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Juanjo M. Jambrina: Manual para no desconectar en vacaciones

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Connection, I just can’t make no connection.
But all I want to do is to get back to you.
(«Connection»,The Rolling Stones).

El sol brilla con fuerza y ha puesto la calma en las olas y el amarillo en las banderas. Mucha gente en la playa. Desde primera hora de la mañana hordas de buscadores de pepitas de sol embadurnadas de protectores solares enfilan hacia el arenal con sus niños, sus sillas playeras y sus viseras de cajas de ahorros variadas. Nunca me ha gustado tomar el sol. Y menos en playas habitadas. Desde el sitio de mi recreo veo llegar a unos vecinos para quedarse un mes en la casa de al lado. «¡Aquí sí que desconecta uno de todas las preocupaciones!», vocifera un andoba gordezuelo mientras saluda al portero de la finca. Sigue admirándome esa gente que se afana por buscar nichos de vacaciones donde desconectar del trabajo, de las preocupaciones, de los afectos demediados; como si fuese una nueva acepción del llamado «kilómetro sentimental»: piensan que la lejanía física ayuda a olvidar el drama, por ejemplo, de los malos resultados económicos, de los conflictos familiares o de una historia de amor no correspondido. Desconectar, desconectar, desconectar… es la obsesión de un país donde apenas si se desconecta a los enfermos terminales que lo piden. El periodista Arcadi Espada decía hace un par de años que un hombre que vive de la actualidad no puede desconectar nunca de los canales de información y que le hacían mucha gracia esos tipos ufanos con «caradelquesabe» que en los hoteles se jactaban de encender el móvil solo una hora al día pero que pasaban las otras veintitrés horas remirando sus smartphones con cara de angustia infinita. Yo creo que no solo el tipo que vive de la actualidad debe permanecer siempre en guardia. También debe hacerlo cualquier otro que tenga algún cargo de responsabilidad sobre el devenir de los demás. Y en general, debe quedar libre y absuelto del pecado de desconexión todo aquel ciudadano que disfrute con la vida, que nos ha dado tanto… La necesidad de desconectar en vacaciones es una impostura, como la del que va al psicoterapeuta a cambiar su vida. Porque nadie va a una psicoterapia a cambiar nada. En general, la gente va a hacer una psicoterapia para que les sequen las lágrimas, les suenen los mocos y para que les digan que no lo están haciendo nada mal pese a que lleven una vida harto desgraciada. La tan manida necesidad de desconectar encubre básicamente el deseo de hacer durante un tiempo lo que nos da la gana lejos de miradas indiscretas. La necesidad de desconectar también tiene algo de bovarismo, de ensimismamiento bobalicón. Y también un punto de rendición y búsqueda de la madre amniótica, como hacen los enfermos alcohólicos, que buscan aturdirse para recordar a aquella madre que nos protegía de los peligros desde su vientre porque aún no habíamos nacido pero ya bebíamos de su boca.

Yo soy de los que no desconecto cuando voy de vacaciones. Soy non-stop. Yo he guasapeado debates desde la celda de Chopin en Valldemossa. He contestado mails desde una representación operística, desde el Musée D’Orsay en plena exposición de la obra de Van Gogh y en mi última visita a la serenísima Venecia envié cientos de guasaps a diecisiete personas.Yo me acuso, bestia inmunda y pecadora, pero parte importante de la felicidad es poder contarla. Lo que se hubiesen divertido Camba, Cunqueiro o González Ruano ( al que por cierto ya se le reprocha ¡hasta el bigote¡) con dilemas de este calado.

Gran parte de la insistencia en estas recomendaciones veraniegas de desconexión masiva proviene de movimientos demagógicos como los que ha diseminado con sus buenas intenciones la llamada psicología positiva que lidera el psicólogo cazarrecompensas Martin Seligman y que la escritora norteamericana Barbara Ehrenreich ha criticado con dureza en su excelente libro Sonríe o muere. Las trampas del pensamiento positivo. (Turner, 2012) De los creadores del «síndrome posvacacional», la «búsqueda de la felicidad», la «resiliencia», el mindfulness o la «inteligencia emocional», o la rentable industria del lacito rosa en la lucha contra el cáncer de mama, nos llega ahora la «desconexión veraniega» de todo lo que tenga que ver con nuestro trabajo o, más grave aún, todo lo que huela a nuevas tecnologías: hay que romper con la red en vacaciones. En España, aparte de los psicólogos positivos habituales de dominicales o suplementos de piscina y playa, podemos incorporar a este grupetto de teorizantes salugénicos a los psiquiatras Rojas (Luis y Enrique, que no son parientes), al cardiólogo Fuster e incluso a Eduard Punset, que canta un conocido bolero donde dice que tiene el alma en el cerebro. Por supuesto, las pruebas aportadas por ellos son escasas y todos sus libros tienen más de opinativo, de doxa que de episteme, que es lo que cabría esperar. Sin que sea una llamada a la hilaridad, el grupo de psicólogos positivos más cientifista publica habitualmente en Journal of Happiness Studies, una revista de alto impacto.

Sobre la influencia de Internet en nuestra vida cotidiana hay mucho escrito y poco demostrado. Que nuestra forma de vida, de leer y de percibir el tiempo y el espacio han variado es algo incuestionable. Me parece respetable el libro de Nicholas Carr sobre el asunto. Parece ser que nuestra capacidad de concentración y atención no es que haya disminuido pero sí ha cambiado. A cambio hemos ganado en otros cuantos parámetros que, naturalmente, los apocalípticos de la red, tipo Manfred Spitzer, se esfuerzan en ocultar. Pero insisto en que aún harán falta varios años para que los estudios que valoran los efectos cognitivos del uso de internet rindan resultados extrapolables a la población general.

Al respecto de todo esto hay una curiosa historia que involucra a la escritora triestina Susanna Tamaro. Ya saben, la laureada autora de esa maravilla del sirope y el merengue que fue el best seller Donde el corazón te lleve (1994). Susanna Tamaro, cuyo reino hace tiempo que no es de este mundo, escribió en julio de de 2013 una columna para la revista Mujer Hoy titulada «La quiebra de la atención» donde, a raíz de un triste episodio sucedido en Italia en el que un padre olvida a su bebé en el coche y el niño muere asfixiado de calor, abomina de los usuarios habituales de las nuevas tecnologías y dice cosas como: «la irrupción de las tecnologías de comunicación instantánea ha quebrado por completo nuestra capacidad para mantener una atención profunda». Y también que: «estar siempre conectados y distraídos con toda una serie de llamadas, alertas, lucecitas y pitidos nos ha conducido a una constante quiebra de la atención. Y con ella hemos perdido también la capacidad de estar despiertos y presentes en las relaciones más vitales que pueblan nuestra existencia».

Bueno, pues un añito después, el 19 de de julio de 2014, la bucólica escritora, que vive en un pueblecito toscano entre vacas y ovejas donde todos se conocen y se llevan fenomenal, propone, tras una serie de complejos quiebros lógicos, como solución a la soledad y el autismo que sufren quienes viven en las grandes ciudades lo siguiente: «Afortunadamente, la naturaleza humana, cuando se le cierra la puerta en las narices, vuelve a entrar por la ventana…». Y remata a puerta vacía: «De esta forma, la red propicia que surjan nuevas aldeas hasta en entornos genuinamente urbanos, lo que permite que los individuos emprendan un viaje de regreso y vuelvan a ser personas abiertas, atentas y serviciales con sus semejantes». ¡Vaya!, la red, un monstruoso producto cultural el verano pasado reaparece ahora convertida en parte fundamental de la naturaleza humana. ¡Qué lejos nos lleva il cuore, Tamaro! ¡Como para fiarnos!

Yo creo que esto de la conexión o desconexión en verano es algo muy personal y que tiene que ver con el trabajo y con la biografía de cada uno y con sus perspectivas de futuro. Sí que parece más recomendable cambiar durante un par de semanas el decorado en el que pasamos la mayor parte del año. ¡Redecora tu vida!, decía un publicidad de Ikea de hace años. Eso es cierto y ayuda a introducir cambios en nuestra forma de vida. Pero por lo demás tampoco hay por qué ir por ahí estigmatizando a nadie porque en verano se pegue un atracón de guasaps o se lo pase pipa tuiteando con los colegas. O incluso, trabajando, si le apetece. A este respecto me encantó la frase que el gran actor Tony Servillo dejó caer en una entrevista para El País hace unos meses:

(…) la renuncia, la fatiga y el sacrificio. Y no lo digo con dolor, pero esos son los elementos clave de mi trabajo. Nada de narcisismo ni autocomplacencia. He basado mi oficio en la plena convicción de que disfrutaba gastándome. Y el día que se acabe, se acabó. 

Por eso a muchos nos encanta trabajar casi todo el año y descansar cuando la ocasión lo sugiere y no cuando lo ordenan los Santos. Porque, como Jep Gambardella, somos conscientes de que la felicidad que nos disfrutemos hoy no la vamos poder recuperar mañana.


Cristian Campos: Argentina, buitres y pagafantas

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Estoy tan acostumbrado a la jeta estratosférica del español medio que me ha sorprendido el amor súbito que mis compatriotas han demostrado durante los últimos días por la ley, el orden y las rectas costumbres. Y digo «compatriotas» por razones puramente administrativas: la afinidad sentimental la llevo yo por otros caminos.

El caso es que hasta me he puesto tierno, oigan. ¿Será posible que en el país que ha adoptado como lema vital el «yo me jodo pero tú te jodes el doble» haya brotado de repente la semilla de la bondad? No, hombre, no: es que los que se van a joder ahora el doble son los argentinos.

Y ahí que se ha lanzado media España a lanzarle vivas a los fondos buitre, a Aurelius Capital Management y a NML Capital Elliott como si el mundo se acabara mañana.

Es un espectáculo magnífico. La patria del pago en negro, del pelotazo urbanístico, de los rescates bancarios, de las herencias en Suiza, de los sobres y las mamandurrias, de las ministras con mantilla, del negociado en el palco del Bernabéu, de los caciques aclamados en las calles de su pueblo, de las reformas medievales de la ley del aborto, de la monarquía comisionista, del agua, el gas y la electricidad pagados a precio de caviar iraní… mostrándose respetuosa hasta el babeo con las resoluciones del juez federal Thomas P. Griesa y con el libertarismo financiero más puro, aborigen e indomesticable. Daría risa si no resultara patético. Hasta algunos de los votantes de Pablo Iglesias, los de «que pague tu madre», andan ahora diciendo en los comentarios de Público que las deudas se pagan.

