cuyo equipo acaba cayendo en primera o segunda ronda de play-offs contra los Boston Celtics, es decir, su carrera ha sido poco más o menos la de Michael Jordan, un duelo que ha hecho de los concursos de mates la cita ineludible en cualquier liga europea que se precie. David Russell saltando por encima de un niño en Don Benito, Wayne Robinson destrozando tableros.
Lo que pasa es que Jordan ya no está para concursos de popularidad y se limita a ver a pie de pista cómo Wilkins hace su típico molinillo a una mano, explosivo pero mil veces visto, y se lleva más puntos que Pippen o que cualquiera de sus otros dos antecesores. Como su asiento está justo delante del de Michael, los dos se parten de risa y acaban chocando manos, como si la cosa tampoco fuera con él.
Por lo demás, la primera ronda nos deja dos mates espectaculares, llenos de potencia, de Shawn Kemp, el jugador más joven de la liga a sus veinte años, un mate con dos balones de la estrella local Billy Thompson y el típico mate de Kenny «Sky» Walker cogiendo el balón a una mano desde la línea de fondo y hundiéndolo en el aro tras volar justo por debajo, girando el codo de manera inverosímil para machacar casi con desprecio. Los tres favoritos —Wilkins, Kemp y Walker— están en la siguiente ronda, queda por descubrir el cuarto. Cuando todo apunta a que el desganado segundo mate de Pippen le servirá para clasificarse, Kenny Smith, el base de los Sacramento Kings, sorprende colocándose de espaldas a la canasta, botando el balón entre sus piernas para que golpee en lo alto del tablero, recogerlo en el aire y machacar a dos manos. Es un mate impresionante y el jurado, por una vez, acierta. El chico se mete entre los grandes.
El nuevo Spud Webb
No es la primera vez que un «bajito» se cuela en estas fiestas. Si Dominique Wilkins no ha repetido hasta ahora el triunfo de 1985 en Dallas, precisamente ante Jordan, no es solo porque los jueces de Chicago fueran especialmente agradecidos con la estrella local sino porque en 1986 se le cruzó el diminuto Spud Webb, su compañero en los Atlanta Hawks, un base que haría carrera en la NBA contra todos los pronósticos y cuyo carisma era difícil de batir en concursos de este tipo. Nadie puede ir en contra de un tipo de 1,69 que se pelea con los Goliaths del planeta…
¿Será Kenny Smith el Webb de la ocasión? No parece probable. Solo faltaría que a Wilkins le hayan hecho participar en esta bufonada para acabar dándole el título a un suplente del peor equipo de la liga… Mucho más rival parece Kenny «Sky» Walker, desde luego. Su primer mate, casi calcado al que le dio el triunfo el año anterior, así lo muestra: un giro de trescientos sesenta grados con el balón pegado al cuerpo finalizando a una mano. Kenny Walker dándolo todo pese a sus lesiones en las rodillas, las lesiones que acabarían con su carrera en los Knicks, en la NBA y que lo dejarían de anotador estrella del IFA Granollers a los pocos años. El jurado le da 49,5 puntos.
El siguiente es Dominique Wilkins. Su primer intento es un desastre y tiene que repetirlo. Cada concursante tiene la opción de repetir un mate por ronda y ahí va Wilkins hacia el aro, el salto de siempre, la vuelta en el aire y la conclusión esperable. Correcto y ya está… pero le dan 48 puntos. Pippen, por saltar desde la línea de tiros libres se llevó 47,2 en la primera ronda, así que se ve que los jueces se van calentando. Terminan la serie Kemp y Smith: el de Seattle casi calca el de Pippen pero peor, más torpe, más desgarbado, saltando desde más cerca. Aun así, se lleva un 47,6. Smith no parece hacer nada del otro mundo: típico balón que bota con fuerza para que coja altura, el chico que salta en carrera, con el impulso detrás, lo agarra en el aire y lo machaca. Sorprendentemente, se lleva un 49,1 y se pone en segunda posición.
Dominique está jodido. Él lo sabe y todo el mundo lo sabe y no está claro que a David Stern la situación le guste. Es el mejor matador de la liga, el mejor del concurso de largo pero no parece estar esforzándose al 100%. Está más de un punto detrás de Kenny Smith y Kenny Walker y un punto a estas alturas es bastante. O los demás fallan o él lo borda… y esperemos que Kemp no nos salga con una maravilla marca de la casa.
La segunda serie la empieza Walker, que deja la puerta peligrosamente abierta: un mate a una mano, desde la línea de fondo tendiendo a la posición horizontal en el vuelo, que recuerda a Jordan y también recuerda a Patrick Ewing, su compañero en los Knicks, el que le aconseja desde los asientos de primera fila. A los jueces no les enloquece, pero le dan un 47,9. Wilkins se lo juega todo en el siguiente salto, así que hace el paripé de discutirlo con Isiah Thomas y Magic Johnson y acaba remontando él también la línea de fondo para acabar con un molinillo a dos manos.
Es su mejor mate de la noche, no hay duda. Puede que no sea lo más creativo del mundo, pero la explosividad con la que salta, la dificultad máxima de mantener en alto el balón con las dos manos y estamparlo contra el aro girando trescientos sesenta grados los brazos convence a los jueces: 49,7… justo tres décimas más de lo que necesita para superar a Kenny Walker. ¿Es de verdad un mate casi perfecto? No lo sé, pero desde luego es un pedazo de mate y, tras el intento de Kemp, que queda en nada, está en manos de Smith que la final soñada entre el campeón y el gran aspirante tenga lugar o no.
Smith necesita un 48,4 sobre 50 puntos posibles para avanzar de ronda. Estira bien los hombros antes de coger el balón, corre hacia la canasta, bota el balón delante de él, lo recoge bastante abajo y lo impulsa hacia arriba. No parece gran cosa. Tiene el mérito de la estatura, de medir solo 1,90, pero de verdad que no parece gran cosa. Hoy día, algo así no tendría sitio en un concurso de mates, todo lo que no sea saltar un coche vestido de Superman ya saben que no vale. Los comentaristas estadounidenses, entre ellos el mítico Doug Collins, están convencidos de que se va a quedar corto, pero el jurado vuelve a sorprender: 49,0. La final está servida.
El día que Trecet se convirtió en un fan más
Antes de Andrés Montes y Antoni Daimiel hubo otra gente: Ramón Trecet, Moncho Monsalve, Esteban Gómez, Vicente Salaner… gente que nos trajo a los niños de los ochenta el baloncesto NBA rodeado de gritos y madrugones y triples de Bill Laimbeer. Este concurso de mates de 1990 es un poco la consagración de esos tiempos, los tiempos en los que Larry Nance rompía las canastas y Roy Tarpley se empeñaba en sabotear su prometedora carrera. Los otros nombres, los que no han pasado a la historia.
Por ejemplo, Dominique Wilkins, que se cansó de perder con los Hawks y acabó fichando por los Celtics en plena reconversión del equipo, pasó por el Panathinaikos de Maljkovic, le ganó una Final Four al Barcelona a medias con Stojan Vrankovic, volvió como estrella, incluso a los treinta y seis años, a los San Antonio Spurs pre-Duncan y todavía tuvo tiempo para ganarse unos cuantos dólares extra en Bolonia antes de retirarse en los Orlando Magic junto a su hermano Gerald.
En 1990, Wilkins es un ídolo en España y Trecet lo sabe, enviado especial a Miami, francotirador en plena madrugada de Madrid donde un niño de doce años ve el concurso en casa de su padre. Sin embargo, a Trecet le gusta llamar la atención y sobre todo le repele seguir la corriente. Es consciente de que Dominique es el favorito, probablemente tenga claro que va a ganar, pero no le gusta su apatía, esa apatía de treintañero que parece estar de vuelta de todo, la estrella que ha decidido apuntarse en el último momento para que alguien vea el concurso.
En la final, cada participante tiene tres intentos y los dos parecen ponerse de acuerdo en desperdiciar el primero: dos mates insulsos, propios de un partido de liga regular y no de un concurso de este tipo. El de Smith consigue dos décimas más que el de Wilkins pero los dos pueden hacerlo mejor, o eso queremos creer, salvo que las piernas empiecen a pesar después de cinco mates y un montón de adrenalina.
Kenny abre el segundo turno y es una repetición del de la primera ronda pero mejorado: a la primera, consigue botar de espaldas el balón entre las piernas y contra el tablero y lo machaca a dos manos también hacia atrás. Si no me equivoco, este es el momento en el que Ramón Trecet se vuelve loco y empieza a gritar: «Quiero que gane él, lo siento por mi hijo Unai pero quiero que gane él. Si Dominique quiere ganar este concurso, que parezca que lo quiere ganar».
Y la verdad es que la pinta que tiene es que no lo va a ganar. Su cuarta derrota en cinco participaciones. A Smith le dan un 49,8 y desde luego no es hora para siestas y rutinas. Wilkins tiene que demostrar su estatus, tiene que justificar los muchos dólares que bajo cuerda le han dado para estar ahí. Lo que intenta es colosal. No muy creativo pero impresionante, como siempre: lanza el balón contra el tablero desde lejísimos y lo coge en el aire a una altura impensable, desde la que lo quiere estrellar contra el aro… pero sin éxito. La sensación de violencia en el pabellón es tremenda. Uno de los comentaristas de la televisión americana dice: «Yo le habría dado el 49,8 solo por el fallo».
Tiene que repetir. Es un momento complicado de verdad porque si falla de nuevo se va todo a la basura pero tampoco puede asegurar con un mate ramplón porque parte con demasiada desventaja… Sin embargo, y contra toda lógica, lo que hace es precisamente un mate ramplón: poca carrera, línea de fondo y molinillo a una mano. El mate que le hemos visto hacer durante diez años. Por supuesto, no es un mate fácil y la extensión del brazo hacia atrás es colosal, pero aquello no puede ir a ningún lado salvo que los jueces decidan que sí, que se merece un 49,7 ni más ni menos, que es lo que deciden para mantener la competición lo más viva posible.
El último mate de Dominique Wilkins
El tongo se huele de lejos y el público de Miami abuchea la decisión. El propio Wilkins se ríe sentado sobre la mesa de anotadores como si no se lo pudiera creer, como si quisiera decir: «No oí tantos silbidos en Chicago en el 88». Smith se queda sorprendido, Collins se queda sorprendido, Trecet directamente grita de indignación. Es el último intento y, pese a todo, Kenny sigue teniendo tres décimas de ventaja pero la sensación es que no va a bastar.
Su tercer mate es ambicioso pero sale mal: la rutina no tiene nada de especial, botar el balón en el suelo y cogerlo de nuevo, pero la carrera que coge anuncia algo espectacular que no llega. La pelota se acerca demasiado al aro hasta el punto de que Smith tiene que agarrarlo con la mano izquierda mientras coge la bola con la derecha y la machaca a aro pasado. No es un mate horrible. Con todo, es mejor que el anterior de Dominique y casi le dieron un 50, pero sabe que con eso no va a ganar y pide repetirlo. Tiene un mate de repuesto disponible y pide que se lo otorguen aunque no haya fallado. Obviamente, la NBA le dice que no y las propias protestas del jugador restan mérito a su mate. El jurado le da un 47,2. Dominique solo necesita un 47,6 para ganar y lo más bajo que ha conseguido en toda la noche es un 47,9.
En fin, Dominique se prepara para su último mate. No tiene mucho que perder, así que igual, con el torneo ganado, se lanza con algo especial. Eso es lo que desean todos los espectadores en Miami y en el mundo, pero no es lo que desea Wilkins, que lo que quiere es irse de ahí cuanto antes y descansar un poco las muñecas antes del partido del domingo. Corre tranquilamente hacia el aro y solo acelera un poco al final para elevarse y hacer de nuevo el molinillo, esta vez a dos manos. La decepción es enorme pero se lleva mejor con los 49,2 puntos que le da el jurado y los veinte mil dólares de premio que le entrega Gatorade, una minucia comparada con su caché por participar.
El público abuchea pero da igual. En el fondo es el inicio del fin de Dominique, arrasado por los años de títulos y dominio total de Michael Jordan. Seguirá cuatro años más en Atlanta, incapaz de llegar a una sola final de conferencia y discutiendo con Mike Fratello. No bajará de los 25 puntos por partido porque eso parece imposible, o al menos no bajará hasta que cumpla treinta y cautro años que no está nada mal. Sin embargo, la pasión no está, se la ha dejado en algún lado. Probablemente en cada anillo que puebla la mano derecha de Michael Jordan, en cada niño que ha decidido que los mates de Harold Miner son más divertidos.
Tiempo atrás hablé un poco del asunto del libre albedrío a raíz de un artículo de Jerry A. Coyne. Básicamente defendía que me parece absolutamente ingenua y autocontradictoria la idea de que dada una entrada (un input) en nuestra mente solo cabe un resultado y que, por tanto, no existe una conciencia que nos permita escoger. Las consecuencias de esta tesis son tan absurdas, considerando, no lo que sentimos, sino la ubicuidad de las leyes de la física, y la complejidad de lo que hay y de lo que falta, que en la práctica solo una visión infantilmente mecanicista es compatible con aquellas. En estos artículos me moveré en el terreno previo: el de lo real, el de las causas de lo que sucede y la aparición de lo absolutamente improbable, para terminar con una hipótesis sobre ese fenómeno tan difícil de explicar que llamamos conciencia.