En realidad, me he quedado corto con lo de «media España». La cifra debe de rondar más bien el 75%. O ese, al menos, era el porcentaje de telespectadores de Tele 5 que dijeron preferir la victoria de Alemania sobre Argentina durante la pasada final del Mundial. No me digan que no tiene narices la cosa: después de pasarnos años despotricando de la Merkel, del Deutsche Bundesbank y del IV Reich, llega la final Argentina-Alemania y tres de cada cuatro españoles se ponen del lado de la dominatrix. Del lado de unos individuos que el lunes a la hora del desayuno ya se habían olvidado del título recién ganado. Y no exagero: el diario El País le preguntaba en portada a un alemán por sus emociones pocos minutos después del final del partido y el hombre le respondía con un «no haré nada especial, mañana me levanto a las siete». Un koala narcoléptico habría demostrado más pasión.

Y con esta gente, en definitiva, se identificó el 75% de los españoles. Menuda combinación: españoles, pagafantas y pechofríos. ¿En qué momento perdió ese 75% de españoles las ganas de vivir?

En realidad, la deuda externa argentina actual no se la ha sacado de la manga Cristina Fernández de Kirchner. Es más: ni siquiera se puede culpar al peronismo de ella. De todos los errores que cometió Perón y que han conducido a la Argentina a su situación actual, el único que no cabe imputarle es el de la deuda.

Porque la deuda externa argentina, que hasta los años sesenta se mantuvo en terrenos medianamente razonables, se desbocó un 364% durante la dictadura militar de 1976-1983. Ya saben, la de esos rubísimos, aristocráticos, europeizados, liberales y anglófilos gentlemen de la Armada argentina que solían introducir cucharas conectadas a un generador eléctrico en la vagina de las embarazadas para picanear —es decir electrocutar— al feto. Y entre vuelo y vuelo de la muerte, a estos tipos aún les quedó tiempo para estatizar las deudas de docenas de empresas privadas argentinas. Es decir de obligar a los argentinos a que corrieran con los gastos de la fiesta de empresas como Autopistas Urbanas, Pérez Companc o Acindar. Gracias a eso, por ejemplo, el señor Gregorio Pérez Companc continúa siendo hoy en día el bípedo más rico de la Argentina. ¡Aún habrá algún demagogo que opine que, dado que los argentinos han pagado buena parte de sus deudas durante los últimos treinta años, quizá va llegando la hora de que la familia Pérez Companc se haga cargo personalmente de lo que quede por pagar de ellas!

¿El segundo culpable de la actual deuda externa argentina? Otro liberal de la muerte. Carlos Saúl Menem, que la incrementó un 123%. A su lado, Fernando de la Rúa, que salió de la Casa Rosada en helicóptero, solo la aumentó un 9% —también es cierto que duró menos que un caramelo en la puerta de un colegio.

Y, por cierto. Para crisis, la de 2001. La del corralito. Treinta y nueve muertos de nada y la gente comprando en los supermercados con una moneda de juguete llamada patacón. Comprenderán que se me escape la risa cuando leo a la nueva izquierda española hablando de la revolución en Facebook. Que me despierten cuando lleven cuarenta muertos y anden pagando el arroz con billetes del Monopoly.

Pero vamos a hablar de deuda externa.

En 2005 y 2010, Argentina ofreció sendos canjes de deuda externa a los tenedores de bonos del país. Es decir una rebaja de esa deuda a sus acreedores. Aquí hay que recordar que la reestructuración de deuda no es un invento argentino ni una herramienta excepcional en las finanzas internacionales. Varios países perfectamente viables las han llevado a cabo en el pasado sin que nadie se escandalizara demasiado. El mismo Club de París ha tramitado desde su fundación cuatrocientos ocho aplazamientos para ochenta y seis países. Y eso se debe a dos razones.

La primera es que no tiene excesivo sentido crujir a alguien que, lisa y llanamente, no va a poder pagarte jamás todo lo que te debe. Llegado el caso, mejor cobrar diez de veinte, y si te he visto no me acuerdo, que litigar durante décadas para acabar cobrando cero.

La segunda es que, a fin de cuentas, todo aquel que invierte en un país con una economía precaria o ciclotímica sabe que está corriendo un riesgo cierto de impago.

Y, entonces, ¿por qué determinado tipo de inversor invierte en esos países? Obviamente, porque las ganancias potenciales son mucho mayores que las que pueden obtenerse invirtiendo en deuda alemana o sueca. A mayor riesgo, mayor beneficio.

Y por eso el 92,4% de los tenedores de bonos del país aceptaron en 2005 y 2010 ese canje de deuda ofrecido por el Estado argentino. Porque cuando uno se lanza a por un interés decenas de veces superior al que ofrecen los países sanos sabe perfectamente que corre un riesgo muy elevado de perder todo su dinero. Aunque los únicos que han perdido dinero aquí, a manos llenas y sin que nadie les haya preguntado si querían o no correr el riesgo, son los argentinos. Y más concretamente los que no tienen ni para bonos.

Pero el problema no está en el 92,4% que aceptó el canje. El problema está en el 7,6% que no lo aceptó. Y ni siquiera en ese 7,6%, sino en dos relativamente pequeños fondos de inversión que, en total, no llegan ni al 1% de los acreedores. Son los ya mencionados Aurelius Capital Management y NML Capital Elliott.

Si les puede la curiosidad, intenten buscar en internet al primero de ellos, teóricamente el más beligerante del dúo. El primer resultado que aparece es la página web del grupo europeo Aurelius, que se dedica a la compra de empresas «con potencial de crecimiento». Lo divertido es que al abrir la página del grupo Aurelius te topas de bruces con una ventana informativa que avisa al visitante desprevenido de que ellos no tienen nada que ver con los Aurelius que han denunciado a Argentina. También dicen que, por no tener nada que ver, ni siquiera los conocen. Así, literalmente: «Ni siquiera los conocemos». Normal, por otra parte: a nadie le gusta que le relacionen con según qué tipo de seres humanos.

Imagen: www.aurelius-capital.com

Imagen: www.aurelius-capital.com

La segunda opción es la buena. Aurelius Capital Management, una firma privada de inversiones domiciliada en Nueva York. Y ya.

Cuando digo «y ya» es que «y ya». Esa es toda la información que ofrece su página web. Ahí llevan la captura de imagen:

Imagen: www.aurelius-capital.com

Imagen: www.aurelius-capital.com

Dirección, teléfono y email en una página web que podría haber sido diseñada hace veinte años. Una gente transparente, los Aurelius. Como para fiarte de ellos. Hasta la página web de la firma de Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street debía incluir algo más de información.

En realidad, ni Aurelius ni NML forman parte de los compradores de deuda argentina «originales». NML, por ejemplo, compró en 2008 —una vez ya se había ofrecido la primera reestructuración de deuda— bonos argentinos por valor de cincuenta millones de dólares. Es decir a precio de deuda rebajada. Inmediatamente después, NML denunció a Argentina por el 100% del valor de esos bonos, ochocientos millones de dólares. Un beneficio del 1600%. Porque a NML no le bastaba con el 300% de beneficio —que es el que habrían obtenido si no hubieran litigado contra Argentina en los tribunales—. Ellos querían el premio gordo.

Hagan la prueba. Monten ustedes un negocio cualquiera. Tendrán suerte si después de mucho esfuerzo y de unos cuantos cuernos rotos logran un beneficio del 5 o del 10% anual con respecto a su inversión inicial. Si pegan ustedes un pelotazo típicamente español, es decir si son ustedes el cuñado o la pilingui de un alto cargo del ministerio de turno, su beneficio podría llegar al 20 o el 30%. Más allá de esa barrera del 30% no existe prácticamente ningún negocio de economía productiva. Solo chiringuitos de economía financiera. Bancos, agencias de inversión, fondos buitre y el resto de la patulea habitual.

Y aquí ocurre algo muy curioso. Argentina podría haber acatado la sentencia del juez Griesa que le obliga a pagarle su 1600% a Aurelius y NML. Porque Argentina tiene ese dinero. El obstáculo es una cláusula llamada RUFO. La RUFO permite que cualquier acreedor de los que aceptaron la rebaja en 2005 y 2010 solicite que le sea pagado el 100% de sus bonos si el Estado argentino le paga ese 100% a otro acreedor. Porque una cosa, claro, es ser bueno y otra muy diferente ser tonto.

La trampa, en definitiva, no está en los mil quinientos millones de dólares que Argentina debería pagarle a Aurelius y NML. La trampa está en que en el momento en el que se le pague el 100% a Aurelius y NML… el resto de los acreedores también exigirá su 100% en los tribunales. Y en ese caso ya no estaremos hablando de mil quinientos millones de dólares a pagar por Argentina sino de decenas de miles de millones. Quizá, solo quizá, más millones de los que atesora el país en sus reservas. Y por eso Argentina, aún pudiendo pagar, se niega a pagar. Porque la alternativa a una suspensión de pagos selectiva, que es en la que se encuentra ahora el país, es una suspensión de pagos total. Es decir el retorno a 2001.

Pero si aún sufren ustedes por las pérdidas de Aurelius y NML, tengan en cuenta esto: Aurelius y NML podrían haber pactado con Argentina cobrar en enero de 2015 sus mil quinientos millones de dólares. ¿Por qué? Porque la cláusula RUFO expira en diciembre de 2014. Aurelius y NML solo tenían, en definitiva, que esperar unos meses. Pero han preferido provocar la suspensión de pagos argentina. Acerca del porqué solo hay especulaciones. Aunque la explicación más obvia y más sencilla es que Aurelius y NML han suscrito pólizas de seguro contra el impago de Argentina que, muy posiblemente, superan la cantidad de dinero que podrían llegar a cobrar gracias a la sentencia de Griesa. Es decir que cerrándose en banda a la negociación y provocando la suspensión de pagos del país van a acabar ganando más dinero que el reclamado en los tribunales.

Una historia de terror, ¿cierto? Y sí: yo también leo Clarín, y La Nación, y Perfil, y Página/12. Y veo perfectamente lo que ocurre hoy en Argentina. También puedo ver en sus medios de comunicación una infinita capacidad de fabulación hiperbólica. Como puedo ver perfectamente lo que ocurre hoy en España y cómo los medios españoles —y sus lectores— se regodean en esa rancia ruindad de pueblo pequeño tan típica de por aquí. Pero es que Argentina y España no existen. Son mentira, una ficción administrativa, puro chamuyo. Argentina son los argentinos. España, los españoles. Aurelius y NML, los tipos que se presentan en sus oficinas a las 10:00 de la mañana dispuestos a rebuscar en los rincones del sistema, vía Islas Caimán, rentabilidades superiores al 1000% aunque para eso haga falta reventar un país entero. Y la ley, la excusa con la que el detentador del poder en una época histórica determinada le da la razón a uno u otro contendiente en función de sus intereses coyunturales del momento.

Pero no nos pongamos nihilistas. La pregunta es, ¿por qué debería permitírsele a los mercados financieros el mismo tipo de comportamiento que consideramos intolerable a nivel individual? ¿Qué beneficio superior, qué entidad supraindividual, justifica tanta magnanimidad? ¿En qué página del manual del buen liberal se dice que el riesgo y la posibilidad de perder todo el dinero invertido son buenos e incentivadores y sanos… excepto en el caso de las entidades financieras?

Aunque, en realidad, todo esto no es más que una mala obra de teatro protagonizada por idiotas henchidos de ruido y furia. Porque nada de lo que puede leerse hoy en día en los diarios y en las redes sociales, nada de lo que puede verse en la televisión o las pantallas de nuestros móviles, tiene ni la más mínima relación con nuestra vida real.

Guillermo Ortiz: La última bravuconada de Muhammad Ali

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Muhammad Ali. Foto: Cordon Press.

Muhammad Ali. Foto: Cordon Press.

Ali se levanta a las 5 de la mañana y sale a correr por las afueras de Nassau. Dice que ha llegado a correr diez kilómetros como si nada pero la prensa solo le ve correr cinco y subirse a una limusina que le lleva de vuelta al hotel. Por el camino, un muchacho le reconoce y le pregunta, confuso: «¿Usted sigue boxeando?» y Muhammad Ali no pierde la sonrisa y le explica que sí mientras sigue trotando, fondón, 107 kilos bajo el pantalón de deporte, es decir, diez más que cuando tumbó a Liston allá por 1964, cuando aún no era más que un aspirante lleno de arrogancia, fotos con los Beatles y medalla de oro olímpica arrojada al río Ohio.

Quedan pocos días para una pelea que nadie sabe si se va a celebrar, los rumores señalan serios problemas para llegar a acuerdos con la televisión estadounidense y sin televisión no hay combate que valga. Aparte, la venta de entradas sigue por los suelos, apenas trescientos turistas han aceptado pagar los tres euros que cuesta pasarse por el gimnasio para ver al gran Ali entrenar, intercambiar golpes con el sparring de turno, asegurarse de que no recibe ni un golpe de más.

¿Por qué Nassau? ¿Por qué este último combate? Ali dice que quiere empezar de nuevo la batalla para recuperar el título de campeón del mundo de los pesos pesados, pero a sus treinta y nueve años eso suena ridículo. Es de suponer que lo que quiere es borrar su anterior combate, la imagen de un boxeador inmóvil, grogui, incapaz siquiera de levantar la guardia, mirada perdida mientras los puños de Larry Holmes le llegaban a la cara una y otra vez sin llegar a hacerle daño del todo porque no hacía falta. Holmes gritando al árbitro: «Para esto de una vez, le voy a acabar matando» y el árbitro mirando a cualquier otro lado.

Es diciembre de 1981 y ha pasado más de un año de eso pero su estado físico y sobre todo neurológico no parece haber mejorado. El rostro que antes se retorcía en muecas y agresividad, ahora se muestra hierático, como ausente. George Foreman, su rival en aquel memorable combate de Zaire, ha declarado a la prensa estadounidense: «Si acaba luchando, va a resultar embarazoso para todos los que le apoyaron entonces». Nadie en Estados Unidos ha querido albergar lo que se supone que va a ser una carnicería, ni siquiera está claro que Ali hubiera podido conseguir una licencia en su actual condición.

Cuando entra la prensa a preguntar, el gran campeón intenta mostrarse tan excitado y engreído como siempre pero es imposible creerle. Un circo vacío. Repite que asombrará al mundo y que ganará su cuarto campeonato del mundo y que está más guapo que nunca y después de arrastrar las palabras lentamente y quedarse en silencio un buen rato entre frase y frase, aún presume con rabia: «¿Daños cerebrales? ¿Hablo como una persona que tuviera daños cerebrales?». Y, de hecho, todo el mundo en la sala parece estar de acuerdo en que sí, eso es exactamente lo que parece.

Con Larry Holmes, visitando Waterloo

La historia viene de atrás, de tres años atrás, probablemente el momento en el que Ali debería haber dejado el boxeo profesional: 15 de septiembre de 1978, revancha contra el sorprendente Leon Spinks, aparecido de la nada siete meses antes para quitarle el campeonato. Aquella tenía que haber sido su última pelea, haberlo dejado en lo más alto. Su propio médico, Ferdie Pacheco habría parado toda esta locura mucho antes, de hecho, para el segundo combate contra Spinks, Pachecho ya no está en el rincón de Ali, lo ha dejado, harto de que Muhammad no le haga caso, que no vea que sus riñones no están para competir más, que no se dé cuenta de que su sistema neurológico se va deteriorando a marchas forzadas. El Madison Square Garden anuncia que no volverá a programar un combate con Ali por motivos de seguridad y salud. Su deterioro es más que un rumor, es una evidencia para cualquiera que tenga un televisor.

Sin embargo, Spinks no es suficiente para Ali. Tiene que seguir demostrando que es el mejor, el GOAT, Greatest Of All Times, como rezan los carteles de su casa rural. Don King anuncia el combate contra Larry Holmes para octubre de 1980, y se enfrenta a una serie de problemas que solo sus influencias consiguen vencer. De entrada, necesita que la comisión médica de Nevada le dé una licencia, y para ello no le queda más remedio que pasarse dos días en la Clínica Mayo de Minnesota para someterse a controles continuos. El prestigioso doctor Howard determina que no hay daños significativos en los riñones y pasa por alto los problemas neurológicos: un agujero en su membrana cerebral, problemas en el habla y fallos incluso en el básico «dedo a nariz».

Don King ha puesto mucho dinero de su bolsillo y no va a dejar que ningún Howard le pare, así que consigue que la comisión apruebe el combate en el Caesar´s Palace y después, de manera sorprendente, sale a la prensa para declarar: «Este va a ser el Waterloo de Muhammad Ali, Holmes le va a ganar por KO».

Lo que pasa después es difícil de explicar: una mezcla de destino y envenenamiento. Ali no está para luchar contra nadie y menos contra un excelente boxeador como Holmes, con un registro de 35-0 antes de la pelea, pero su médico tampoco le ayuda: viendo su debilidad le diagnostica una hipoglucemia sin analítica alguna que la demuestre y empieza a medicarle con Thyrolar y Benzedrina, una mezcla de hormonas y anfetaminas que no solo no levantan al boxeador sino que lo hunden cada día más: lento en los entrenamientos, cansado en la carrera… dos días antes del combate apenas es capaz de correr dos kilómetros seguidos. Aquello no tiene sentido y sin embargo los intereses son demasiados como para quitarse de en medio.

En el décimo round del combate, todos los temores se ven expuestos de una manera patética. Ali parece una momia que apenas distingue a su enemigo, se mete en las cuerdas pero no como recurso —el famoso rope-a-dope de 1974 contra Foreman, cuando se dejó golpear sin merced por el gigantón hasta que el gigantón se quedó sin fuerzas, sin resuello y lo acabó noqueando al primer contraataque—, sino por necesidad.

Ya no es 1974 sino 1980 y los seis años cuentan. Eso y la cruel sensación de que aquel es un hombre ido, enfermo, que no debería estar ahí. Es ahora cuando los gritos de Holmes al árbitro, los 125 puñetazos que recibe Ali en solo dos asaltos hasta que finalmente Angelo Dundee, su técnico de toda la vida, le deja claro al árbitro que él es el que manda en ese rincón y que el combate se ha acabado. Aún hay tiempo para oír algún «no, no, no» de uno de los asistentes, pero, ¿qué quería ese hombre?, ¿qué mataran a su boxeador? Ali, mientras, no dice nada, se queda sentado, en shock, y es Holmes el que va a abrazarle, a explicarle que todo ha acabado, que él nunca quiso hacerle daño.

Waterloo, en perspectiva, se queda incluso corto.

Drama in Bahama

¿Qué sentido tiene seguir después de esto, huir de nuevo de la isla de Santa Elena para retar a las nuevas generaciones? Ninguno. Apenas hay dinero en juego, porque los promotores no quieren participar de este espectáculo. Ali cree que aún tiene un par de buenas peleas en el cuerpo pero es el único que lo piensa. Recurriendo a amigos y moviendo algunos hilos consigue que le acojan en Bahamas y le organicen una pelea decente, contra Trevor Berbick, un canadiense que viene de perder contra el propio Holmes pero a los puntos, aguantando los quince asaltos de rigor.

Puede ser una masacre —el título que le pone la organización es «Drama in Bahama» y tiene pinta de que esa es exactamente la sensación que quieren dar— y la duda no es si Ali ganará sino si saldrá vivo de esta. Su mente está ahí, sus intenciones… pero la realidad le ha abandonado. La capacidad de expresarse a una velocidad normal, los reflejos. Para que no sea demasiado duro, a Berbick se la juegan también. «Cada día que he pasado aquí en Nassau me han hecho una putada», dice a la prensa. «Ha sido agotador física y psicológicamente, una batalla continua». Berbick es joven, veinticinco años, y no está empezando pero casi. Le ha tocado el rol de enterrador y parece que le gusta. Cuando llega el 11 de diciembre de 1981, aún tiene el cuajo de hacer esperar en el ring a Ali durante cinco minutos. Las gradas están semivacías y sobreprotegidas por militares caribeños. Solo alrededor del ring —los invitados— se palpa cierto ambiente. Un John Travolta con pelo largo y sonrisa de sábado noche charla con una chica guapísima, su acompañante de esa noche.

Sin embargo, nadie mira a Berbick ni a su troupe de animados ayudantes. Los ojos están en Ali y los ojos de Ali no se sabe dónde están. Más que una entrada en un combate de boxeo ha sido una entrada a un funeral. Ali está serio, muy serio, y todos alrededor, Dundee incluido, presentan sus respetos. La cabeza aún no le tiembla pero apenas puede moverla. Todos sus rasgos de expresividad se limitan a un guiño o una sonrisa en un momento dado. Parece mucho peor de lo que las crónicas apuntaban. Es inverosímil que a este hombre le dejen pelear a este nivel.