Espero que tras estos artículos se animen a leer Naturaleza incompleta, la obra de Terrence W. Deacon. No porque resulte absolutamente satisfactoria —algo además imposible—, sino porque los asuntos de que trata y la aproximación a los mismos que propone merecen el esfuerzo. Aclaro que se trata de una obra de lectura difícil. En parte esto es responsabilidad del autor, que no ha sido capaz de simplificar algunas explicaciones (algo que creo era posible), pero en su mayor parte la dificultad es intrínseca.
La ciencia trata de lo material, de lo que está ahí. Sus éxitos avalan esta estrategia. Asume que solo aquello con características físicas definidas —masa, carga, momento…— tiene incidencia causal. Sin embargo, hay dominios «difíciles». La propia ciencia es un producto que carece de las cualidades —o mejor dicho, de las cantidades— de lo material. Sucede lo mismo con todo aquello a lo que atribuimos cualidades referidas a algo, al menos aparentemente, «ausente» en el mundo material, como las de valor, función, propósito o significado. Están ausentes y, sin embargo, la mayoría de nosotros cree y la totalidad de nosotros actúa como si tuvieran alguna forma de existencia e influyeran en lo que hacemos. Por decirlo de otra forma, todo lo que nos representamos es o un espejismo causal, un epifenómeno, o algo diferente de aquello material en que supuestamente se encarna, como lo demuestra el que una configuración idéntica podría significar algo completamente diferente y que podemos representar lo mismo a través de «formas» distintas de lo real.
Hasta hace muy poco tiempo, las explicaciones intencionales, teleológicas, prevalecían y la potencia causal de la conciencia se imponía. Todo lo atribuíamos a algún tipo de yo superpoderoso, a un dios que modela las cosas conforme a un diseño espiritual. La filosofía, primero, y la ciencia, más tarde, fueron lentamente venciendo a esos sujetos más allá del tiempo e introduciendo explicaciones que iban excluyendo la necesidad de su existencia en cada vez más parcelas. El último golpe, en el dominio de la evolución de la vida y de sus productos (entre ellos la mente que se conoce), lo dio Darwin, al postular una explicación invertida: el resultado de la evolución no era querido ni diseñado por nadie, simplemente se preservaba, entre cantidades ingentes de combinaciones aleatorias. El punto fuerte de partida sería el siguiente: las leyes de la física informan lo que hay —el Universo— desde el primer momento, por lo que toda causa —que ha de ser de naturaleza física— está disponible y no cabe aludir a fenómenos ausentes o representados como fuente o mejor dicho motor de «arrastre». Lo que hay ahora no sería más que una —algunos dirían inevitable— de las posibles formas de barajar lo real. Curiosamente, estas explicaciones introducen conceptos metafóricos portadores de «quintacolumnismos», como cuando Dawkins habla del «relojero ciego» o se alude a que somos máquinas sin «alma». La máquina es el peor ejemplo posible: las partes y el todo se diseñan para lograr algo y presuponen una mente que piensa. El organismo, sin embargo, no es producto de una suma de partes, sino un todo dinámico evolutivo. La metáfora se usa para escenificar un mundo aparentemente duro y frío, en el que nuestros anhelos y valores son cuentos infantiles, pero su elección es desafortunada. No podemos ser máquinas, porque no hay relojero. Y si no somos robots con un programa diseñado para hacer algo, hay que preguntarse qué somos y más aún, por qué sí somos capaces de diseñar máquinas y programas para lograr fines. Y hacerlo además sin cartas marcadas, sin pedir el comodín de una caja negra explicativa, de un dualismo de nuevo cuño, en el que la adecuación a un fin se dé por sentada, evitándonos el problema, como si en vez de ciencia hiciéramos ciencia ficción y considerásemos que el amor forma parte de la urdimbre del Universo al modo de Dan Simmons en su saga Hyperion.
Para fijar su postura, el autor va introduciendo neologismos que en la mayor parte de las ocasiones están justificados. Es importante comprender su significado para no perderse en alguno de los niveles ascendentes que van apareciendo. Uno básico es «entencional»: lo usa para referirse a todo aquello construido u organizado para la consecución de algo que no es intrínseco al fenómeno en cuestión, a todo lo que se completa con una actividad dirigida. Es muy importante porque agrupa no solo los fenómenos que relacionamos con la conciencia, sino todos aquellos procesos vitales que se explican por su valor para la supervivencia y la copia, situados en el nivel más bajo de organización dinámica de un cierto tipo específico, el capaz de introducir un mecanismo causal orientado a un fin.
El autor recuerda cómo el análisis del mecanicismo causal dominante ejecutó a tres de las cuatro causas aristotélicas, manteniendo solo la causa eficiente. La causa material sería redundante, pues se identifica con lo real, mientras que la formal y la teleológica serían simples descripciones «a posteriori». Sin embargo, versiones mejoradas de los conceptos de causa formal y final podrían servir para describir la evolución «normal» y «anormal» de la realidad: la causa formal explicaría la evolución natural («ortógrada» la denomina el autor) de la materia en niveles micro y macroscópicos conforme a principios tan poderosos como el segundo de la termodinámica, mientras que la causa final volvería a entrar de la mano de una cierta geometría de lo material, centrada en su parte negativa, y consagrada en formas dinámicas emergentes que transforman la evolución ortógrada de sus partes en movimientos «contrágrados». Ya veremos esto en mayor profundidad.
Otro problema filosófico de los de toda la vida que se recupera en el libro, animándolo con un nuevo contenido, es el de los universales; es decir, el problema del realismo frente al nominalismo, o por decirlo de una forma simplificada, el de si los modelos representados son reales o se trata de simples generalizaciones a partir de las similitudes útiles, descriptivas, de los únicos objetos con existencia real: los objetos individuales. Curiosamente, todo el pensamiento científico (con la excepción de algún «exaltado» —permítanme la coña— como Penrose) ha terminado considerado anatema la idea del realismo, a pesar de que el propósito general que puede obtenerse mediante programas dispares sea tan obvio y se encuentre presente en cualquier aproximación que utilice conceptos como el de información y función. Resulta, en suma, sintomático, que las supuestas metáforas epifenoménicas que deberían ser residuos didácticos terminen ocupando, en algunas disciplinas, la mayor parte de las reflexiones y logros concretos. Esto puede ser síntoma de alguna falla fundamental.
La apuesta del autor se basa en dos pilares: no hay que buscar nuevas leyes físicas para explicar lo que hay, por improbable que resulte, pero sí hay que postular la aparición de formas de causalidad basadas en una restricción de lo posible. La riqueza del mundo y, en particular, de la vida y de ese fenómeno majestuoso que llamamos conciencia (y sin el que no estaríamos discutiendo de nada y yo no escribiría en Jot Down un artículo que con seguridad les está encantando) es producto de una explosión del orden que se origina en una aristocrática menor libertad. Al leer el libro inmediatamente pensé en una desviación de ese principio a algo conocido: las restricciones formales (piensen en las reglas de un soneto o el modelo clásico de desarrollo temático) no obstaculizan la creatividad. Más aún, pese a lo que se haya sostenido en ocasiones, no hay arte informe, sin reglas, sin un canon. Otra cosa es que una obra de arte sea la primera de un canon nuevo, pero nunca se identificará como tal sino por referencia a «algo».
Esto, que parece muy esotérico a primera vista, tiene, sin embargo, como iremos viendo, una plasmación muy concreta (aunque como punto de partida). No obstante, antes de entrar en ella es preciso comprender por qué, para Terrence Deacon, los modelos mecanicistas tradicionales no eluden el «problema del homúnculo». Me explicaré. Tradicionalmente se achacaba a muchas explicaciones del funcionamiento de la mente el que, llegados a un punto determinado, terminaran incluyendo un homúnculo, una especie de hombrecillo o de agente encubierto dentro de nuestra mente que decide y valora nuestras respuestas tras recibir los estímulos del exterior. Naturalmente, que aparezcan homúnculos o fantasmas de homúnculos en muchas explicaciones no es sino un síntoma de que existe algo que tenemos que desentrañar. Lo interesante, sin embargo, es que algunas denuncias del problema lo reproducen a niveles inferiores y solo parecen una solución mientras no se analizan en detalle. En cierto sentido resulta inevitable. La alternativa (por ejemplo, la hipótesis conductista) de convertir la mente en un sencillo mecanismo de entrada y salida, al margen de su simplismo, renunciaba a explicar por qué creemos que existe una conciencia y que actuamos conforme a ella.
Como decía, el homúnculo no es solo una mala solución, es también un síntoma de un problema que debe ser resuelto. Dice Deacon:
Nos han enseñado que Galileo y Newton mataron al homúnculo aristotélico del primer motor, que Darwin mató al homúnculo del relojero divino, que Alan Turing mató al homúnculo del pensamiento incorpóreo y que Watson y Crick mataron al homúnculo del élan vital, la esencia invisible de la vida. Aun así, el espectro de los presupuestos homunculares proyecta su sombra incluso sobre las empresas científicas más sofisticadas tecnológicamente y con un enfoque más materialista. Está esperando en la puerta del «Big Bang» cosmológico. Se esconde tras los conceptos biológicos de información, señal, diseño y función. Y ciega el acceso al funcionamiento de la consciencia.
No se trata de hablar de aquellas versiones, como el diseño inteligente, que se introducen como explicación completa de las preguntas sin respuesta (eso simplemente no es ciencia), sino de considerar aquellas que funcionan como zonas de sombra que dejamos para más tarde, al modo de fortalezas en el camino de una invasión. La cuestión no es si esto es legítimo, que lo es, sino si es admisible cuando las zonas de sombra se refieren a elementos basales de nuestras hipótesis. Estos son los homúnculos peligrosos para la empresa científica y, a veces, pasan inadvertidos. En cuanto a lo que nos ocupa, esto sucede cada vez que se da un salto injustificado de lo entencional a lo no entencional, basado en un reduccionismo y fragmentación que no explican suficientemente dicho salto. O, viéndolo desde el otro lado del espejo, cuando no se explica sino nominativamente, usando el truco de lo que los juristas llamamos predeterminación del fallo, cómo relaciones materiales son capaces de organizarse, ateniéndonos a esas leyes de la física y la química que consideramos el todo de nuestra visión mecanicista del mundo, para producir un sistema dinámico orientado a un fin.
No quiero alargar excesivamente este primer artículo, por lo que no entraré en detalles, pero ejemplos muy agudos de estas explicaciones homunculares son expuestos por Deacon en relación a la idea del ADN como plano o programa (en particular como programa completo), de la gramática universal innata postulada por Chomsky y sus seguidores, o del ejemplo del mentalés propuesto por Pinker en El Instinto del lenguaje. Son formas de confusión del mapa con el territorio, que dejan de lado elementos esenciales en el desarrollo del organismo y del lenguaje, y que exigen, al final del camino, un homúnculo traductor que permita la analogía con el modelo computacional. Por desgracia, ¡sí hay un homúnculo que explica la computación que se produce en un ordenador! Ese homúnculo es el diseñador humano. Pero ¿dónde está el diseñador protohumano dentro de nuestro cerebro o en qué consiste? Esas preguntas han recibido respuestas extravagantes, como las pampsiquistas, que ven en todo retazos de conciencia potencial, y otras que gozan de gran popularidad, como las que, dando la vuelta a los procesos termodinámicos, encontraron medidas objetivas de información que podían servir para convertir configuraciones físicas en una suerte de computadores, del que la mente solo sería un ejemplo especialmente complejo. El problema de estas tesis es que usan términos que tienen un contenido muy específico en su campo científico, pero de forma ambigua. Las configuraciones posibles y sus mediciones estadísticas como forma de calcular la capacidad de transmitir información no explican suficientemente el salto desde la información bruta a su interpretación coherente. Ahí es donde, en una teoría computacional de la mente, aparece nuevamente el insidioso homúnculo. Y lo mismo sucede con las teorías que dividen a nuestro duende en porciones cada vez más pequeñas y simplificadas, en miniprocesos que se concretan en elecciones, produciendo un fenómeno metafóricamente equiparable a lo que sucede con el colapso de la función de onda en el mundo cuántico. Lo que acaece entencionalmente en esos microprocesos realizados, elecciones entre caminos posibles, sería el equivalente del mundo físico clásico y la «tendencia» realizada sería la manifestación mínima (ya no reducible) que explicaría, simplemente por su acumulación organizativa, la capacidad causal de los seres vivos, en particular de los más encefalizados. Esta explicación plantea, sin embargo, problemas muy serios al no distinguir entre el fenómeno de la vida y otras organizaciones (algunas de enorme complejidad) de naturaleza inorgánica a las que ya me referiré en próximos artículos y a los que, incluso potencialmente, resulta muy difícil atribuir cualquier tipo de propósito.