Y, sin embargo, la duda, veintiún años después de darse a conocer en los Juegos Olímpicos de Roma sigue siendo la misma: ¿Hasta qué punto está jugando con nosotros?, ¿hasta qué punto no es esta sino la última actuación teatral del gran histrión del boxeo moderno? No habrá que tardar mucho para descubrirlo.

El último baile de la mariposa Ali

La pelea se ha establecido a diez asaltos, lo habitual en combates que no deciden campeonatos. Es una cifra razonable y permite a Ali empezar con un poco más de energía, dentro de lo que cabe: su ritmo es lento en comparación con sus mejores años pero solo en el primer round ya hace más que en todo el combate ante Holmes. El jab de izquierdas entra bien y Berbick solo puede golpear en el cuerpo para desgastar. En la grada resuena el grito que acompaña a Ali desde Zaire: «Ali, bomaye», «Ali, bomaye». Berbick incluso se cabrea cuando ve al público tan volcado en su contra, pero, ¿qué esperaba, que la gente animara al verdugo?

Pasan los asaltos y Ali se mantiene en pie. Hay cierta sensación de alivio. No va a ganar la pelea porque es imposible, porque Berbick es más ágil, golpea cuando puede y le manda contra las cuerdas cada tres por cuatro. No es que el canadiense esté en su mejor estado de forma: cuando tiene que volver al rincón resopla como un caballo cansado, pero le basta… así hasta que llegamos al octavo asalto, un momento que nadie esperaba ver en esta pelea y Ali empieza a bailar como una mariposa. Aquello tiene algo de espejismo, casi de broma, como si quisiera darse un último homenaje. Berbick no se lo cree, aquel hombre de casi cuarenta años que apenas podía andar dos asaltos antes de repente se pone a dar vueltas al ring con una soltura inaudita.

Lo dicho, es un momento mágico, el momento que Ali estaba esperando y quizá el que da sentido a este último combate. Quiere que la gente le recuerde como en estos últimos tres asaltos y no contra las cuerdas y noqueado. Por supuesto, insisto, va a perder, porque el baile no es el de 1964 y aunque la mariposa esté ahí, asomándose tímidamente, la abeja no aparece por ningún lado y no hay posibilidad de que vaya a tumbar a Berbick, sobre todo porque cuando lo intenta, lento de reflejos, la cabeza y los brazos a distintas velocidades, golpea sonoramente al aire.

Y así acaba todo. El décimo asalto acaba con la mariposa contra las cuerdas de nuevo. Pura lógica. Ali está agotado pero aguanta de pie. Esa era la única intención, acabar de pie, aguantando, encajando con su agujero en el cerebro, con su desorden neurológico, con su hablar cada vez más pastoso, la mirada perdida ante el entrevistador al que reconoce antes incluso de bajar en el ring, que sí, que este es el final, que no va a repetir nada de esto, mientras los comentaristas americanos dicen rezar a dios para que no cambie otra vez de opinión, que esta sea de verdad su última bravuconada.

Cosa que no hará porque su tiempo ha pasado —«todos los ídolos de los sesenta han muerto, solo quedo yo», dice a la prensa— y porque el Parkinson le cambia la vida en 1984. Desde entonces, un poco de todo: árbitro invitado al WrestleMania de 1985, último portador de la antorcha olímpica de los Juegos de Atlanta de 1996, colaborador activo junto a Michael J. Fox en la lucha contra las enfermedades neurodegenerativas, mediador de paz en la primera Guerra del Golfo… Dicen que Ali ha sido feliz durante estos treinta años de enfermedad y quién soy yo para negarlo. En las entrevistas, que son pocas, lo parece. Siempre ha negado que el boxeo tuviera que ver con su enfermedad porque admitirlo sería una especie de derrota. Los últimos rumores apuntan a un empeoramiento, pero los rumores siempre son así, cenizos.

Por su parte, Berbick siguió compitiendo hasta el año 2000, que no es poca cosa: fue campeón del mundo en 1986 durante siete meses, lo que tarda Mike Tyson en tumbarle con estrépito. Desde entonces, retiradas y combates de segunda división durante catorce años. Cuando tuvo la oportunidad de volver a los focos, luchando contra «Buster» Douglas, no supo aprovecharla. En 2006 fue asesinado a navajazos por dos adolescentes en Jamaica. Uno de ellos era su sobrino.

Enric González: Los nuevos bárbaros

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Un hombre tacha una ìntada de ISIS. Foto Cordon Press.

Un hombre tacha una pintada de ISIS. Foto: Cordon Press.

Las imágenes del asesinato de James Foley, uno de esos periodistas que dignifican el oficio y, según quienes le conocían, una de esas personas que dignifican la especie, son repugnantes. También asquea el jolgorio con que se difunden por la red. No creo, sin embargo, que convenga evitar su visión, porque contienen un elemento informativo relevante. Se trata del discurso del asesino, parte del cual Foley fue forzado a recitar. Ya saben, la culpa de todo es de Estados Unidos y de Occidente en general, de las agresiones imperialistas, de la arrogancia de los infieles, etcétera. Es bueno recordar lo que dicen los sociópatas del Califato y compararlo con un cierto discurso, frecuente entre la izquierda europea, en el que aparecen argumentos similares. Se trata de un discurso tan obtuso e impresentable como el del sociópata británico que decapitó a Foley.

Seamos claros: en el mundo islámico habitan los nuevos bárbaros. La gran mayoría de los musulmanes son gente pacífica y más o menos razonable, como lo eran la mayoría de las tribus bárbaras que se acumulaban junto a las fronteras del Imperio romano y se adentraban poco a poco en él, sin especiales problemas de convivencia. El colapso de Roma y del imperio de occidente no se debió a una voluntad específica de invadir y destruir por parte de esas tribus, que en cualquier caso se regían por valores incompatibles con la civilización romana (igual que ocurre ahora con el islam y los valores de libertad y representación democrática), sino a las guerras internas de los bárbaros. El empuje de nuevos grupos procedentes de Asia provocó el caos más allá del limes y ese caos se derramó sobre una Roma decadente, dispuesta a pactar lo que fuera porque se sentía incapaz de defenderse.

La situación, ahora, no es muy distinta. El islam sufre una compleja y violentísima guerra interna, cuyo eje más visible, pero no único, es el enfrentamiento entre el sunismo, tradicionalmente dominante, y el chiísmo, revitalizado desde la revolución islámica iraní de 1979. Esa fue la única revolución del siglo XX, como subrayaba el historiador Eric Hobsbawm, que no se remitió ni de lejos a los valores de la Ilustración, la razón y las libertades, sino todo lo contrario. El chiísmo ha desarrollado grupos fanáticos como los Guardianes de la Revolución en Irán o Hezbolá en Líbano; del sunismo están surgiendo aberraciones cada vez más estrambóticas, desde Al Qaeda al Estado Islámico.

Estados Unidos y sus aliados, lo que llamamos Occidente, han cometido gravísimos errores y agresiones intolerables. Por supuesto. Francia y Gran Bretaña se repartieron sin escrúpulos las ruinas del imperio otomano (1916) y sometieron de mala manera a las poblaciones locales; Washington aupó a la atroz dinastía wahabista de los Saud (1932) a cambio de explotaciones petrolíferas; la CIA acabó con Mohamed Mossadegh (1967) y destruyó las expectativas de un Irán libre; Jimmy Carter y Ronald Reagan armaron y financiaron a los muyahidines en Afganistán desde 1979; George W. Bush organizó dos invasiones, la de Afganistán (2001) y la de Irak (2003), extremadamente cruentas en lo militar y fallidas en lo político. Existen muchos más ejemplos. Pero debemos ser conscientes de que el problema musulmán viene de muy lejos y es musulmán, no occidental. El islam ha sido incapaz de confrontarse con la modernidad y en su expresión más contemporánea, la que arranca con la descolonización, ha rebotado sin cesar entre las dictaduras nacionalistas y las llamaradas hiperreligiosas. La clave está ahí.

Existen países musulmanes no estrictamente calamitosos, como Indonesia o Marruecos. El panorama global sí lo es. La llamada primavera árabe, un proceso antiautoritario rápidamente sofocado (aunque no extinguido) por las tensiones de fondo, demostró que son pocos los que reclaman libertades. Por debajo del macroconflicto histórico, la guerra entre suníes y chiíes por el dominio geoestratégico y religioso, hierven casi todos los problemas concebibles: la citada e interminable pugna entre militares e islamistas, una corrupción prodigiosa, una evidente incapacidad para alcanzar un aceptable desarrollo económico, una natalidad desbocada y, muy al fondo, el empecinamiento en mirar al pasado y no extraer de él más que recuerdos de humillaciones, reales o inventadas, que exigen venganza. La crueldad casi caricaturesca de las bandas ultrayihadistas (el gran Jon Lee Anderson las compara, en un muy recomendable artículo publicado en The New Yorker, con Los Zetas del narcotráfico mexicano) se ha convertido en un lenguaje, un mensaje y un programa político. Más allá de los degüellos, decapitaciones, crucifixiones y torturas diversas no hay nada más que ensoñaciones de un pasado remoto, frustración, estupidez y furia en estado puro.

No vale la explicación de que las sociedades violentas, como las árabes, generan violencia. Hasta una cuarta parte de los efectivos del Estado Islámico, unos dos mil o tres mil, proceden de Europa. De Londres, de Madrid, de París, de Milán, de Barcelona. De ciudades abiertas y tolerantes. Tampoco vale esgrimir la tragedia palestina: esa tragedia es real, muy real, pero los países árabes no son menos despiadados que Israel cuando se trata de los palestinos. Israel se ha convertido en una coartada cómoda para justificar un inmenso fracaso colectivo.

El hundimiento de las sociedades musulmanas es rápido y generalizado. Siria, Libia, Sudán, Irak, Egipto, son en la práctica estados fallidos, como Afganistán. Pakistán representa el peor peligro de crisis nuclear. Los países más ricos, los que disponen de tesoros fabulosos gracias al petróleo, hacen lo posible por empeorar las cosas exportando fanatismo (caso del wahabismo saudí) o financiando a los fanáticos (Catar ha sustituido a Siria como patrón de Hamás y respalda de forma encubierta a los sociópatas del Califato). La frustración acumulada por los nuevos bárbaros lleva tiempo derramándose sobre Europa y, en menor medida, sobre Estados Unidos. Es el gran problema contemporáneo y conviene encararlo con lucidez y sin gilipolleces bondadosas.

No, el responsable de los atentados del 11-M no fue Aznar por sumarse a la invasión de Irak: fueron los yihadistas. No, los estadounidenses no se buscaron los atentados del 11-S: fueron los yihadistas. Si esa minoría fanática e hiperactiva, que dura ya bastantes generaciones y acumula rabia y locura, no es derrotada y suprimida, el caos musulmán se desplomará definitivamente sobre el planeta. La tolerancia con otras culturas carece de sentido cuando hablamos de teocracias delirantes, déspotas grotescos, opresión y miseria. La represión sanguinaria de El Assad, la brutalidad de Al-Sisi, el sectarismo de los Hermanos Musulmanes, el fundamentalismo saudí, la diplomacia criminal de Catar y la locura asesina del Estado Islámico son lados distintos de una misma figura geométrica. Esta es una guerra por la civilización. El tipo de guerra que perdió Roma.

Jorge Bustos: La inexistencia frustrada del humor argentino

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Fotografía: Diego Abad de Santillán / TEA (DP).

Este artículo sobre Macedonio Fernández (Buenos Aires, 1874-1952) llega para llenar un vacío, con otro. Versará sobre un autor desconocido por méritos propios, alguien que un día se propuso escribir la autobiografía perfecta de un desconocido: aquella que terminamos de leer sin saber exactamente si el protagonista es él o cualquiera de los demás. Llegó a acumular tal número de noticias faltantes sobre sí mismo que su gloria nunca se supo, y en adelante nunca sería posible terminar de ignorarlo, de tal manera que ni siquiera somos capaces de equivocarnos sobre él con algún acierto.

Del profundo desconocimiento en que existía vinieron a sacarlo dos genios dotados de un talento quizá más precioso que el de escribir bien: el talento de reconocer el verdadero talento. El primero fue Ramón Gómez de la Serna, que ya en 1927 mantenía correspondencia con Macedonio, cuyas piezas delirantes leyó en las revistas de vanguardia de la época con la instantánea adhesión que prende el hermanamiento estético: la rara confluencia de tonos, estilos y caracteres a ambos lados del Atlántico. Cuando Ramón se exilió a Buenos Aires le buscó enseguida para seguir cultivando en persona la coherente amistad entre dos de los grandes incoherentes de las letras españolas; dos talantes seducidos fatalmente por la ingenuidad seria de los problemas. «Macedonio es el gran hijo primero del laberinto espiritual que se ha armado en América, y hace metafísica sosteniéndola con arbotantes de humorismo, toda una nueva arquitectura de metafísica que, como se sabe, solo es arquitectura hacia el cielo», escribió Ramón en el obituario a su amigo ido.

Esa nueva arquitectura de la prosa argentina, esa metafísica bienhumorada de Macedonio la explicó luego con más detalle Borges, para quien la escritura de quien fue su primer maestro (junto a Cansinos Assens) niega el yo por esconderlo de la muerte, supremo escándalo que asquea a los temperamentos vitalistas. «Yo por aquellos años lo imité hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura. Quienes lo precedieron pueden resplandecer en la historia, pero eran borradores de Macedonio, versiones imperfectas y previas. (…) Definir a Macedonio Fernández parece una empresa imposible; es como definir el rojo en términos de otro color». Así le despidió el autor de Ficciones un mes después de su muerte.

Y así, sobre los elogios de dos genios se alzó una cierta resurrección editorial del nombre genesíaco en la primera vanguardia argentina. Hoy, mientras la fama de Cortázar —que tanto le imitó— no mengua, la del primero de la saga del irracionalismo literario y la invención de géneros híbridos dormita en un letargo seguro, apenas interrumpido por un quijote o un pedante. Lo cual no deja de ser apropiado a su vida de solitario de mate y guitarra, soñador en gabán raído de éxitos que nunca llegaron.

Nadie es el Adán literario, sentenció Darío, y el propio Macedonio confesó las influencias de Twain, de Sterne y de Quevedo, que resultan por lo demás bien visibles: la premisa disparatada, la autoparodia llevada al absurdo, el conceptismo de frase subordinadísima y sentenciosa con regusto arcaizante, la paradoja como esqueleto para articular ocurrencias. Estamos ante el caso excepcional de un autor en quien coinciden la imaginación y la elocuencia en el mismo grado torrencial (normalmente se tiene una o la otra). Eso confiere a su estilo muy depurado una huella de oralidad, quintaesencia de la locuacidad porteña que delata el método compositivo de Macedonio: provisto siempre de una pequeña libreta, el propio orador corría a anotar la última genialidad proferida espontáneamente en tertulia con los amigos, de la cual él era el primer sorprendido. Esta estrategia creativa da cumbres de un ingenio apoteósico, aunque es justo señalar que en sus peores momentos el chiste se le amanera y la incontinencia verbal se confunde con lo farragoso.

Ya que no triunfaba, ya que apenas vendía ejemplares de sus poemarios surreales o de sus antologías de artículos disparatados para Proa o Martín Fierro, decidió reírse de su megalomanía frustrada. O quizá fuera al revés: quizá no vendía libros porque el tema de casi todos ellos era la tragicómica fragmentación de la identidad moderna, y al buen lector burgués no le gustaba (o gusta) que le recordasen (o recuerden) su metafísica irrelevancia. El caso es que Macedonio Fernández, como Mark Twain, pertenece a esa raza escogida por la musa para devolver toda su seriedad a la astuta condición de humorista. Su evolución política no deja de ser significativa, pues viajó de un socialismo juvenil más o menos utópico a un anarquismo místico que le enfrentó con las querencias fascistoides del futurista Marinetti, a quien le soltó en un brindis de bienvenida a Argentina:

Muchos deploran la brotación tardía, en vos como en Lugones, de una fe en el Estado que apena a cuantos creíamos que la superior Beldad Civil era El Individuo Máximo en el Estado Mínimo. Ilustres como sois en el mundo; naciendo dictaduras en toda Europa; mostrándose aún en los Estados Unidos frenesíes estatales de democracias y congresos dictadores con leyes de injerencia en los hábitos, creencias, placeres, viciosos o no, del individuo —prohibiciones del alcohol, del juego, imposiciones de higiene privada, etcétera—, hay que confesar, insigne futurista, que el pasado no ha muerto y no le falta un parecido de porvenir.

Vaya si sabía también ponerse serio.

Volviendo al humor, por desgracia no he tenido aún la oportunidad de entrevistar a Les Luthiers y preguntarles si han leído a Macedonio Fernández. Me sorprendería mucho que contestaran que no. En la finura expresiva que caracteriza el humor del afamado quinteto parece difícil no advertir deudas de paisanaje con párrafos como este, extraído de sus deliciosos Papeles de Recienvenido:

No sé si por algunos excesos de conducta o por observancias poco estrictas en mi régimen de vida cumpliré en breve cincuenta años. No lo he efectuado antes porque, cada vez que impacienté al tiempo adelantando algún acontecimiento, me cambiaron uno bueno por uno malo. La elección de un día invariable de cumpleaños me ha permitido conocerlo tan bien que, aun con los ojos vendados, cumpliría mi aniversario. Alguien dirá: «Pero Recienvenido, otra vez de cumpleaños! ¡Usted no se corrige! ¡La experiencia no le sirve de nada! ¡A su edad cumpliendo años!» Yo, efectivamente, entre amigos no lo haría. (…) Otros juzgarán que el anuncio de mi próximo aniversario va encaminado a incitar a los cronistas sociales para recordarme con encomios: «Nadie como el señor R. ha cumplido tan pronto los cincuenta años»; o bien: «A pesar de que esto le sucedía por primera vez, cumplió su medio siglo el apreciado caballero como si siempre lo hubiera hecho». Alguien con algún desdén: «Con la higiene y la ciencia moderna, quién no tiene hoy cincuenta años». «A su edad no tenía mucho que elegir». En fin, lo cierto es que nunca he cumplido tantos años en un solo día.

La quiebra lógica, los juegos gramaticales, las situaciones absurdas recuerdan bastante a las técnicas usadas por Mihura en sus insólitas Memorias, y en general al humor sutil de la que se ha dado en llamar, con bastante pereza, «la otra generación del 27». También nos acordamos leyéndole de los cuentos de Groucho o de Woody Allen. El buen humor, como las familias felices de Tolstoi, se reconoce enseguida. Quizá solo un poco menos rápido que el humor de monólogo industrial que nos asola, donde el tópico se manufactura como los mejillones en las conserveras. Yo pienso que el odio al tópico es un regalo de las mejores sensibilidades. Cuando Macedonio describe los amores anticonvencionales de Alphabeticus y Teresina, subraya que «se querían entrañablemente, a pesar de que ni el padre de él ni la madre de ella se oponían despóticamente a sus amores».

Macedonio acarició un ambicioso proyecto. Ya que no se veía capaz de escribir la primera novela buena de Argentina, quiso escribir al menos la última mala. La tituló Adriana Buenos Aires; última novela mala. Tal cual.

En la obra de nuestro autor, sin embargo, no todo es greguería e ingenio; entre tanta selecta bufonada encontramos análisis sociales de una lucidez indiscutible: «Hoy la publicidad se ha hecho tan esencial a todo que la mera pasividad no nos gana concepto de desconocido».

Cumpliendo su deseo bartlebyano de disolución, la muerte se llevó a Macedonio Fernández cruzado el ecuador del siglo XX. Presumía de padecer un lote variado de enfermedades, aunque creía que con una le bastaría al fin. Confesaba que no las combatía porque no sabía exactamente cuál necesitaría en el desenlace. La posteridad le reservaba la paradoja de este insignificante artículo, que perturba la confortable tesis de su inexistencia.

Fotografía: Ediciones Corregidor / Iliazd (DP).

Guillermo Ortiz: El último saque de banda de Emmanuel Amunike

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Es abril de 1998 y en la plaza de Sant Jaume se juntan las secciones de fútbol y balonmano del Barcelona para celebrar sus respectivos éxitos. En el caso de los Urdangarín, Masip, Garralda y compañía, la Copa de Europa; en el de los chicos de Louis Van Gaal, la Copa del Rey, ganada ante el Mallorca por penaltis gracias a una intervención salvadora de Ruud Hesp y gol final de Michael Reiziger.