En cualquier caso, ahí se mantiene, incólume, el centro de lo problemático cuando nos referimos a los seres vivos y la mente. Si estamos en lo cierto, hubo un universo en el que cualquier cuestión entencional resultaba superflua y las explicaciones mecanicistas —con los límites que veremos en otros artículos- bastaban. Ahora nos encontramos con actos (nuestros y de todos los seres vivos) que influyen en lo que sucede, basados en fines representados, y esas explicaciones ya no parecen suficientes. Sin embargo, la posición dominante en el mundo científico es que no existe el problema teórico, sino que es la vulgarización de nuestro insuficiente conocimiento. La idea es que una comprensión profunda de la estructura y funcionamiento de nuestro cerebro eliminarán el problema al demostrar que cualquier propósito es simple consecuencia de una compleja computación reducible a una máquina de Turing. El autor recurre metafóricamente al golem del folclore judío y a los zombis, pero lo hace no para dedicarse a la lírica de los seres inanimados (aunque tenga algún arrebato ocasional), sino para plantear el problema en toda su crudeza: ¿por qué hay espejismos y fantasmas de agentes en nuestras mentes si no hay función que los requiera? ¿Por qué el golem evolucionó para convertirse en el Roy de Blade Runner y pelear por vivir más allá de los requerimientos de su programa diseñado por el dios de la biomecánica? Además, la teoría computacional de la mente olvida que, por mucho que deban existir procesos físicos para que una máquina real procese un algoritmo, el algoritmo es «algo» diferente de esos procesos en que se encarna. Y ese algo más está fuera del software y el hardware. Solo el homúnculo sabe que el algoritmo se refiere a algo fuera de su proceso físico, corresponde a algo con un propósito, algo que además no puede expandir su capacidad de conocer más allá de su programa por su propia limitación intrínseca. La tesis del autor es que la expansión solo puede entenderse como consecuencia del cambio evolutivo, que impone desde fuera una solución gordiana al análogo problema de la no detención de las máquinas de Turing. Así, si somos capaces de comprender más porque nuestra maquinaria se transforma, eso quiere decir que la relación de correspondencia con aquello a que se refiere el algoritmo no puede ser un producto de la propia computación, sino algo diferente, que nace desde el ruido y el caos, liberándose del diseñador de la máquina y de su programa.
Por hoy creo que es suficiente. Empezar a vislumbrar en qué consiste ese algo diferente será objeto de próximos artículos.
Una de las razones por las que Gomorra me pareció una obra fascinante es el punto de vista que adoptó Roberto Saviano para escombrar Nápoles. En algunos pasajes asemejaba un pintor callejero de mujeres soles; en otros, un imberbe deslumbrado ante la sórdida belleza del crimen, acaso un motorista licencioso al que, antes que el tráfico, incumbía el trémulo visillo de un ventanuco. Había en el Saviano de Gomorra una suerte de precursor de Jep Gambardella, el pseudobartleby de La gran belleza; un Gambardella, entiéndase, que aún no hubiera malbaratado sus sueños entre lingotazos de cinismo.
Aquel Saviano perplejo da paso, en CeroCeroCero, a un escriba recluido en el ancho mundo, lo que determina que la obra sea, antes que un reportaje, un informe; todo lo condimentado y embellecido que se quiera, pero un informe al fin y al cabo. Por eso, entre otras razones, carece de making of, si bien este rasgo no deja de constituir un alarde de coherencia: el making of de Saviano ya no es otro que la más ultrajante tiniebla. En este sentido, y como no puede ser de otra forma, la obra hurta al lector las condiciones en que se efectuaron las pesquisas, las entrevistas, los rastreos (aunque la mayoría de los capítulos, insisto, desprenden el inconfundible aroma a naftalina de los expedientes policiales). Hay una incógnita, empero, a la que no dejo de dar vueltas: ¿Consumió Saviano cocaína para elaborar su ensayo? No parece una cuestión irrelevante, máxime teniendo en cuenta esos apartes pseudopoéticos consagrados a la fisiología de la euforia.
Paradójicamente, el embozo del oficio abre la espita de la hinchazón retórica. En otras palabras: ante la imposibilidad fáctica de incrustarse en el relato (lo que no se puede decir, no se debe decir), Saviano estampa su sello en forma de absurdos tautológicos del tipo «México no se puede definir. Es solo México. Es México y basta», o prodigándose en el caracoleo sabihondo del que está de vuelta del infierno mismo, abusando hasta la náusea de sentencias a lo «tú, lector, que crees saber y no sabes un carajo…». Las casi quinientas páginas de CeroCeroCero, en fin, dan para un cuaderno de agravios, entre los cuales habrían de figurar esa pulsión alucinada por la que cada mafia es más sanguinaria que la precedente, o el intento de anabolizar el texto con la especie de que el negocio de la coca no es sino una versión refinada (nunca mejor dicho) del capitalismo, o la insinuación de que el tráfico de cocaína por parte de las FARC es menos execrable que el que practican los cárteles, quién sabe si en virtud de una ignota derivada del «comercio justo», o la porfía en aseverar que la cocaína gobierna el mundo, sin que medie en tal aseveración el menor asomo comparativo con el sexo, el juego o la industria armamentística.
Lejos de mi intención aplicar a Saviano la reticencia que emplearía para recomendar o denostar el último bistró del Ensanche. Remedando al Semprún de La escritura o la vida, que se interrogó acerca de la presunta inmoralidad de que Buchenwald fuera susceptible de ennoblecimiento literario, me pregunté si no sería impertinente desenvainar el bolígrafo rojo con un autor que, al cabo, se juega algo más que la vanidad y los royalties.
Me dije que sí, que no habría peor desprecio que enterrar el reportaje en la clase de elogios maquinales que reservamos a los críos que adolecen de impericia.
También me dije que CeroCeroCero, aun siendo cautiva del personaje Saviano, es un portentoso mapeo del siglo, y que entre sus méritos ha de contarse su semejanza con Contra el cambio, de Martín Caparrós, para quien, obviamente, también el vector que regía el mundo no era otro que el de su negociado, en este caso, el cambio climático. No obstante, a diferencia de la multicrónica de Caparrós, Saviano se halla atrapado en un siniestro damero que no le permite más treguas que las de la magra nostalgia de futuro, la de aquellos días en que surcaba la bahía en una barquichuela y todo, incluso el prurito de estar vivo, se hallaba por delante.
No osaría decir que la lectura de CeroCeroCero debe ser una ordenanza cívica, pero estoy convencido (y ni siquiera firmemente) de que el progreso de la humanidad pasa por familiarizarse con el empeño de un hombre que, luego de sufrir la amenaza de la camorra, ha tomado la audaz resolución de retar a todas las camorras del mundo, cristalizando en pavorosa verdad la expresión «huida hacia delante», que a partir de ahora ya no podrá emplearse en vano.
Paulino Uzcudun saluda a Joe Louis antes de un combate en 1935. Fotografía: Bettmann / CORBIS.
Hay dos lecciones que sacar de La edad de oro del boxeo, la modélica antología de crónicas pugilísticas de Manuel Alcántara que acaba de publicar Libros del KO (no podía ser una editorial con otro nombre), con esmeradas introducciones de Teodoro León Gross y Agustín Rivera, más un fraternal epílogo de Garci. La primera de ellas es que el boxeo es el único deporte al que nadie llama juego, en sentencia famosa del histórico cronista. La segunda, que el periodismo deportivo se puede hacer con clase y estilo. Ambas lecciones resultan subversivas.
El boxeo, como la decencia inmobiliaria, estuvo muerto en España un tiempo largo pese a haber dado campeones tan ejemplares como Javier Castillejo, y solo últimamente parece que repunta algo la afición en los gimnasios urbanos, en las veladas regulares de Sanse o Leganés, en las barriadas de chándal y periferia. El mismo Alcántara, en la entrevista que incorpora el volumen, afirma que la crisis puede estar alimentando las dosis de frustración necesarias para desahogarse pegando. Si Alcántara tiene más razón que De Guindos, entonces pronto veremos a los profesores de pilates gloriosamente derrotados por pegadores de doce onzas.
Al boxeo se le llama «noble arte» desde que John Sholto Douglas, noveno marqués de Queensberry (y padre del amante de Wilde), estableció doce reglas para golpearse del modo más caballeresco posible. Pero la nobleza, si llega, llega después; antes hay que estar bastante mal de la cabeza y pasar mucha hambre para elegir la carrera sacrificial sobre el ara de las dieciséis cuerdas. Así ha sido siempre y así sigue siendo: he tenido algún contacto con boxeadores profesionales o amateurs y ninguno había salido precisamente de La Moraleja. Pasé un tiempo haciendo guantes con un ingeniero extremeño que estudiaba oposiciones y tenía una izquierda como para descontracturar lomos de elefante. Y otro, empresario vasco, cambiaba la corbata por el casco sin perder la elegancia. Excepciones, en todo caso.
El boxeo tiene sus haters entre el clero vigilante de la opinión pública, sin llegar tampoco al campo semántico del genocidio hasta el que han desplazado la tauromaquia. Es lógico, tratándose la nuestra de una sociedad entrañable, dominada por la obsesión infantil de soñarse prósperos, perennes y confortables a la vez y de continuo según el modelo triunfante de la publicidad. En el toreo se mata a unos animales que mugen como en los audiolibros infantiles de Miprimeragranja pero con mayor verismo y vierten litros de sangre aparatosa sobre la arena, mientras que en el boxeo se imprime a rostros humanos vistosas tumefacciones y, si estás a pie de ring, te pueden caer unas gotas de sangre tibia, de sudor caliente o directamente un protector bucal con diente dentro. Es la clase de espectáculo que explica de qué va la cosa en este valle, y es la clase de mercancía que no hay forma de colocar a una masa de consumidores cuya edad mental, en las sociedades desarrolladas, se ha cifrado en los doce años exactos. Quince todo lo más, si vivimos en Finlandia.
Por eso hay que crearle un relato digerible al boxeo. El cine americano y el New Journalism nos han acostumbrado al relato redentorista del púgil-cenicienta que escapa de la miseria por la fuerza sostenida de sus puños y la áspera disciplina del saco, conociendo en el mejor de los casos la gloria de la mansión neoclasicista, el jacuzzi petado de modelos y el albornoz insuperablemente hortera. Hasta en The Wire hemos visto al arquetípico entrenador que monta un cuadrilátero en el suburbio para reeducar a los trapichas reeducables. En la España de los sesenta el pobre con cojones y fiebres de triunfo se metía a torero o a boxeador. Y cuando sucedía esto segundo, un hombre estaba allí para contar la ascesis de los campeones, el triunfo del nacido perdedor, la insania reglada del único deporte que no es un juego. Marca ficha a Manuel Alcántara en 1967 como cronista fijo de boxeo en sustitución del mítico Fernando Vadillo, que había sido uno de los fundadores del As. En aquel momento los periódicos deportivos fichaban a poetas, España era la primera potencia boxística de Europa y los combates rivalizaban en popularidad con los partidos de fútbol. Las masas acudían al Campo del Gas o al Palacio de los Deportes para corear los golpes de Legrá, Carrasco, Durán, Urtain, Fernández o Evangelista. Una quincena de los mejores combates de entonces están contados por la mano maestra del columnista malagueño en este librito primoroso que desempolva, además, una sintaxis periodística eficaz y amena, precisa y hermosa, ligera y honrada, proponiendo al decaído espíritu del oficio un canon imperecedero —el canon alcantareño— para el género de la crónica, si es que sirven de algo las antologías.
Ha sido algo terrible. Carrasco es proclamado vencedor por puntos. Nadie olvidará este combate. Ni ellos. No quiero ser pesimista, pero si de algo me ha servido presenciar centenares de peleas es para saber cuándo un combate se queda dentro de un boxeador. Estas batallas son las que minan. Las que acortan las carreras. Las que hacen explicable la tartamudez y la mirada desvaída. Ha sido algo de una grandeza épica, pero también ha sido un disparate desde el punto de vista racional. Nosotros lo hemos querido.
Este fragmento de la crónica de la reyerta —más que pelea— escalofriante entre Miguel Velázquez y Pedro Carrasco de junio de 1969 me parece formidable. Alcántara ya había ganado el Premio Nacional de Poesía, pero puesto a contar combates estrena un estilo de conmovedora cortesía hacia los hechos, un estilo móvil y rítmico que fluye con viveza, un estilo en donde el contenido siempre exige su forma y no al revés. Del Alcántara cronista lo que más me gusta es la honestidad del juicio personal intercalado en los hechos que lo piden —crónica ha de ser información más opinión— y la capacidad para ser plástico sin dejar de ser transparente. Esa es una gracia muy intransferible de ciertos escritores. A veces el poeta deja su pincelada, una metáfora —«el ring tiene algo de tarima de la gloria y también algo de patíbulo»— o una referencia culterana, pero la textura general impone la eficacia sobre el adorno. En sus frases aún no se habían desgastado los adjetivos de tanto extremarlos, y la palabra «épica» conservaba toda su fuerza: había que meditar mucho antes de descargar esa enormidad con justeza.