Han pasado solo diez días de la anterior celebración en el balcón de la Generalitat y el ambiente es considerablemente más frío, salvo por un grupo de adolescentes que gritan «Iñaki, Iñaki» y obligan al nuevo duque de Palma a saludar tímidamente con una media sonrisa. El president Pujol aplaude con aires de somnolencia y cuando los aficionados y algunos compañeros de Urdangarín le piden que bote, pone su habitual cara de mal humor y dice «hoy no toca». Después, anunciaría que lo del botar, al menos en aquel balconcito, se iba a acabar.

Todo sigue con un aire de euforia protocolaria hasta que Abelardo coge el micrófono y después del manido «Visca el Barça y visca Catalunya» se arranca con un «campeolones, campeolones» que es inmediatamente coreado por la multitud, consciente del homenaje. Todos miran a Amunike y Amunike parece avergonzado. Lleva casi un año sin jugar al fútbol, con molestias en la la rodilla desde finales de la anterior temporada, la de Robson y Ronaldo Luiz Nazario, y operado desde septiembre. De un tipo cuestionado e incluso ridiculizado ha pasado a ser un jugador querido y carismático. Él mismo fue el que soltó el insólito canto diez días antes en ese mismo balcón, un motivo como cualquier otro para pasar a la historia de la cultura popular futbolera.

Hay algo entrañable en aquel nigeriano pequeñito que, después de pasarse el año entre clínicas y camillas de fisioterapeutas, celebra el título de liga como si hubiera marcado el gol definitivo en la última jornada. Llegado en medio de la enorme guerra civil que marcó al club después de la salida intempestuosa de Johan Cruyff, Amunike se consideró un capricho de Robson, un capricho de unos seiscientos millones de pesetas pagados al Sporting de Lisboa, rival del Oporto en los tiempos en que el entrenador británico, otro hombre tratado con saña, entrenaba en Portugal.

Puede que Amunike —ahora se ha puesto de moda escribir Amuneke, esas difíciles transcripciones vocálicas; Bin Laden y Ben Laden, ¿recuerdan?—, no fuera un jugador desequilibrante y puede que no fuera lo que necesitaba un Barcelona que había repescado a Hristo Stoichkov, ídolo de la afición, y contaba con el joven Cuéllar como alternativa para la banda izquierda, además del canterano Roger.

Cuando le preguntaron a Robson por la necesidad de un fichaje así y a ese precio, Romerito revisited, lo mejor que se le ocurrió decir fue «necesitamos a alguien como él para los saques de banda». Si quiso decir eso o se perdió en la traducción, no lo sabemos: lo que está claro es que esa definición marcó al jugador en sus primeros meses en Barcelona y no fue precisamente para bien.

Aquella mágica selección nigeriana

Ahora todo es fácil. Ahora, Maldini y Áxel Torres y no hace falta ni parabólica ni historias, todo en YouTube o en canales de pago. Por entonces, la cosa era distinta. Por entonces, llegaba el Mundial de 1994 y te encontrabas con once sorpresas por partido. Empezaba la primera jornada y la Nigeria de turno le ganaba 3-0 ni más ni menos que a Bulgaria, la misma que había eliminado a Francia en la liguilla clasificatoria y en la que jugaba el futuro Balón de Oro.

Aquella Nigeria tenía un delantero imponente, Yekini, que como solía pasar acabó en un equipo de mitad de tabla de la liga española, en este caso el Sporting de Gijón, un organizador con calidad como Sunday Oliseh, un portero veterano a lo Tommy N´Kono, llamado Peter Rufai… y dos balas por las bandas que desequilibraban las defensas: por la derecha, Finidi George o George Finidi, que nunca acabó de quedar claro; por la izquierda, Emmanuel Amunike, autor de uno de los tres goles de aquel partido. Desde el banquillo salía Mutiu Adepoju, mítico canterano del Real Madrid y delantero del Racing de Santander.

El exotismo africano había estado llamando a la puerta desde 1990, con Camerún y su travesía improbable por el Mundial de Italia, pero ahora la cosa parecía ir en serio: medio equipo consiguió un buen contrato en Europa y en clubes de altura: Finidi formó con Overmars la mejor pareja de extremos del continente, Oliseh pasó por la Reggiana, el Colonia y el Ajax para acabar en la Juventus, Amokachi se fue al Everton… y Amunike, como decíamos, firmaba por el Sporting de Lisboa tras tres años buscándose la vida en la liga egipcia.

Fueron dos temporadas de muy alto nivel en Portugal que se saldaron con una Copa y un subcampeonato, detrás del Oporto de Robson y Mourinho. Amunike no era un goleador pero sí un facilitador al que no le importaba trabajar y correr para los demás. El típico jugador que no destaca entre las aficiones ajenas pero encandila a los entrenadores. Cuando Robson vio que su proyecto en Barcelona se descosía, pidió a Núñez que ejecutara de una vez la opción de compra. Quizá lo veía como el pegamento necesario para una plantilla poco acostumbrada al sacrificio. Desde luego algo tuvo que ver en el chico más allá de lo lejos que tiraba los saques de banda porque Bobby Robson, por mucho que se empeñara la prensa de Barcelona, no estaba senil.

Dicho y hecho. El 10 de diciembre de 1996 se anunciaba el fichaje de Amunike por seiscientos millones de pesetas. «El crack de Robson», lo titulaba Mundo Deportivo con cierta ironía. La guerra, como decíamos, había empezado mucho antes.

Los tiempos del post-Cruyffismo

Cruyff dijo que los millones había que tenerlos en el campo y no en el banco y Núñez le contestó que con dinero fichaba hasta su portera. El resto de la historia, ya la saben. Sin un Cruyff en el que apoyarse, el presidente blaugrana, tras casi quince años en el palco, recurrió a algo seguro, un entrenador que pudiera gestionar egos y adoptar a la vez un rol secundario. Bobby Robson, en ese sentido, era ideal. Revelación del fútbol inglés en sus tiempos del Ipswich Town, había llevado a Inglaterra a semifinales de un Mundial en 1990, algo que desde entonces no se ha vuelto a repetir.

Robson se trajo a su equipo del Oporto, incluido a José Mourinho, y se puso a redactar una lista de fichajes, incluido Amunike. El contrato se llegó a cerrar a la espera de las pruebas médicas, pero las pruebas médicas no salieron bien y por ahí fueron pasando los Giovanni, Ronaldo, Cuéllar, Luis Enrique, Vitor Baía, Fernando Couto, Pizzi, Blanc y compañía sin que se supiera nada del nigeriano. Concentrado con su selección para los Juegos Olímpicos de Atlanta, Amunike esperaba noticias y aceleraba su recuperación. Tanto aceleró que acabó ganando el oro con un gol suyo ante Argentina en el minuto 90, aquella Argentina de Zanetti, Almeyda, Ortega, el Piojo López, Hernán Crespo

Aún tuvieron que pasar tres meses para que Gaspart y Núñez pudieran presentar al extremo, y, para entonces, el Barcelona estaba en llamas. Había pasado la euforia de la Supercopa, con aquel regate imposible de Ronaldo a Geli para gol de De la Peña y lo que quedaba era un segundo puesto en liga a dos puntos del Real Madrid de Capello y sobre todo la sensación de que aquel equipo no jugaba al nivel de sus estrellas.

Robson era un técnico conservador, británico, de 4-2-3-1 y Popescu a dirigir el juego con Guardiola. Quiso ser precavido y simpático cuando la gente, después de dos años sin títulos, quería revolución y que esa revolución la encabezara De la Peña. «La Quinta del Mini» había explotado en el último año de Cruyff y a Robson no solo se le pedía que ganara sino que lo hiciera con los chavales. En el imaginario culé, De la Peña se merecía el puesto de Popescu, Óscar el de Giovanni, Celades sería una alternativa real a Guardiola… y Roger jugaría por la izquierda cada partido.

El vestuario tampoco era un lugar plácido: Stoichkov llegó y se lesionó, a la vuelta pidió más minutos pero no los tuvo. Ronaldo tenía demasiados asesores, Giovanni podía encandilar con una jugada maravillosa y pasar el resto del partido desaparecido. De Vitor Baía se decía que era «portero y medio» pero sus errores hicieron echar de menos incluso a Busquets padre, que pasaba al banquillo. Por si fuera poco, nada más empezar la temporada, el capitán, Bakero, anunciaba su marcha al fútbol mexicano y dejaba a Robson sin un referente vital en el campo. El equipo alternaba goleadas en casa con bajones incomprensibles fuera del Camp Nou. Los aficionados, montados en aquellos primeros elefantes azules, pagaban con el entrenador el enfado que se habían pillado con el presidente. Amunike no arregló nada de esto.

De Robson a Van Gaal, un camino de mayor crispación

Aquellos primeros seis meses de Amunike en el Barcelona acabaron siendo los únicos seis meses de Amunike en el Barcelona. Y no fueron agradables. El Madrid se escapaba en la liga y el nigeriano no carburaba. De estrella olímpica, de «crack de Robson» pasaba a inútil protegido que le quita el sitio a Stoichkov y Roger, aunque en algún partido el británico consiguió poner a los tres juntos en el campo. Fueron unos meses de enero y febrero terribles: derrota en casa contra el Hércules, empate también en casa ante el Oviedo y nuevas derrotas, frente a Espanyol, Real Sociedad y Tenerife fuera del Camp Nou.

El 4-0 en el Heliodoro Rodríguez López ponía al entrenador contra las cuerdas, a 9 puntos del líder y empatado a puntos con el tercero, el Betis. Cuando Pantic marcó su cuarto gol y puso el 2-4 en el partido de vuelta de Copa del Rey, la suerte de Robson estaba echada. Sin embargo, el milagro encabezado por Ronaldo y Pizzi hizo que las críticas escamparan y el Barcelona consiguió levantar cabeza, encadenando varias victorias en liga, el triunfo en la Recopa y, ya en mayo, el doblete en el Bernabéu ganando al Betis en una apasionante final de Copa.

Para entonces, Amunike había dejado de ser fijo y Van Gaal veía los partidos desde la grada con su libreta en la mano. No fue un gesto bonito y probablemente no pretendiera serlo, pero su fichaje se filtró con total descaro y el pobre Robson ahí se quedó, dando la cara, con pretendida flema inglesa, mientras el gran rival celebraba la liga a base de goles de Mijatovic, Suker y Raúl. El nigeriano jugó diecinueve partidos, once como titular, y solo marcó un gol, el que valió la victoria en Logroño. En septiembre de 1997, cuando luchaba por hacerse un hueco en el complejo sistema de Van Gaal, cayó lesionado de manera misteriosa. «Tiene la rodilla hinchada», afirmó el doctor Baños mientras el jugador aseguraba que no se trataba de nada importante.

Los problemas esta vez eran en la rodilla izquierda, no en la derecha, la que le había impedido el fichaje por el Barcelona en primera instancia. Pocos días antes, el 17 de septiembre de 1997, Amunike había tenido que retirarse en el descanso del partido ante el Newcastle en Saint James´s Park, un 3-2 con hat-trick de Faustino Asprilla, que ponía el primer clavo sobre el ataúd europeo del Barça de aquel año, antes incluso de las exhibiciones de Shevchenko.

Van Gaal jugaba con un 3-4-3 que en ocasiones pasaba a 4-3-3 y con el tiempo derivó en una suerte de 2-3-2-3 con laterales largos. En cualquier caso, el puesto de extremo izquierdo parecía reservado a Rivaldo, tan reservado que a Stoichkov le faltó tiempo para subirse a la grada, sacar su pañuelo y gritar al compás el «Fora Van Gaal» tan de moda desde el desastre de noviembre de cada año. ¿Habría tenido sitio Amunike en ese equipo? Es cierto que el técnico holandés tenía cierta querencia por los nigerianos: él había llevado a Finidi, Oliseh, Babangida y Kanú al Ajax, así que al menos partía sin prejuicios.

El caso es que la rodilla siguió inflamada unos cuantos días hasta que el 28 del mismo mes era intervenido en la clínica Asepeyo. No se establecían plazos ni se especificaba la lesión, pero el jugador afirmaba que su objetivo era llegar al Mundial… si había suerte.

El último saque de banda de «Manolo» Amunike

Aquel partido de Newcastle sería el último en mucho tiempo para «Manolo», como le conocían sus compañeros. Celebró como el que más, ya lo hemos visto, los títulos de liga y copa de aquel año y el de liga del año siguiente, pero no consiguió recuperarse nunca de sus molestias. En las tres temporadas bajo las órdenes de Van Gaal, Amunike no consiguió jugar ni un solo minuto en liga. Por supuesto no llegó al Mundial y no volvió a jugar con la selección nigeriana. A camino entre su país de origen y el de adopción, Amunike vivió en la distancia aquel dantesco último año de Van Gaal y Núñez en Can Barça y marchó a Albacete, con la esperanza de volver a sentirse jugador de fútbol.

De él quedaba el recuerdo de su llegada, las primeras críticas y el chistecito del saque de banda que le acompañó incluso en un anuncio de televisión muchos años después. Sin embargo, en Albacete las cosas no fueron mucho mejor. Anclado en la segunda división, Amunike jugó once partidos en su primer año y seis en el segundo. Ya harto de sufrir para nada y con una disputa con su aseguradora de por medio, decidió abandonar el fútbol para solo volver fugazmente y completamente fuera de forma durante algunos partidos con el Al-Widhat jordano.

Detrás de él, un palmarés a considerar: dos ligas, tres copas, una Recopa, un oro olímpico y un Mundial en el que soñó con convertirse en estrella. Aquella tarde-noche codeándose con Urdangarín y Pujol en el corazón de Barcelona. Mucho más que un inútil que sacaba muy lejos de banda, si lo piensan. Su fichaje siempre es recordado como uno de los mayores fracasos de la historia del Barcelona y es probable que estén en lo cierto: seisciento millones para seis meses de fútbol es caro, nos pongamos como nos pongamos. Otra cosa es que sea justa la mofa, pero si a él no le importa, no veo por qué me tiene que importar a mí.

Tsevan Rabtan: Naturaleza incompleta (y IV) – Conciencia

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Foto: Thierry Ehrmann (CC)

Foto: Thierry Ehrmann (CC)

Decía en el anterior artículo de esta serie que, en este, que la concluye, analizaría por qué un sistema emergente teleodinámico puede explicar la aparición de una forma especial de potencia causal normativa, basada en una valoración o evaluación de algo aún no sucedido y que probablemente no sucederá.

Sin embargo, para dar ese paso hacia la «yoidad», la sensitividad y la conciencia, Deacon, en la obra que vengo comentando, explora previamente una ampliación o reformulación de conceptos esenciales como los de información y trabajo, desde la perspectiva de sistemas dinámicos emergentes. A partir precisamente de ese momento, la obra se vuelve altamente especulativa, brillante y fructífera. Deacon, aunque haya quien piense otra cosa (quizás él mismo), no ha escrito un libro de filosofía. Al menos yo no lo creo así. Ha intentado formular un esbozo de hipótesis científica que pueda desarrollarse y falsarse. Sus aproximaciones en la búsqueda de una explicación de lo singular de la vida (y de su producto más refinado, la conciencia) le han exigido un aparato teórico, pero todo él es susceptible de ser desmontado en cuanto cualquiera de sus partes no se conforme a lo que está bien establecido en el conocimiento científico actual. En gran medida, lo que hace es introducir un punto de vista, estructurado sobre principios de la termodinámica, la energía, la información y la vida, y construido sobre algunas ideas nucleares: que los seres vivos son productos dinámicos emergentes refinados por selección natural; que han alcanzado un nivel en el que es elemento esencial, formal, la autopreservación y la generación de mecanismos para obtenerla; y que esos mecanismos, en consecuencia, mediante la captura de ligaduras y su amplificación, han generado una potencia causal nueva derivada de las posibilidades ausentes, de tal naturaleza que son capaces de reordenar la materia y provocar la aparición de aquello que, en otro caso, sería tan astronómicamente improbable que podríamos calificarlo como imposible.

Es un tour de force de tal entidad que es comprensible que algunas de esas especulaciones puedan resultar menos convincentes. En cierto sentido, así pasa con su proyecto de construcción de una teoría general del trabajo que incluya formas de trabajo morfodinámico y teleodinámico. Tras leer esa parte de la obra en varias ocasiones, no termino de comprender la necesidad de ir más allá del concepto usual de trabajo, salvo que busque (y no parece que sea así) un posible atajo metafórico en la descripción de la creciente complejidad de las fuerzas que permiten el nacimiento y el mantenimiento de los sistemas dinámicos emergentes. En mi opinión, esa «teoría general del trabajo» no sería sino una reformulación de lo que ya hemos analizado en los anteriores artículos, pero visto desde el punto de vista de su «coste» y no de su probabilidad: las ligaduras no solo permitirían la aparición de una realidad enormemente improbable sino que la facilitarían al ir capturando y clausurando caminos construidos sobre caminos previos que concentrarían el esfuerzo de maneras especialmente eficientes.

Cuestión distinta es su análisis del concepto de información. No podemos hablar con sentido (qué paradoja) acerca de si lo entencional es o no un epifenómeno, sin examinar el concepto usual de información frente a su concepción más técnica y preguntarnos si esta última es completa. Tratamos con la información como si tuviese sustancia, como si pudiera adquirirse, acumularse y perderse. En cierto sentido, hacemos como los físicos del XIX que creían que la energía tenía una realidad sustancial a la que llegaron, en alguna de sus formulaciones, a dar nombre (así el calórico), cuando en realidad es una abstracción de un proceso. En el caso de la información esta visión reduccionista es mayor: lo más importante no es ni el sustrato físico ni su forma, como veremos. El pecado ha sido sustituir un concepto equívoco, vulgar, de información por un concepto técnico que solo responde a un aspecto parcial: el de la capacidad de un canal para transmitirla.

Cuando Claude Shannon encontró que la medida de la cantidad de información que puede transmitirse utilizando un canal obedecía a leyes muy similares a las de la termodinámica, creó el concepto de entropía informacional. De manera sencilla, la medida de la información depende de la probabilidad o improbabilidad de recibir un mensaje concreto (considerando la probabilidad de todas las señales que podrían ser enviadas). La entropía informacional es una medida lógica, no aumenta espontáneamente, como consecuencia  de una tendencia natural, por lo que muchos autores consideran desafortunado el uso del término. Sin embargo, existen relaciones entre ambas entropías derivadas del hecho de que los canales de información también están sujetos a degradación. Cuando se emite una señal la entropía «shannoniana» nos habla de su probabilidad abstracta (y esa es su medida); la entropía termodinámica del sistema nos señala cuán probable es que la señal se degrade.

Teniendo en cuenta lo anterior, ¿es esto suficiente para considerar completo el concepto de información, incluso hasta el punto de que se haya extendido una especie de idea new age que considera que existe un equivalente entre la ordenación de la materia y la información o incluso que materia e información son lo mismo? Lo cierto es que a Shannon le daba igual lo que significase aquello que se transmitía. Él era ingeniero y estaba —y aquí hay de nuevo una analogía con los Carnot y los Clausius— preocupado por cuestiones prácticas como los límites de un canal de información y cómo medirlo; pero esto deja fuera cuestiones esenciales. Así, por ejemplo, el hecho de que la información se base en una reducción de la improbabilidad implica necesariamente la existencia de un proceso físico que reduce la entropía termodinámica de la señal que le sirve de sustrato. No puede haber información sin un trabajo previo, es decir, sin la imposición de una ligadura por una influencia externa. Esa influencia es significativa en la medida en que, como consecuencia de ella, se produce una diferencia respecto a lo que esperamos. Deacon utiliza un ejemplo excelente para explicarlo: el descubrimiento por Penzias y Wilson de la radiación de fondo originada en el big bang. Como lo que captaron era equivalente a un ruido indiferenciado, aplicando la medida «shannoniana» la información transmitida sería nula; sin embargo, su análisis y la exclusión de fuentes locales como origen de ese ruido dieron lugar a una información sorprendente, a la que pronto los amigos de lo espiritual llamaron fotografía de Dios.