Pero más allá de la cuestión estilística hay en estas crónicas un tono de insobornabilidad que las encarecen mucho, por contraste con la venalidad que hoy exhibe el pobre gremio. El ejemplo más hermoso lo brinda en 1971 la primera de las tres peleas entre la estrella local Carrasco y el norteamericano Mando Ramos, que le tangaron clamorosamente a Ramos porque para eso se peleaba en Madrid y el árbitro era un nigeriano complaciente. Alcántara se indigna, titula «Un boxeador: Mando; un título: Carrasco», y empieza citando el «No es esto de Ortega» para dar paso a una hábil pedagogía que está inscrita en la misión del periodismo:
¿Hace falta proclamar que al gran muchacho y al gran boxeador que es Carrasco le tenemos no solo admiración, sino cariño? El cronista aspira de la benevolencia de sus lectores que no duden esto. Pero también implora que no confundamos la gimnasia con la magnesia y que no empequeñezcamos el concepto de patria. Pedro es el nuestro y el público se volcó en su favor e hizo muy bien. Hay que apelar a un sentido universal de la justicia para que reconozcamos todos que la decisión que le dio al de Huelva el título que merece fue anómala y arbitraria. (…) Quizá sea pronto para reconocerlo y los lectores, o los millones de espectadores que presenciaron la contienda en la pantalla de televisión, tienen, entre otras, una ventaja sobre el cronista: no están obligados a la objetividad. Por eso, acaso reconozcan, cuando pase un poco de tiempo lo que yo afirmo ahora: así no. Los héroes —y Pedro Carrasco lo es— no necesitan limosnas. Aunque el donativo sea de muchos millones.
Así salió el Marca el día después de un campeonato mundial de boxeo que entronizó a un campeón español. El mismísimo New York Times citó la pieza de Alcántara para cargar de razón su denuncia del robo sufrido por el norteamericano. Ahora imaginen ustedes que la Roja gana injustamente el Mundial. A ver quién es el suicida que antepone la ecuanimidad al chovinismo más grosero y al silogismo de tertulia cafeínica.
Esta independencia es posible en Alcántara porque respetaba su oficio y porque amaba el boxeo. Reseñar combates era su trabajo y lo cumplía con seriedad profesional, sin inmiscuir sentimentalidades calenturientas ni narcisismos autobiográficos. El último fogonazo de magnesio, la última lección que nos da este libro no es de boxeo sino de periodismo: reivindica esa suerte de subjetividad objetiva desde la que debiera escribir todo cronista para contar lo que han visto sus ojos, solo lo que han visto sus ojos y nada más que sus ojos, sin mirar de reojillo al patrón, al público o al colega.
La portada de Marca mostraba otro más de sus juegos de palabras: Arvydas Sabonis en la Acrópolis, delante del Partenón y un titular a cuatro columnas: «El partidón». El Real Madrid debutaba en una Final Four, ocho años después de aquella final que perdiera contra la Cibona de los hermanos Petrovic, Sabonis venía de ganar la Copa del Rey y el equipo dominaba la liga con una superioridad que anunciaba un triplete como en los tiempos de Ferrándiz.
El rival era el Limoges, es decir, la versión francesa de la Cenicienta. Equipo combativo, habitual de recopas y copas Korac, con un palmarés más que digno pero una plantilla que no parecía estar a la altura de la competición, tenía a Michael Young, exjugador del Fórum Valladolid, como estrella, rodeado a sus treinta y dos años de una guardia pretoriana francesa, rocosa… los Dacoury, Bilba, Forte y compañía, dirigidos con maestría por uno de los bases más infravalorados de la historia: el esloveno Jure Zdovc, precisamente el que empezara la descomposición de la portentosa selección yugoslava cuando fue obligado a retirarse de la concentración en pleno Eurobasket de 1991.
En cualquier caso, Zdovc y Young no eran sino piezas en un ajedrez que controlaba el entrenador, Bozidar Maljkovic, el mismo que había llevado a la Jugoplastika a dos copas de Europa y al Barcelona a una tercera final antes de pelearse con medio club, Aíto García Reneses incluido, y acabar sustituido por Manolo Flores. Maljkovic, el hombre que había maravillado al mundo con su juego de equipo, rápido, veloz, equilibrado en el juego interior y exterior… se había convertido de repente en un jefe de fontaneros, jugando a puntuaciones hasta entonces desconocidas, desesperando a contrarios, cronistas y espectadores, jugando a ser algo así como su propio antídoto.
El resto de esta historia la saben: el Real Madrid perdió los nervios en el momento decisivo y el Limoges le pasó por encima tirando de intensidad: 26-36 al descanso, 52-62 al final del partido, Redden colgado de Sabonis y Ricky Brown directamente desaparecido. Young anotó 20 puntos, casi todos cruciales, y los franceses celebraron aquello como si fuera un título, como si no les quedara aún una montaña casi infranqueable por delante.
Cuando los griegos llamaban a la puerta
A principios de los noventa el dinero no estaba en España. Con la excepción de Sabonis y quizás Arlauckas, que jugaba en el Taugrés, los mejores jugadores se repartían por la liga italiana y la liga griega con una arrogancia que ahora provoca una sonrisa. En Atenas, sede de la Final Four, distintos millonarios planeaban sus transatlánticos de las siguientes dos décadas: Olympiakos, Panathinaikos, AEK… equipos de baloncesto listos para dar el paso a lo grande, llenando sus plantillas de viejas estrellas de la NBA y de los mejores jugadores de la antigua Yugoslavia, la antigua Unión Soviética…
Con todo, en marzo de 1993, el centro del baloncesto griego seguía siendo Salónica. El Aris se descomponía entre disputas de Gallis y Giannakis con la directiva. A su sombra, crecía el PAOK, el equipo liderado por Fassoulas y que contaba desde años atrás con uno de los mejores anotadores del continente, para variar yugoslavo, aunque con el habitual pasaporte griego: Branislav Prelevic, un ajeno a las convocatorias de la «plavi» pero que ya le había ganado una recopa al CAI, había estado a punto de ganarle otra al Real Madrid y acabaría sus años en el PAOK levantando una Korac ante el Stefanel Trieste, antes de perder otra recopa contra el Taugrés de Manel Comas y Velimir Perasovic.
Prelevic y Fassoulas no estaban solos: la directiva del PAOK había aprovechado la cita en Atenas para tirar la casa por la ventana, que es algo muy griego si lo piensan: Cliff Levingston había llegado de los mismísimos Chicago Bulls para pasar de ser un reboteador intenso con un papel mínimo en la NBA a gran estrella anotadora de un posible campeón de Europa. Junto a él, el ya veterano pero siempre eficiente Ken Barlow y el imprevisible Korfas, aquel bajísimo base-escolta que tiraba los tiros libres a una mano e incluso los triples, si le dejabas, la mecánica más rara que se podía ver en aquellos tiempos.
El PAOK tenía enfrente un reto colosal: superar las múltiples decepciones del Aris. Llevar a Grecia la primera Copa de Europa de su historia. Eso y Toni Kukoc, claro, no lo olvidemos, porque su rival en semifinales era ni más ni menos que la Benetton de Treviso, el equipo más caro que el dinero podía comprar junto a, quizá, Il Messaggero de Roma.
Una leyenda de veinticuatro años
La irrupción de Toni Kukoc en el baloncesto europeo solo es comparable a la de Arvydas Sabonis. Sí, por supuesto, en medio está la contundencia anotadora de Drazen Petrovic, su carisma, su dominio completo del juego y de lo que no era el juego, pero ese toque mágico, silencioso, de talento puro, impredecible, la capacidad de cambiar el partido sin necesidad de alharacas y ni puños al aire, había sido patrimonio de Sabonis en los años ochenta y ahora lo era de Kukoc. A sus veinticuatro años, el croata había ganado tres copas de Europa con la Jugoplastika, un oro mundial, dos europeos y dos platas olímpicas. Era distinto igual que lo era Sabas: su estatura no se correspondía con sus cualidades sobre la pista: tiraba maravillosamente bien, corría como un alero y sobre todo dirigía los partidos como un base.
Eso, que ya se veía en Split, se reforzó en Treviso. La Benetton ganó esa puja pública en la que se convirtió su fichaje y de la que se retiró, aconsejado por Phil Jackson, Jerry Krause, el general manager de los Chicago Bulls, un hombre realmente obsesionado con el croata, hasta el punto de plantearse prescindir de Scottie Pippen para hacerse con sus servicios. Una vez ahí, el multimillonario equipo verde se llevó la liga italiana, que no era cualquier cosa, rodeó a su gran estrella de otras estrellas menores como Stefano Rusconi o Terry Teagle y completó el cinco inicial con Massimo Iacopini y Marco Mian, dos de las pujantes promesas de la Italia que fuera subcampeona de Europa en 1991.
El choque entre transatlánticos, dirigidos ambos, por supuesto, por exyugoslavos: Dusan Ivkovic del lado griego y Petar Skansi, del italiano, se lo llevó la Benetton de Toni Kukoc por una exigua ventaja de dos puntos (79-77) después de que el PAOK se viniera abajo como un flan en los últimos minutos de la segunda parte, una segunda parte horrenda donde las defensas acabaron con los ataques y donde se empezó a ver algo que ya se venía rumoreando: a Kukoc el baloncesto había dejado de divertirle y el baloncesto europeo aún más. Su superioridad era tal, que a menudo prefería limitarse a ejercer de base que amasa la bola y busca el pase genial en vez de explotar todas sus características de rebote, tiro y penetración. Los triples de Iacopini y una canasta final de Ragazzi tras pase del propio Kukoc, que rozó el triple doble, evitaron la tragedia.
Aquella Benetton acababa de ganar la Copa de Italia a la Knorr de Bolonia, la mítica Virtus de Brunamonti, Pregdag Danilovic y Bill Wennington, pero daba síntomas de flojera, de desgana. Con todo, obviamente, eran los máximos favoritos para la final. Kukoc ya había podido con su maestro Maljkovic en 1991 y nada apuntaba a que esta vez fuera a ser distinta. El Limoges era demasiada poca cosa para aquel Titanic de la moda. O eso parecía.
El último partido europeo de Toni Kukoc
La carrera de Kukoc en Europa, al menos su carrera como jugador de club, acabaría unos meses más tarde, con una estruendosa derrota en Bolonia que le daría la liga a la Virtus. Sin embargo, para muchos, el último recuerdo es el de aquel partido del 15 de abril de 1993 en el Pabellón de la Paz y la Amistad de Atenas. El final de Kukoc en Europa y el final de lo que significaba Kukoc en Europa, es decir, el final de la magia, de lo imprevisto, antes de la invasión de la pizarra yugoslava como principio y fin de todo, finales en las que los equipos apenas superaban los 40 puntos.
Vamos al partido: los primeros diez minutos son una delicia, una lección de Kukoc culminada casi siempre con una canasta de Terry Teagle. El croata está en todos lados: va al rebote como un animal, saca la pelota él mismo para dar un pase a una mano o penetrar y doblar o simplemente volver loco a Jure Zdovc, que se encarga de su marca y se carga enseguida con dos personales. La Benetton gana 17-8 con once puntos de Teagle y ayuda interior de Stefano Rusconi, al que Redden no puede parar. Enfrente, solo ante el peligro, la zurda en suspensión de Young.
En las gradas semivacías, un pequeño grupo de seguidores italianos luce una pancarta que pone «Kukoc = Dio» y cantan, no me pregunten por qué, el «Porrompompero» de Manolo Escobar. La ventaja llega a los 11 puntos. Limoges lleva 8 puntos en 13 minutos y Maljkovic tiene que pedir tiempo muerto. El resto de la primera parte sigue el mismo camino: Limoges no quiere correr y a la Benetton le parece bien. Los ataques son lentísimos, prolongados hasta el último segundo: Teagle se va hasta los 15 puntos pero cuatro tiros libres y una canasta de Redden dejan la ventaja en seis al descanso: 28-22. Entre los dos equipos suman 50 puntos. El público se duerme en sus butacas.
En cualquier caso, para la Benetton la cosa va bien: el peor escenario posible, el que han querido evitar desde el principio, sería que los franceses cogieran una ventaja, como ante el Madrid, y hubiera que remontarla. En ese sentido, Maljkovic hace con el Limoges lo mismo que con la Jugoplastika: cuando muerde la presa no la suelta, y así hasta la desesperación. Además, Zdovc no ha aparecido y el capitán, Dacoury, tiene ya cuatro faltas. ¿Hay motivo para la preocupación? Honestamente, no.
Menos aún cuando Kukoc, pantalones cortitos y ceñidos que le hacen aún más espigado, más pantera rosa, bota con su mano izquierda, manosea el balón, se mete por el centro, rectifica, se escora a su izquierda y tira una suspensión desequilibrada a tabla que supone el 37-29 a los seis minutos de la segunda parte. En la siguiente jugada, Teagle anota su decimoséptimo punto y la Benetton vuelve a los diez puntos de ventaja… solo que en esa jugada Teagle se lesiona el tobillo, cojea, pone cara de dolor. Dacoury vuelve al partido, Maljkovic se la juega con Bilba, que responde anotando pedruscos a tabla, taponando, cogiendo rebotes imposibles… Young anota y culmina un parcial de 0-10 que coloca a Limoges por delante: 43-44 a falta de ocho minutos; Kukoc se desespera subiendo el balón despacito, despacito, que nadie corra, que nadie se asuste.
La suspensión elegante convertida en gesto desgarbado
La Benetton parece agotada. Peor aún, los jugadores de la Benetton han llegado a ese momento de toda final en el que un equipo se borra, deja de querer estar ahí, los tiros se quedan cortos, las piernas pesan… Kukoc anota un triple con el defensor encima y luego otro completamente solo, suspensiones que recuerdan a aquel junior que en Bormio 1987 le metiera 11 de 12 a los Estados Unidos. El problema es que Teagle no puede casi ni andar, que Iacopini está escondidito en su esquina, que Mian no sabe qué hacer… y que Bilba se basta para acabar con cualquier resistencia. Jim Bilba, el pívot que apenas llega a dos metros y que ya machacó al Real Madrid en semifinales, convertido en héroe de la Copa de Europa de 1993, otro rebote y otro mate y después la quinta falta de Stefano Rusconi, de lejos el mejor de su equipo, con sus perspectivas NBA y su aire de Rocco Sifredi noventero.
Terry Teagle sale para hacer la del cojo; Butter, el melenudo Butter, que en su vida se ha visto en una de estas, anota un tiro libre y pone el marcador en 52-55 para Limoges. El Pedro Barthe francés se desgañita en Antenne 2, Kukoc sube la bola, como siempre, y en vez de ordenar jugada o complicarse la vida, se levanta desde detrás de la línea de tres puntos y, por supuesto, anota. Falta un minuto y el croata sigue con la misma expresión desganada de principio de partido, la mirada puesta en Chicago, el despiste defensivo que le obliga a hacer falta a Bilba, el omnipresente Bilba, ante el «uno más uno» más importante de su vida.
Quedan 41,8″. Si Bilba falla el primer tiro libre no habrá un segundo pero Bilba no ha llegado hasta ahí para ponerse ahora a fallar así que anota tranquilamente los dos tiros y pone a su equipo por delante 55-57. La bola la tiene Kukoc y no la va a soltar. Eso lo sabe todo el mundo y Maljkovic, el entrenador rival, el primero. Zdovc sigue intentando defenderle como puede, le niega el centro, le estampa contra el débil bloqueo de Iacopini, que desde luego no es Rusconi, le acorrala en una esquina y cuando por fin parece que Kukoc ha conseguido escapar de la vigilancia y ha encontrado hueco para tirar un nuevo triple, el que todos tenemos claro que dará la victoria a su equipo… aparece Frederic Forte para puntear el balón en plena suspensión y quitársela así de las manos.
Esa es la última imagen que nos queda de Kukoc en Europa: la suspensión elegante convertida en un gesto desgarbado, la cara llena de miedo, sin ganas siquiera de protestar al árbitro. El Limoges acaba ganando el partido 55-59 tras varias series de tiros libres. Un equipo de Bilbas y Fortes que aún tendrá tiempo de repetir Final Four en 1995, todo para caer humillantemente ante el Real Madrid, aún con Sabonis, ya con Arlauckas. Kukoc, ya saben, perdió también la liga italiana y se fue a Estados Unidos a engordar y provocar los celos de Pippen. Cuando todo se puso en orden, se lió a ganar títulos con Michael Jordan. Al acabar su etapa de gloria todo el mundo apuntó a un regreso europeo por todo lo alto pero no llegó nunca: mejor los dólares y la tranquilidad de Philadelphia y Milwaukee. El talento sin sospechas. El único hombre capaz de ganar tres veces la Copa de Europa y la NBA y dar la sensación de que, si él hubiera querido, habría ganado cinco.
Eduardo Madina con Paloma Rodríguez, Rubalcaba y Soraya Rodríguez. Foto: Cordon Press.
Nos miramos al espejo abrazados a nuestra bullanga y nuestra barra de bar. Nos admiramos divertidos en nuestra improvisación permanente. Y, a lo mejor, hasta tenemos nuestro rollo, pero políticamente, España es el país con la política más aburrida de Europa. Llevamos años siendo un soberano coñazo. Discursos huecos, inexistente pelea interna en los partidos, teocracia en los grupos parlamentarios, dirigentes inanimados, debate público reducido al alma y arma de tertuliano. Y, de repente, llegó la fiesta.
El nuevo escenario político igual no es tan complejo; solo más divertido. Los líderes de los partidos mayoritarios se afanan en encontrar la pócima mágica de su conexión con la gente porque no han entendido que la política, simplemente, vuelve a apasionar. Y que el mensaje tiene que ser radical, emocional, fundamental… o se evapora.
El electorado ha pasado a ser también espectador. Y, como todo público, exige participar y que no le aburran. Algunos se mesarán esos cabellos que nunca se despeinan en público: «¡Oh no, la noble política convertida en un espectáculo público!». Sí. Y no tiene nada de malo. La gente tiene sed de argumentos, novedades y, claro, también caras. La consecuencia es que, por fin, la política genera expectación, interés y, claro, también audiencia.
Ya no vale el veraneo ideológico del centro y colgar el cartel de «Do not disturb» en los mensajes políticos. Ahora toca ser auténtico en las formas y en el contenido. Creerse lo que dicen. Ahí está el futuro de la política. Podemos y UPyD son quienes mejor lo han entendido. Consiguen hacer pasar sus mensajes, bien a través de la simplificación de los símbolos o del refinamiento de sus eslóganes. Pero siempre tienen claro cuál es el titular de sus intervenciones. Si no te gustan, al menos les coges tirria. Pero no te dejan indiferente y han sabido generarse una imagen de cambio y una credibilidad. Han obligado a los otros a reaccionar y contrarrestarlos. A los partidos tradicionales les falta gritar: «no vale el gol, ha disparado a trallón», y les critican por tirar de demagogia, como si la demagogia no valiera para vender coches, entradas de cine o justificar guerras.
Por eso el PSOE tiene ahora no una oportunidad, sino su último billete para cruzar la laguna Estigia. Es un partido desmigajado, que, al igual que el centroizquierda europeo, carece de paradigma, de un tronco al que agarrarse, de dos o tres ideas base a las que volver en tiempos de tormenta. Además, en España navegan sin líder y con una base menguante. Eduardo Madina y Pedro Sánchez tienen un reto: conseguir lo que no han hecho en sus primeras intervenciones: desterrar esa imagen de cuñado y/o yerno perfecto.
No hace falta salir con camisas arremangadas para acercarse a la gente, como parece haberles aconsejado pavlovianamente (o pablovianamente, visto el atuendo habitual de Pablo Iglesias) algún spin doctor. No se trata de llevar chaqueta o no, sino de emocionar, algo que ambos olvidaron en su estreno. Parecen atenazados por el miedo a generar rechazo, cuando el motor de cualquier político (siempre que no sea democristiano) debería ser decir cosas que generen enfado, envés inevitable de despertar emoción y sumar admiración. Obama gasta camisas arremangadas y sonrisa de prime time y lleva cinco años y medio engorilando a la base republicana, ya sea con Medicare o la reforma migratoria. Hollande no ha molestado a casi nadie.
Con las horas, y demasiado poco a poco, vamos percibiendo que Edu Madina apuesta por un partido a la izquierda que tenga a IU como socio preferente, y Pedro Sánchez por un partido más centrado. Madina no pone reparos, sino límites, a una consulta en Cataluña, y Sánchez opone una visión más restringida de la Constitución (aunque ambos se desdijeron de sus primeras respuestas, Madina para no parecer radical y Sánchez para no perder votos en el PSC). Madina quiere conquistar al nuevo público de izquierdas surgido desde el 15M, que ahora sí acude a las urnas, y a los desencantados del PSOE, mientras Sánchez quiere horadar el terreno de UPyD e incluso del PP. ¿Y por qué no lo dicen todo un poco más claro?
Matteo Renzi (treinta y nueve años), nuevo primer ministro italiano, entendió esta nueva política antes que nadie. Generó curiosidad en la base, desdén en los apoltronados, se hizo con el partido sin pactar con el ala vieja, clarificó su discurso y cambió las formas de hacer política. De un plumazo, el resto de candidatos parecieron anticuados. Desde que ha llegado al Gobierno, lleva un decreto ley votado cada diez días. Algunos lo llaman caricatura. En realidad es solo cambio. Fue el único líder del centroizquierda europeo que arrasó en las elecciones europeas.
Por el bien del PSOE, los hasta ahora chicos obedientes Madina y Sánchez deben subrayar sus diferencias, no limarlas. Deben demostrar si son políticos de esta nueva fase o de la antigua. Ese cambio, imprimir pasión a su discurso político, es más importante para el PSOE que los matices ideológicos que imprima cada uno de ellos si se hace con la secretaría general del partido. Eso sí que parece una cuestión primaria.
Leo Messi empezó la temporada como la había acabado: retirándose cojo del Vicente Calderón al poco de empezar el partido. En medio no habían pasado pocas cosas: de entrada, una gira por medio mundo que en un principio levantó muchas dudas acerca de su conveniencia física —cuidar un bíceps femoral de avión en avión es un método cuando menos curioso— y que lleva camino de acabar directamente en los tribunales. Para continuar, pese a ganar la liga sumando 100 puntos y precisamente para paliar el devastador efecto de la ausencia de Messi en el último tramo de la temporada, el Barcelona decidió adelantar su opción de compra sobre Neymar y traerse al brasileño, en principio como un complemento de lujo, algo así como lo que el propio Messi fue en los tiempos de esplendor de Ronaldinho.
El fichaje dio guerra desde el principio y no fue porque en el Barcelona no se encargaran de recordarle a Neymar que dijera en cada entrevista que él venía a entrenar. Pronto se empezó a apuntar que se trataba de una operación multimillonaria destinada a eclipsar al astro argentino y conseguir su venta en un corto plazo de tiempo. ¿Por qué? Nadie lo sabía a ciencia cierta pero eran los tiempos en los que en torno al Barcelona se desarrollaban todo tipo de teorías conspirativas que en muchas ocasiones acabaron siendo verdad: los guardiolistas acusaban a Messi de haberse cargado la esencia del juego de posición; los antiguardiolistas, a su vez, le acusaban de haber sido el niño mimado durante demasiados años y obligar al equipo a jugar a su ritmo, a su voluntad.
De él se dijo que renovaba jugadores según su relación personal con ellos y determinados medios no tardaron en referirse a él como «el pequeño dictador». Rosell no se encargó de desmentirlo, su renovación se estancó, el propio Johan Cruyff salió en medio de un partido de golf a decir que si él fuera Messi se iría del club o, más bien, que, con Neymar ya fichado, qué pintaba Messi ahí.
No era el mejor recibimiento posible para un tipo que había ganado cuatro Balones de Oro seguidos y que era el máximo favorito para ganar el quinto: bota de oro destacado del curso anterior, excelente actuación en la Champions hasta su lesión y título de liga ante su gran rival, Cristiano Ronaldo. Lo que pasa es que hasta ese momento Messi había parecido no ya un jugador de dibujos animados sino de Playstation. Infalible. Imparable. Que fuera a seguir siempre así nadie lo dudaba. Cuando se retiró del Calderón en la ida de la Supercopa y falló un penalti en la vuelta —por cierto, aquel título se ganó con un gol de Neymar— empezaron las primeras dudas.
Las lesiones, Hacienda y Jorge Messi
Sin embargo, el principio de temporada de Messi no fue precisamente malo: dos goles al Levante, tres al Valencia en su campo, otro al Sevilla justo antes de decidir el partido con un sprint de treinta metros que dejó el balón en botas de Alexis para empujarlo y, como debut en Liga de Campeones, tres goles al Ajax de Amsterdam. En total, nueve goles en cuatro partidos a los que habría que añadir otros dos en los siguientes partidos de liga, el último de ellos en Almería, minutos antes de recaer de su lesión muscular y tener su primer parón de la temporada.
Sin Messi las cosas no le fueron mal al Barcelona. Con el barullo habitual dentro y fuera del campo, el equipo ganaba y seguía líder. Neymar cumplió con su condición de estrella por encima quizá de algunas expectativas y se echó al equipo a sus espaldas. Cuando Messi volvió en Pamplona, como suplente, inició una extraña racha de partidos sin marcar. Parecía ausente, trotón, como si tuviera miedo a lesionarse de nuevo. Algunos empezaron a hablar de su compromiso con la selección argentina, de una intención poco profesional de reservarse para llegar al cien por cien a la cita; intención, que entendemos, no existía cuando marcaba los goles de tres en tres.
La explicación era más fácil: Messi seguía cojo. El 10 de noviembre de 2013, recién empezado su partido contra el Betis en Sevilla, volvió a retirarse andando lentamente con la cabeza hacia abajo. La quinta lesión muscular en siete meses.
Esta vez, Messi paró más tiempo, lo que no quiere decir que la realidad le diera margen para la tranquilidad: si en septiembre Hacienda ya le había requerido el pago de varios millones de euros defraudados en temporadas anteriores, una cantidad que rondaba los diez millones, el mes de diciembre complicó aún más las cosas: Jorge Messi, el padre del jugador, volvía a la primera plana de los periódicos por su presunta desviación de fondos de los partidos de la citada gira benéfica de verano a cuentas opacas. ¿Hasta qué punto sufrió Leo esa doble, incluso triple batalla? ¿Cómo le afectó ver a su padre metido en todos esos fregados? Imposible saberlo, pero si asumimos que los jugadores no son robots, es de suponer que en algo le distraería.
No quedó ahí la cosa: en diciembre se peleó con el vicepresidente económico por un «quítame allá esa renovación» y por primera vez se empezó a sentir realmente cuestionado. El tipo llevaba catorce goles en catorce partidos oficiales, varios de ellos incompletos, pero se siguieron deslizando los rumores de poca profesionalidad: no corre hasta que no renueve, no se compromete porque quiere ganar el Mundial… En ninguna mente pareció entrar que, después de siete años en el podium del Balón de Oro, cinco lesiones consecutivas, un cambio de entrenador y hasta dos investigaciones judiciales en torno a sus ingresos, el chico podría dejar de ser perfecto. No, tenía que ser vagancia, indolencia, burla…
El desastre de la Copa, el desastre de la Liga
En ningún momento ese estallido contra Messi se vio tan claro como tras la final de Copa que el Barcelona perdió contra el Real Madrid en Valencia. Hay que dejar claro que para entonces el Barcelona ya era un despelote: Valdés había anunciado su retirada y después se había lesionado, camino inverso al que recorrió el otro gran pilar del vestuario, Carles Puyol; Iniesta venía de ver cómo su mujer perdía un hijo tras varios meses de gestación, Rosell había dimitido tras descubrirse una serie de chanchullos en el fichaje de Neymar que afectaban a toda la institución, el propio jugador —y su padre, para variar—, incluidos.
Por si fuera poco, la UEFA prohibió cualquier fichaje por prácticas irregulares en lo único sagrado que quedaba: la cantera.
En esa situación, Messi jugó un mal partido ante el Madrid. Venía de marcarles tres goles en el Bernabéu, justo cuando se jugaba la liga, pero ese día no estuvo bien. Dudo mucho que fuera el peor jugador del equipo y desde luego dudo mucho que el juego tuviera ya alguna importancia en un club en el que incluso el entrenador sabía que no iba a seguir el año siguiente. Los palos que recibió Leo tras ese partido fueron impresionantes y se resumían en el pernicioso algoritmo: «No ha jugado al cien por cien, no corre como antes, se desentiende de las jugadas… por consiguiente, es un vago, un mal profesional, se está burlando de la afición». Ya saben, ese largo etcétera que acompaña a cada estrella que en un momento dado da muestras de debilidad.
A partir de ahí, la situación ya no mejoró, y no es que el jugador no hiciera méritos para ello: de acuerdo, desapareció en la eliminatoria contra el Atlético de Madrid y hubo un partido en el que, según los que entienden el fútbol como una prueba más del decatlón, corrió muy pocos kilómetros. Que un tío que ha tenido cinco lesiones esprintando deje de correr podría tener una explicación física y no solo mental, pero, en fin, reconozcamos que a Leo se le veía algo desconectado. Pese a todo, marcó el gol de la victoria contra el Athletic de Bilbao, el gol de la victoria ante el Villarreal y el primer gol, el que hubiera supuesto tres puntos de no ser por la pasividad absoluta de la defensa, ante el Getafe.
Ningún jugador de la liga había dado más puntos a su equipo con sus goles… pero las críticas seguían ahí. Ya no era perfecto siempre. Ya no regateaba desde el medio del campo y sorteaba piernas hasta batir al portero rival. Ya no bajaba a defender en esfuerzos de cuarenta metros para recuperar un balón… Messi aún podría haber dado el título de liga al Barcelona de no haber anulado el árbitro un gol legal que suponía el 2-1 en el partido contra el Atleti pero dio igual. Las crónicas coincidieron en su fracaso.
El último trote cochinero de Leo Messi
Y en esas hemos llegado al Mundial. Ese Mundial donde se supone que Messi va a arrasar porque se ha estado arrastrando a propósito con el Barcelona, 41 goles y 14 asistencias en 46 partidos aparte. El primer partido ha consolidado lo que se venía apuntando: Messi estuvo perdido durante buena parte del encuentro, muy fallón, muy mal colocado en el campo y con un trote cochinero que ya se apuntaba cuando rozaba los 100 goles por año natural. Nada que no se hubiera visto durante el año porque el problema, lógicamente, no era la renovación —ya firmada— ni las ganas de reservarse —ya fuera de todo sentido— sino cualquier otro. Vaya usted a saber cuál: la paternidad, Hacienda, los problemas de su padre, el miedo a lesionarse por enésima vez…
Eso no quiere decir ni mucho menos que Messi no pueda acabar ganando el Mundial. El gol que marcó ante Bosnia lo demuestra, una jugada que hemos visto mil veces: diagonal de fuera adentro, rivales en el suelo y balón pegado al poste ante la estirada inútil del portero. Messi en estado puro, pero no un Messi nuevo, el mismo Messi que marcó tres goles en Mestalla o en el Bernabéu, un Messi de chispazos, un Messi buenísimo, desequilibrante, probablemente aún el mejor jugador del mundo incluso medio cojo y descentrado.
También puede ser que suceda lo contrario: que Messi vuelva a ser el media punta perdido del primer tiempo y el papel de Argentina se diluya como sucedió en 2010. No sería de extrañar y no sería una tragedia. Messi no es perfecto siempre y no lo es porque no quiera sino porque eso es imposible. Olvídense. Han jugado demasiado a simuladores donde sus estrellas marcaban partido sí, partido también. Eso, en la vida real, no sucede.
Leo tiene veintisiete años aún y muchos años de calidad por delante. Puede que este sea un bajón momentáneo y vuelva a lo más alto en los próximos meses, en los próximos años. Puede que le toquen tanto las narices que ese regreso al estrellato sea en cualquier equipo menos el Barcelona. También puede que este nuevo Messi sea el Messi que quede después de sus lesiones y sus vómitos, es decir, un tipo que en su peor versión casi consigue la Bota de Oro. Imposible saberlo. El debate lógico sería si todo el juego del equipo se puede centrar alrededor de un jugador que ya no es infalible pero supongo que seguiremos con esta duda constante, esta suspicacia de nuestro tiempo: gente que solo entiende que falles porque tú te lo has propuesto así, una extraña forma de autosabotaje.
Federer y Djokovic en el último Wimbledon. Foto: Cordon Press.
La historia empieza con 5-2 para Djokovic en el cuarto set. El serbio ya ha ganado dos de los tres anteriores y, siendo sinceros, incluso el que ha perdido se lo podría haber llevado perfectamente. Federer parece perdido o, más bien, resignado. Su reino ya no es de este mundo. No tiene la velocidad ni la precisión de los veinticinco años, cuando arrasaba por todo el circuito. Le queda la calidad y un conocimiento de la pista central de Wimbledon propio del que ha jugado la final nueve veces, pero no parece suficiente: Djokovic ha roto para 3-1 y luego para 4-2 después de que el suizo amagara con remontar. En el siguiente saque ha aumentado la ventaja.
¿Qué queda? Un silencio enorme en la grada, volcada con su viejo ídolo y la sensación de que su incapacidad para leer el saque le ha costado la final. Se puede vivir con ello pero fastidia. Con treinta y dos años, casi treinta y tres, tiene ese horrible presentimiento de estar agotando una última oportunidad. Djokovic es mejor y Djokovic, además, ha jugado mejor, cosa que no siempre hace en las grandes finales, tres consecutivas perdidas en Wimbledon, US Open y Roland Garros, estas dos últimas contra la gran némesis de los dos jugadores: el español Rafa Nadal.
Aparte de tristeza, o melancolía, hay un poco de alivio. Federer ha restado mal pero por lo demás su partido ha sido impecable. Nada que ver con la crisis de 2013, ese Sergey Stakhovsky encadenando servicios sin respuesta, las continuas bolas de break perdidas contra jugadores fuera de los 100 primeros de la ATP, el mejor jugador de la historia peleándose en hierba, tierra y cemento con una raqueta enorme que no sabe manejar mientras su mujer le anuncia que se ha vuelto a quedar embarazada. Esta vez, para completar el póquer, de gemelos.
El final podría haber llegado ahí, en la gira de verano por Hamburgo y Gstaad o en la decepcionante derrota ante Tommy Robredo en octavos de final del US Open, incapaz de nuevo de dar una a derechas con el servicio rival. Nadie le habría culpado. Diecisiete Grand Slams, más de trescientas semanas como número uno, el juego más elegante que se recuerda y cuatro hijos que alimentar. Le sobraban los motivos.
Sin embargo, Roger perseveró. Perseveró hasta meterse de nuevo en el Masters de 2013 y encadenar finales y semifinales a principios de 2014 incluidos los títulos en Dubai y Halle y la final en Montecarlo, algo con lo que nadie soñaba. Los expertos intuían que su gran objetivo del año solo podía ser la esquiva Copa Davis pero los resultados le llevaron hasta el número cuatro del mundo justo antes de empezar su torneo favorito. Victorias ante Lorenzi, Müller, Giraldo, Wawrinka —el único capaz de romperle el servicio una vez en todo el torneo— y Milos Raonic hasta llegar a esta final ante Djokovic. Dos sets a uno en contra y 5-2 en el cuarto, momento en el que, decíamos antes, la historia empieza.
El relevo generacional
Desde enero de 2004 solo tres hombres han llegado al número uno de la ATP. Teniendo en cuenta que es un sistema algo complejo que cuenta semana a semana los puntos acumulados durante las cincuenta y dos anteriores, el hecho es inaudito. Solo Connors, Borg y McEnroe se acercaron, copando el número uno de 1974 a 1983. El problema es que los tres de ahora no solo siguen ahí después de diez años y medio sino que no hay ninguna razón para pensar que no lo vayan a estar mucho tiempo más. Incluso si Nadal y Djokovic se lesionaran para el resto de la temporada es complicado pensar que uno de los dos no acabaría como número uno del mundo, esa es su enorme diferencia con respecto a los demás, la misma que antes demostró Federer.
Otra muestra del dominio es que alguno de los tres ha estado en todas las finales de Grand Slam que se han disputado desde el Open de Australia de 2005 cuando Marat Safin le ganó el título a Lleyton Hewitt. A lo largo de sus carreras, Federer ha ganado diecisiete torneos de Grand Slam, Nadal se ha llevado catorce (incluyendo nueve veces el mismo, Roland Garros) y Djokovic lleva seis y unas cuantas finales desperdiciadas por el camino. Empezaron muy jóvenes y nadie ha llegado por detrás. Wimbledon 2014 pareció por un momento que iba a ser el momento y el lugar del famoso relevo generacional pero nos hemos quedado con las ganas: Novak acabó con Dimitrov, la gran promesa que ya va por los veintitrés años sin un gran torneo que llevarse a las vitrinas y Federer eliminó a Raonic en semifinales, el canadiense también de veintitrés años que a su vez se había impuesto a Kyrgios, él sí un adolescente de diecinueve, que había hecho la machada contra Nadal.
No es algo habitual en tenis que los postadolescentes miren desde tanta distancia: Federer ganó su primer Wimbledon con veintiún años, Nadal ganó Roland Garros con diecinueve, Djokovic se llevó Australia a punto de abandonar los veinte. Borg, McEnroe, Becker, Sampras… todos se llevaron su primer grande o al menos jugaron finales en el paso de década pero ahora se ha ralentizado todo y preocupa: no hay alternativas. La final entre un jugador de treinta y dos años para treinta y tres y otro de veintisiete recién cumplidos podría considerarse de por sí un duelo generacional, pero no lo es: estamos hartos de verlos jugar uno contra otro, igual que nos hartamos de ver a Nadal contra Federer o tenemos ahora nuestra triple dosis anual de Nadal contra Djokovic.
De acuerdo, «hartarse» no es el verbo adecuado, pero espero que me entiendan.
Djokovic, al menos, ha necesitado dos tie-breaks para ganar a Dimitrov y estuvo dos sets a uno abajo ante Marin Cilic. Federer, ni eso. La citada ruptura de servicio de Wawrinka que le costó perder el primer set de cuartos de final y punto. Ni una manga más perdida en todo el torneo. Lo ha ganado siete veces y está a un paso de ganarlo por octava vez. En esta época, las victorias se cuentan así, por kilos. Y sin embargo, esta vez, no es ni mucho menos el favorito.
Un escalón por debajo
A Federer, decíamos, lo que le molesta es Stakhovsky. El resto lo puede soportar. Le molestan los Stakhovsky y los Brands y los Delbonis, pero Nadal y Djokovic siguen siendo un reto. Es imposible que no se haya dado cuenta de que está un escalón por debajo porque no es idiota, sabe que tiene más años, sabe que su movilidad no es la misma, sabe que incluso el hambre de los diecisiete grandes, el papel en la historia ya garantizado, no ayuda. Sin embargo, le divierte. Puede aguantar un año más solo por el gustazo de darle problemas a los dos dominadores absolutos del circuito. Zipi y Zape.
Para encontrar la última victoria ante Nadal hay que irse muy atrás en el tiempo, hasta Indian Wells 2012, pero Djokovic cae con cierta frecuencia: este mismo año, en la final de Dubai y en las semifinales de Montecarlo. El año de su última victoria en Wimbledon, 2012, ya le batió en semifinales antes de hacer lo propio con Murray en la final. Digamos que Federer tiene opciones pero enfrente se encuentra a un lobo con hambre, un lobo que puede ser número uno del mundo si gana y que puede romper su racha de finales perdidas. Un lobo que se estira más, que corre más, que golpea con más fuerza…
… Y para rematar, un lobo que encuentra todas las líneas. El primer set de Djokovic es para enmarcar: golpes profundos que mantienen a su rival siempre un metro tras la línea de fondo y que le obligan a subir a la red en posiciones imposibles, a merced del pasante de derechas o, más habitualmente, del revés a dos manos. Djokovic lo controla todo, no permite concesiones con su saque y hostiga continuamente el del rival… sin embargo no consigue romper y cuando llega el tie-break y tiene su punto de set a favor, se viene abajo, pierde tres de cuatro puntos y acaba perdiendo la manga sin entender muy bien cómo.
El resto del partido continúa por esos parámetros. Federer juega como sabe pero también como le dejan porque la iniciativa está en el otro lado, en esa máquina serbia de pegar palos de lado a lado, solo castigado de vez en cuando por los gestitos de dolor en un tobillo o en el gemelo o las miradas al cielo cuando la bola se va a la red en un golpe fácil. Cabecita loca Djokovic. Justo antes de pedir ayuda del preparador físico, Novak rompe por fin el servicio de Federer y se adelanta 2-1, después, lo único que tiene que hacer es aguantar su servicio sin demasiados problemas, salvar una bola de break con 5-4 y llevarse el set para igualar la final.
La clave del tercer set
Llegados a este momento, los dos jugadores saben que el tercer set es clave: Federer ha jugado, con esta, veinticinco finales de Grand Slam. Cuando ha ido ganando por dos sets a uno ha ganado ocho partidos y solo ha perdido uno, ante Del Potro en el US Open de 2009. Cuando ha ido perdiendo dos sets a uno, algo que ha sucedido cinco veces, no ha sido capaz de remontar nunca.
Los dos empiezan como si aquello fuera un Ivanisevic-Rusedski, despliegue de saques hasta que se acerca el tie-break y entonces Djokovic empieza a espabilar y a poner en apuros a Federer y el suizo aguanta como solo aguanta ya sobre hierba pero llega un poco magullado al desempate, falla una derecha facilísima con 4-3 en contra y acaba cediendo una manga que bien podría haber cedido antes. Djokovic celebra con euforia porque sabe que, estadísticas en mano, tiene el partido ganado.
Otra cosa es que las estadísticas acierten siempre.
El cuarto set empieza y Federer no encuentra escudo. No consigue restar ni el primer saque ni el segundo saque de Djokovic. Pierde su servicio por segunda vez en el partido, tercera en el torneo, para el 3-1 en contra. A continuación, rompe el de Djokovic por primera vez para acercarse 3-2 pero enseguida el serbio contraataca y pone el 4-2, luego el 5-2.
Este es el momento que comentábamos al principio. Lamento haberles hecho esperar tanto pero tienen que entender que la historia tiene un prólogo y un contexto y que ese contexto es precisamente lo que eleva a la historia. Federer gana su servicio y se pone 5-3, a continuación Djokovic saca para ganar su segundo Wimbledon y sacarse un enorme peso de encima. Ya ha titubeado en el primer set y ha estado a punto de hacerlo en el segundo pero esto es algo grande. Puede ser el último juego de la última final de Roger Federer en Wimbledon y el público, David Beckham y señora incluidos, está preparado para ello. Entonces, ocurre el milagro.
El último baile de Roger Federer
Djokovic saca y mete dos primeros, lo que debería bastar para llevarse los dos puntos, pero no, Federer ha decidido que no se va a ir tan fácil, que va a ser Nadal por un día y se va a agarrar a su pista. Resta las dos veces y acaba arrinconando a Djokovic, a quien la tensión se le empieza a notar en la respiración y los hombros demasiado altos. El siguiente punto es de manual: saque y derecha para el 15-30 y luego un error infantil de Roger que devuelve el marcador a 30 iguales. Todo esto para esto. Sin embargo, el siguiente punto es una demostración de lo que en su día fue el mejor revés a una mano del mundo, antes de que Nadal empezara a mandarle bolas liftadas y todas las inseguridades se dispararan. Con un cruzado impecable obtiene su primera bola de break y no la desaprovecha. Djokovic acaba resbalando por el suelo, su especialidad, lo que estuvo a punto de retirarle del torneo en octavos de final ante Gilles Simon.
Al levantarse, el serbio cojea y cuando cojea es que la cabeza no está. Le pasa a todo el mundo menos a Federer, que no cojea nunca, esté donde esté su mente. 5-4 y saque para el suizo. ¿Ha pasado lo peor? No, eso es imposible de asegurar a este nivel. Apenas tres minutos después, el suizo manda otro revés a la red y Djokovic tiene punto de campeonato. De nuevo esa sensación de montaña rusa que acompaña a los seguidores de Federer en los últimos años. Beckham se quita un bicho de la solapa, Becker pone cara de intriga y Roger saca a la «T» a toda velocidad. El juez de línea la canta fuera. Sin mucha convicción, pide la revisión del ojo de halcón. Hemos visto a Federer pedir revisiones mucho más absurdas que esta así que tiene su lógica. Se hace el silencio en la pista central mientras el simulador muestra que sí, que por unos pocos milímetros la bola ha besado la línea y por lo tanto es buena.
Ese es el final de Djokovic por el momento: pierde el juego, su siguiente servicio lo plaga de dobles faltas y derechas que se van un metro fuera y por un momento no parece el número uno del mundo sino Jana Novotna en aquella final contra Steffi Graf, cuando acabó llorando en el hombro de la duquesa de York. De repente, Federer gana 6-5 y tiene el saque. No solo su rival se ha venido abajo sino que él se ha venido arriba y ya no tiene miedo: derechas invertidas paralelas y cruzadas, subidas a la red, sensación de que el vaso se desborda, que a ese tío no lo para nadie, algarabía en las redes sociales: Federer ha vuelto. Estaba muerto y ha vuelto, ¿no es maravilloso? Quinto set en el All England Lawn and Tennis Club y quince minutos para no olvidar nunca.
El resto ya lo saben pero el resto no es tan importante porque el resto no es Stakhovsky ni Daniel Brands ni dieciséis bolas de break perdidas ante Tommy Robredo. El resto es lo normal: perder contra el mejor después de haberlo intentado. Obligar al mejor a demostrarlo, forzarle incluso a pedir tregua en forma de preparador físico cuando lo que necesitaba era un respiro psicológico. Yo no digo que a Federer le diera igual perder o que a sus fans les diera lo mismo. No, nunca diría nada así. Digamos, simplemente, que le volvimos a ver, puede que por última vez y que fue precioso. Que brillaba, como en sus mejores tiempos. Bailaba sobre la hierba, revés a una mano, volea alta imposible. Se parecía a lo mejor que habíamos visto y quizás el tiempo nos hizo olvidar: un tenis que fuera algo más que atletismo, un tenis con amago de barriguita y un montón de críos en el palco. Un tenis, hasta cierto punto, humano. Fin de la historia.
Decíamos ayer que la pregunta central del libro que vengo comentando es si existen fenómenos «entencionales» en la definición que se daba en el artículo anterior o si, por el contrario, estos fenómenos no son sino una manera de describir algo demasiado complejo que solo aparenta tener un fin. En resumen, si la vida y la conciencia implican la posibilidad de una actuación finalista o si esto es un espejismo.
La vida —y, por tanto, la mente— parece contrariar la tendencia termodinámica. Las leyes de la termodinámica exigen que la entropía aumente hasta alcanzar su valor máximo. Cuando hay diferentes estados posibles, lo más probable es que la suma de estados «desordenados» se imponga precisamente porque son más probables. Así, llegados a cierto punto, por mucho que los componentes individuales cambien, el efecto macroscópico será similar. Las partículas de un gas, sin influencia externa, no se arracimarán todas en una esquina del recipiente, porque eso es muy improbable comparado con la presencia de un número más o menos similar de partículas en cada lugar de ese mismo recipiente. La mezcla es más probable, la separación más improbable.
La vida —que sí exige una acumulación de discontinuidades del mismo signo— es problemática considerando esas leyes inexorables. En consecuencia, ¿por qué hay vida? Una salida de esta trampa fue enunciada por Schrödinger cuando escribió su famoso ¿Qué es la vida?: los procesos vitales solo aparentemente no cumplen con el segundo principio de la termodinámica. En realidad, funcionan como mecanismos disipativos. Es decir, ante la existencia de un gradiente provocado por la energía solar —que permite realizar un trabajo—, la vida funciona como un magnífico sumidero, capaz de acelerar el proceso de disipación de esa energía en el sistema del que forma parte nuestro planeta. La vida no solo se ajusta a la termodinámica, sino que es inexplicable sin ella.
Para muchos, a esto solo hace falta añadir el impulso que se produce por la selección natural. Si la complejidad de la vida es resultado del cambio azaroso luego retenido, no es necesario incluir ninguna finalidad en la ecuación. Esta idea, además, podría extenderse a otros campos (y así ha ocurrido), mediante la llamada ley del efecto. Un ejemplo ilustrativo sería el de nuestro sistema inmunitario. La lógica nos dice que la respuesta inmune se produce mediante algún tipo de mecanismo que seguiría este orden: primero aparece el agente infeccioso; su presencia da lugar a la síntesis de moléculas que pretenden desactivarlo; si se halla la respuesta, el cuerpo la produce de forma masiva. La realidad es justamente la contraria. Mediante el proceso conocido como hipermutación, que tiene lugar antes del nacimiento, se produce un catálogo ingente de potenciales anticuerpos. La mayoría nunca servirán para nada. Sin embargo, algunos de ellos serán formas especulares (y no es preciso que lo sean a la perfección) de alguna molécula del agente invasor. Una vez comprobada la eficacia de alguno de esos anticuerpos, es cuando el organismo los produce en gran número.
Este mecanismo ciego llevó a ilustres científicos, como Ernst Mayr, a postular que se podía evitar la teleología incluyendo los procesos vitales dentro de lo que llamó teleonomía: la asimetría que parece finalidad sería resultado de un programa, tal y como sucede en un termostato. Esto, además, encaja con la naturaleza discreta de la información genética: el código se encontraría en los genes que codifican las proteínas que construyen las máquinas celulares que conforman el organismo que es capaz de reproducir seres que incorporan el código. Parecía que lo de menos era el andamiaje y que lo importante era la información, por lo que no es de extrañar que Richard Dawkins diera el paso de centrar la selección natural en los propios genes en su conocidísimo El gen egoísta. Pronto muchos autores señalaron el aspecto más problemático de esta tesis: dejar fuera de foco al organismo, concibiéndolo como un simple vehículo para la selección natural. O por decirlo de otra forma, convertir a los elementos pasivos de la selección natural, el entorno y el ADN, en los protagonistas, obviando la necesidad de que exista una forma de organización unitaria y dinámica que permita traducir esas instrucciones, copiarlas y producir copias iguales a sí misma, manteniéndose el tiempo suficiente contra las leyes naturales que impulsan a toda la materia hacia la mezcla. Además, centrarse en el molde informacional es una manera de soslayar la realidad de que no existen partes en los sistemas vivos susceptibles de diferenciación sin merma: desde situaciones previas menos complejas, los organismos evolucionan en el tiempo diferenciándose internamente mediante discontinuidades y mediante modularización de funciones. La dificultad de explicar esa unidad dinámica temporal se pretende evitar convirtiendo a la vida en un manual de instrucciones. El problema de pensar así es el siguiente: si la complejidad de la vida resulta de la variación y preservación de la información genética, y la información genética requiere un sistema que traduzca, utilice, copie y reproduzca esa información mediante la hazaña de construir una réplica de sí mismo, ese sistema se configura como una condición sine qua non de la selección natural, que no pudo, precisamente por ser su prerrequisito, surgir por esa misma selección natural. Y ese sistema dinámico presenta unas características que lo hacen extremadamente improbable y que no se explican por la aplicación de la ley del efecto. Deacon propone no eludir el problema de la finalidad, sino explicar cómo surgió de donde no existía antes. No excluir la causalidad final, sino darle carta de naturaleza científica. Si los fenómenos entencionales y con ellos una nueva forma de causalidad nacen en un momento dado, pese a que la materia sigue siendo necesariamente la misma, la clave ha de estar en su organización. Una forma de organizarse de la materia que ha tenido que emerger de lo que existe, pero que ha de ser sustancialmente diferente. Un total que no coincidiría con la suma de sus partes.
El concepto de emergencia, de transición emergente, no es nuevo. En el siglo XIX fue materia de discusión filosófica y, en particular, se convirtió en uno de los animales favoritos de John Stuart Mill. Sin embargo, los éxitos científicos derivados de la parcelación de los problemas y el extraordinario aumento de conocimientos en bioquímica fueron convirtiendo sus elucubraciones en residuales. En cualquier caso, la idea de que las propiedades de una organización emergida no fueran predictibles pese a conocer todos sus componentes, hasta el punto de que de ellas surgieran leyes propias, distintivas, estuvo presente en las reflexiones de filósofos y científicos de todo tipo. Por poner un ejemplo, el neurólogo Roger Sperry defendía que las propiedades del sistema completo de moléculas que interactúan en un cerebro son básicamente diferentes de cualesquiera otras que pudieran exhibir esas moléculas organizadas de otra forma. Por tanto, la pertenencia de esas moléculas a una totalidad provocaba la aparición de respuestas que no existirían sin esa configuración y que, en ese sentido, son nuevas. El sistema dinámico crearía una causación descendente que afecta a sus partes, nacida de su forma, como sucede con las partículas de una rueda, que aunque puedan ser idénticas a cualesquiera otras, exhiben una capacidad colectiva de desplazamiento que es producto de una configuración macroscópica. La partícula no rueda porque se la induzca a cambiar de alguna forma, sino porque se han restringido sus caminos posibles, alterando decisivamente sus probabilidades de cambio. A esto se uniría que la aparición emergente modifica incluso las partes, que se fusionan, de forma que el camino inverso ya no pueda recorrerse (en forma similar a lo que sucede en el colapso cuántico). En estas reflexiones empieza a aparecer un elemento toral: el de ligadura. Luego volveremos a él, pero antes es importante hacer referencia a la crítica más devastadora del concepto tradicional de emergencia: la que formuló el filósofo norteamericano Jaegwon Kim y que tiene que ver con la llamada doble contabilidad causal. Si atribuimos la potencia causal de cualquier forma de organización, por compleja que sea, a las interacciones físicas básicas de sus componentes, afirmar que, por el hecho de organizarse de una determinada manera, esto provoca la aparición de nuevas formas de causación es invariablemente redundante. Toda forma emergente tendría, por tanto, que ser resultado de las propiedades de sus componentes.
El único camino para evitar esta crítica es precisamente el más fructífero y atractivo. La crítica se basa en la existencia de algo parecido a los ladrillos no reducibles de la materia. Solo así puede hablarse de contabilidad causal como suma de interacciones. Sin embargo, a partir de un cierto nivel, la realidad se convierte en un mundo fantasmagórico, en el que no hay ladrillos, sino campos sin propiedades discretas sino probables, que se definen también de forma dinámica, y que impiden que la discusión parte/todo tenga una respuesta unívoca. Si no hay un ladrillo último no organizado, sino que la realidad irreductible es también una forma de organización, nada impide que un cambio organizativo a un nivel superior pueda ser una fuente de potencia causal diferente.
Más aún, la emergencia se transforma, dejando de lado el aspecto estático parte/todo y su análisis estructural, y «emergen» fenómenos en los que la clave es dinámica, en la que lo que importa es el proceso. Esta vía se reforzó como consecuencia del estudio de los fenómenos de «autoorganización», de los que hablaré más adelante, y de las simulaciones resultado de operaciones iteradas mediante la aplicación repetida de algoritmos que, partiendo de sucesos aleatorios, engendraban regularidades que fueron pronto llamados atractores, y que tan populares se hicieron a través de las teorías del caos y de la complejidad. Estas ideas encajan sensiblemente con lo que sabemos de los organismos vivos: existen en cuanto que procesos, porque en el momento en que dejan de cambiar la vida se extingue. Y esto, naturalmente, complica muchísimo cualquier análisis, ya que los análisis estáticas son más abordables. Esta objeción es particularmente aplicable a los fenómenos más complejos, como la conciencia: de ahí que resulten tan torpes las aproximaciones actuales a la vida cerebral, basadas en el metabolismo medio de células situadas en regiones específicas, en lapsos de tiempo que, considerando la extrema velocidad de los procesos mentales, equivalen a pretender comprender la quinta sinfonía de Beethoven, escuchando unos pocos compases salteados, escogidos porque en ellos intervienen muchos instrumentos.
Lo importante, no obstante, sería probar que la emergencia de sistemas dinámicos puede ser fuente de formas de causalidad nuevas, a la vez que explicamos en qué consisten sus transiciones, para así poder concluir plausiblemente que existen cambios cualitativos y no nos estamos dejando engañar nuevamente por simples epifenómenos.
Antes mencioné que la clave de los sistemas dinámicos y de la transición entre ellos es la ligadura. Es un concepto muy potente, porque en gran medida disuelve discusiones sobre si lo que nos parecen fenómenos o tipos generales tienen alguna forma de realidad o son simples descripciones útiles. Su potencia deriva de su naturaleza negativa. Cuando se restringe la posibilidad de que los estados de un sistema tengan lugar, el resultado es que habrá menos formas en que difiera lo que sucede. Por tanto, un tipo general puede basarse no en cualidades positivas, sino simplemente en el hecho de que se excluyan ciertos estados posibles. La clase así descrita incluiría a categorías de objetos o fenómenos de los que no tendríamos que saber ninguna de sus cualidades. Su descripción sería del tipo: todos aquellos que no son esto o aquello.
Las ventajas son inmediatas. La organización nace desde la restricción, no de cualidades intrínsecas al sistema. Volviendo a los asuntos que nos ocupan en estos artículos, ya no hay propiedades abstractas y sin realidad material que tengan una potencia física inexplicable y pese a ello, es posible que haya una potencia causal diferente de la que resulta de la suma de las propiedades materiales de las colecciones de entes que forman parte del proceso. La explicación es que la ligadura, entendida como reducción de libertad, provoca un cambio geométrico. Una ligadura simplifica, pero lo único que sabemos es lo que no sucede. Ni siquiera tenemos que explicar que lo que está más constreñido está más organizado u ordenado. Solo sabemos que será más redundante, ya que son menos los caminos posibles. Más aún, lo que no está presente no puede interaccionar y el constreñimiento facilita que puedan repetirse fluctuaciones que tengan un reflejo macroscópico, y se desechen aquellas menos probables, con un resultado global capaz de efectuar un trabajo. ¿Puede ser lo ausente causa de algo? Indiscutiblemente, si lo vemos en estos términos.
Si la emergencia se basa en la noción de ligadura, es decir en la desaparición de estados posibles, y si caben emergencias sobre emergencias, con propagación de ligaduras y aparición de otras nuevas (en particular si son resultado de procesos no lineales en los que las fluctuaciones de bajo nivel desaparecen, alisadas por la suma de los resultados estadísticos probables), es inútil que pretendamos explicar la potencia causal de lo que queda atendiendo a sus partes. Más aún, es inútil que pretendamos que las causas finales y los procesos entencionales han de ser epifenómenos porque todas las causas son producto de las interacciones físicas de lo real que existe desde al menos los primeros momentos del Universo. Lo real existe desde el comienzo. Su configuración geométrica, sin embargo, varia, creando, mediante una danza ascendente, nuevas formas de organización, cada vez más complejas, capaces, incluso, de hacer predicciones sobre lo que aún no ha existido.
El profesor Deacon distingue, en esos procesos dinámicos, tres niveles sustancialmente diferentes. En cada uno de ellos surgen sistemas, productos que tienen tendencias ortógradas, es decir, intrínsecas, al modo de la vieja causa formal: caminos que se exploran porque coinciden con los recorridos probables creados por la geometría del sistema que emerge. A diferencia del cambio ortógrado (el móvil que permanece moviéndose o el sistema que se dirige hacia su máxima entropía), el movimiento contrágrado equivale a lo que llamamos causa en la mecánica postnewtoniana, un cambio inducido por alguna perturbación exterior, como en el choque de dos bolas de billar o en la aceleración de un sólido como consecuencia de una fuerza. A la planta baja de su edificio emergente, Deacon lo llama nivel homeodinámico. Es el lugar en el que las ligaduras tienden, sin necesidad de ningún impulso externo, a situarse en su mínima expresión, como sucede por aplicación del segundo principio de la termodinámica. De ahí sus digresiones sobre la energía (explicada como diferencia y no como algo que tiene materialidad) y sobre su persistencia pese a que, en cada proceso, parte de ella no sea recuperable. Sin embargo, no puede dejar de visitar los sótanos de su edificio: el lugar en el que se produce el movimiento contrágrado de las partículas, causa del alisamiento estadístico que medimos cuando decimos que un sistema tiende hacia la máxima entropía, a la vez que el movimiento contrágrado de las partículas se basa en una tendencia ortógrada de los átomos a colocarse en su configuración más estable conforme a las leyes de la mecánica cuántica.
En cualquier caso, el principio es lo más importante: cuando sistemas homeodinámicos, con tendencias ortógradas diferentes, se enfrentan e influyen entre sí, cada uno de ellos es una influencia contrágrada para el otro. En determinadas circunstancias, un incremento de las ligaduras de esos sistemas dinámicos por influencia mutua, puede provocar una emergencia de un nivel dinámico superior. A este nivel, Deacon lo denomina morfodinámico, y se caracteriza por la generación de estados más ordenados que son capaces de aumentar la entropía de forma más eficiente, aunque esto pueda parecer paradójico. Muchos de estos sistemas son conocidos. Quizás el más famoso es el proceso que genera las llamadas células de Bénard, una estructura hexagonal que surge en una capa líquida (normalmente aceite) de poca profundidad y calentada desde debajo uniformemente. Lo extraordinario es que, obligado el sistema a disipar el calor producto de un gradiente, resulte que la manera más eficiente es que se cree una estructura regular, que es en sí una forma de eliminación de energía por cuanto implica un trabajo. A su vez, esa forma supone la creación de ligaduras, ya que la probabilidad de encontrar átomos en las «paredes» de las celdillas hexagonales se incrementa lo suficiente como para generarla. Por tanto, ciertos caminos se hacen más improbables. Ejemplos similares se encuentran en el crecimiento de cristales de hielo, en el láser o en un huracán. Se trata de fenómenos tan importantes que muchos investigadores se sitúan en la termodinámica de sistemas alejados del equilibrio precisamente como punto de partida para explicar la vida. Los seres vivos serían, por tanto, sistemas dinámicos nacidos de la tendencia a la maximización de los procesos disipativos. Si la naturaleza aborrece los gradientes, la vida sería la forma de acabar más rápida y eficientemente con lo que la hace posible: la energía disponible para efectuar un trabajo.
Sin embargo, Deacon cree que este nivel dinámico emergente no basta para explicar la vida. Esos sistemas autoorganizativos tienden a «congelarse» mientras persiste el gradiente, no a reconstruir una y otra vez sus ligaduras, creando nuevos organismos. Deacon encuentra una original metáfora para ilustrar sus ideas: un sistema morfodinámico es como un edificio más caliente que su entorno tiende a enfriar. Si abrimos una puerta, eliminando una ligadura, se enfriará más rápidamente. Mejor si se abre una puerta de un piso alto, ya que el calor asciende. Ese ascenso equivale al proceso que se produce en las células de Bénard a las que antes hice referencia. El sistema disipará más eficientemente el calor, creando una especie de brisa interior. Sin embargo, esa brisa puede llegar a cerrar esa puerta o esa ventana abierta, creando un obstáculo a la tendencia termodinámica, reteniendo el calor. Ese trabajo de cierre, de aumento de ligaduras, es análogo al que surge cuando tendencias ortógradas de sistemas morfodinámicos colisionan provocando la emergencia de un sistema superior, más ligado, en el que el gradiente se utilice para crear las condiciones que permitan el mantenimiento y reproducción del propio sistema. A ese sistema dinámico emergente Deacon lo llama teleodinámico.
Ese nombre nos sitúa ya dentro del ámbito de lo entencional. Para un sistema teleodinámico su perpetuación es elemento integrante de su definición. Una vez traspasada la frontera de lo teleodinámico, la selección natural y la ley del efecto pueden desarrollar toda su gigantesca capacidad generadora. Solo es preciso explicar cómo pudo surgir sin utilizar precisamente la propia selección natural, como se indicó previamente en este artículo. El autor, con la exclusiva finalidad de demostrar que ese paso es posible, plantea una hipótesis de autogénesis que cumpliría los requerimientos mínimos de esa transición emergente. Así, los sistemas morfodinámicos autocatalíticos (reacciones químicas en las que un catalizador produce otros catalizadores iguales, mientras hay material disponible y energía libre) podrían crear las bases de la multiplicación, lo que unido a otros procesos morfodinámicos de autoensamblaje que diesen lugar a «cápsulas», podría generar procesos que se repetirían en el tiempo. La tendencia de los procesos autocatalíticos a la destrucción se vería limitada mediante su congelación en espacios autocontenidos hasta que, su apertura en un entorno más favorable, diera lugar a nuevos procesos de autocatálisis. Las tendencias ortógradas propias de esos sistemas morfodinámicos, al ser contrapuestas, se fusionarían en una dinámica superior, naciendo seres que se caracterizarían por su tendencia a la reproducción, a la preservación y a la «búsqueda» o, mejor, al aprovechamiento de los entornos favorables a la reproducción. En el sistema teleodinámico más simple, la aparición de ligaduras en un nivel superior, permite entrever esos procesos entencionales que tan oscuros parecen desde una perspectiva mecanicista clásica: la función, el valor, la prospección del futuro, el cálculo de probabilidades, la finalidad, la información, el yo.
Hablaré de ello en el siguiente y último artículo de esta serie.