Al salirnos de la medida de la cantidad de información adquirimos una perspectiva más amplia, en la que factores que podrían disminuirla (como la redundancia de señales) son percibidos de otra forma porque en realidad lo que hacen es aumentar su fiabilidad. Más aún, visto desde fuera, resulta obvia la necesidad de que el emisor y el receptor compartan información redundante para que nueva información sea transmisible con sentido. Son las ligaduras —que, como vimos en anteriores artículos, no están en el medio aunque sean intrínsecas a él— las que tienen un potencial de transmitir información, pues muestran la probabilidad de que ese medio se altere por una influencia exterior. Y esa simple posibilidad ya es en sí misma informativa (imaginemos un medio que no cambia, cuando nuestra expectativa es que sí cambie). Deacon llama la atención en este punto sobre una elegante definición de información dada por Gregory Bateson: una diferencia que crea diferencia, pero entendiendo esta no solo como la capacidad de influir y realizar un trabajo, sino en el sentido añadido de que ese trabajo obedezca a una finalidad, algo solo posible cuando hablamos de procesos teleodinámicos. La información se imbrica así en procesos que organizan formas de realizar trabajos capaces de generar ligaduras que realicen otros trabajos. Y precisamente porque esto es así es por lo que esos primeros procesos triunfan transitoriamente frente al ubicuo segundo principio de la termodinámica: sin el éxito (por encima de un cierto umbral) en la imposición de ligaduras capaces de realizar un trabajo (es decir, sin el éxito en la correcta interpretación de la información disponible) el organismo (o la máquina diseñada) dejan de ser capaces de imponer ligaduras extrínsecas.

Llegamos a un punto paradójico: que las ligaduras nazcan de procesos concretos no limita su capacidad futura de que allí donde se imponen puedan servir como canal de comunicación de tipos muy variados de información; sin embargo, y a la vez, la información concreta transmisible está limitada por su posible interpretación. Solo la información interpretable está disponible. La capacidad «shannoniana» es ideal: en un sistema real, el límite de lo que puede hacerse con la información viene impuesto por aquella que es realmente utilizable; y en cada transmisión una parte de la información se pierde. Solo hay una manera de aumentar la capacidad de utilizar esa información: que el propio proceso dinámico la mejore. Esto es algo que puede lograrse creando nuevos canales de información o profundizando y mejorando los que ya se posee mediante un proceso de detección de errores basado en la formulación de hipótesis y su contraste. La evolución darwiniana es, en la práctica, un proceso de esta naturaleza: los genotipos y fenotipos disponibles se contrastan con el medio y el éxito reproductivo de algunos de ellos reduce la entropía potencial, proporcionando información sobre las ligaduras heredadas y las condiciones ambientales presentes, en la medida en que influyen en la dinámica del organismo. Más aún, este proceso es el que permite convertir lo que hoy es ruido en información. Lo importante es recordar que el éxito no se basa en un diseño previo, sino que es lo que resulta del residuo sistémico que triunfa frente a linajes competidores. Por esta razón los organismos están abiertos a lo que Jay Gould denominó exaptación, es decir a la evolución funcional de alguna de sus adaptaciones previas.

De lo anterior no hay que deducir que el motor de la evolución sea la información. La evolución simplemente sucede, permitiendo que la información (entendida en un sentido relacional, como información sobre algo) esté disponible para los organismos. La evolución sí nos habla de lo que falló, pero nos dice muy poco de los detalles generativos del organismo y de sus descendientes. Esto es lógico: a la selección natural le da igual cómo se construye el organismo que triunfa. Sin embargo, su funcionamiento es vital, entre otras razones porque los organismos tienen una existencia concreta en la que pelean por los recursos disponibles. Hay una dislocación entre la función y su sustrato que permite que se incorporen, como polizones, rasgos incidentales que pueden resultar decisivos en su futuro linaje. Si solo algunos aspectos de una adaptación (que es resultado de una modificación de ligaduras) son precisos para realizar una función, el hecho de que las ligaduras se refieran a posibilidades no realizadas es lo que permite que minimicemos el sustrato físico que la realiza. La evolución se convierte en un proceso en el que se van generando, transmitiendo y modificando ligaduras que permiten la generación de sistemas dinámicos que pueden cumplir determinados requerimientos, pero que, sobre todo, son potencialmente capaces de realizar muchos otros aún no presentes. Sin embargo, esos detalles sí son precisos para explicar las máquinas biológicas, ya que estas no pueden definirse de forma general (como sucede con la función), sino que han de existir en la realidad, venciendo la degradación termodinámica. El proceso evolutivo solo es posible con organismos que funcionen, lo que introduce una restricción muy importante que, a la vez, es la causa esencial de su éxito, ya que las modificaciones se producirán en variedades que ya han demostrado su potencial a la hora de mantenerse y reproducirse. La dinámica emergente se configura así como un filtro positivo (que solo admite aquellos organismos que puedan funcionar) y la selección natural como un filtro negativo (que da prevalencia a aquellos más eficaces a la hora de acaparar recursos). Ese filtro positivo no puede, en consecuencia, explicarse por la selección darwiniana (y esto es al menos indudable en el caso del primer organismo, prerrequisito de la selección natural).

Lo que Deacon afirma es que la captura de ligaduras que se produce en los procesos dinámicos emergentes y su mantenimiento en niveles dinámicos superiores explica que no se produzca una degradación constante que impida una construcción de organismos cada vez más complejos. Un ejemplo es la información genética. El ADN no es nada sin el organismo que es capaz de interpretarlo (y no excluye esto el que los hombres pudiéramos ser capaces de crear un ente mecánico que lo hiciera, ya que esa máquina tendría un diseñador humano). La transmisión de la plantilla fijada en los genes es una adaptación más, especialmente exitosa. Como puede observarse, Deacon está muy lejos de las tesis de Dawkins, que sitúa al replicador en el propio gen. Más aún, formula una hipótesis de autógeno sin plantilla (bien ADN, bien ARN) del que podría decirse que efectúa una interpretación normativa de información. Tal sería un autógeno que se debilitase por la unión a él de moléculas de sustrato (las que permiten su reproducción), de forma que la presencia de las mismas aumentase la probabilidad de esa reproducción. La unión de esas moléculas sería el signo y la idoneidad del entorno sería el objeto de esa información. El autógeno así constituido «adquiriría» información sobre su entorno aumentando su capacidad de duplicarse y reconstituirse. La cristalización de esos procesos sería posterior. Deacon plantea una hipótesis sobre su aparición (similar a otras propuestas también por Lynn Margulis y Freeman Dyson): como alguna de las moléculas que forman parte del ADN y ARN tienen también una función como transportadores de energía, su presencia facilitaría la catálisis de los autógenos. Esas moléculas, polimerizadas, serían un reservorio energético que se activaría por la exposición al agua en el momento de ruptura del autógeno. Esta polimerización podría crear sesgos que favoreciesen procesos catalíticos (normalmente por simple proximidad) a modo de plantilla que se iría refinando. No entraré en más detalles para no hacer este último artículo más largo de lo que ya es; lo importante es comprender cómo esos procesos de retención de ligaduras que surgen conforme a principios de probabilidad van abriendo paso a un aumento de las probabilidades de que se exploren formas más complejas de estructura dinámica.

Con esto llegamos casi al fin. Los tres últimos capítulos de la obra de Deacon se refieren al yo, a la sensitividad y a la conciencia. El yo y la conciencia no son lo mismo. La conciencia sería un caso especial y altamente sofisticado del yo; sería un yo subjetivo. El planteamiento es, en resumidas cuentas, el siguiente: los organismos son yoes porque están organizados en torno a su subsistencia y replicación y esto los hace cualitativamente diferentes de cualquier otro ente que exista en la naturaleza. Esa «yoidad» sería la consecuencia de ser procesos teleodinámicos y, por tanto, cerrados. Cada uno de los procesos incorporados en los niveles emergentes mediante la “congelación” de ligaduras contribuye al mantenimiento del proceso en su integridad, y sin la existencia de ese proceso dinámico no surgirían los procesos o funciones parciales. Y esto es evidente en el caso de los organismos pluricelulares (hechos en cierto sentido de yoes previos) en los que cada célula está incompleta si no forma parte de un proceso más amplio común a todas ellas. Cada incorporación (como sucedió con las mitocondrias en las células eucariotas) a un proceso superior implica una pérdida de autonomía. En un sentido básico, habría un yo vegetativo del que surgiría un yo subjetivo, como consecuencia de la evolución del cerebro, el órgano que soporta las funciones del organismo en su totalidad.

Para ello, al margen de funciones automáticas, el organismo terminó incorporando una función que permitía generar mundos virtuales que explorar, prediciendo las consecuencias futuras de las influencias del entorno. La «yoidad» se secuestraba como proceso teleodinámico, incorporándose a un nivel superior en el que aquella terminaba apareciendo también como entorno. Las hipótesis de Deacon en este punto son altamente sugerentes. La idea de que el yo es un proceso y de que la conciencia es una forma especial de ese proceso implica que esta última vaya surgiendo y creándose de forma continuada mediante una diferenciación ascendente. De nuevo resulta capital el concepto de clausura teleodinámica. Somos organismos con capacidad agente porque esa capacidad de generar mundos virtuales nos permite cambiar la realidad de forma que constantemente nuestro éxito refuerce esa misma capacidad y nuestro fracaso la disminuya. Cuanto más eficaz es esa capacidad de predicción y de adecuación de nuestro comportamiento a fines, más éxito tiene el organismo en preservarse. Ese es el origen de la potencia causal del cerebro humano.

Estatua de Alan Turing en Bletchley Park. Foto: Ian Petticrew (CC)

Estatua de Alan Turing en Bletchley Park. Foto: Ian Petticrew (CC)

En este punto, Deacon muestra una de sus ideas más atrayentes, relacionada con la vieja discusión sobre la realidad o no de los conceptos generales. Una forma general, una idea, puede no tener una existencia material, pero eso no impide que pueda determinarse negativamente (como ya se explicaba en un artículo anterior) como aquello que resulta de una limitación de caminos posibles, es decir, mediante la imposición de una ligadura. Así consideradas, las ideas no son un simple epifenómeno, sino el mecanismo resultante del proceso evolutivo que utilizan los organismos encefalizados para ajustar su comportamiento al entorno. Las ideas, las representaciones, los mundos virtuales, renuncian a contener todos los detalles que exigiría una descripción completa de un análogo real, pero, al servir al mantenimiento del organismo y su éxito reproductivo, se convierten en el motor que produce cambios en la realidad circundante. El propio yo subjetivo es uno de esos productos virtuales. Esto supone la superación del dualismo cartesiano.

En un artículo de 1950, Alan Turing planteó un test que, de forma simplificada, se basaba en la idea de que, si no podemos distinguir un resultado producido por un ser humano como consecuencia de un input, del que realizaría un aparato mecánico, ambos procesos (llamémosles mentales) serían funcionalmente idénticos. La cuestión es si este aparato sería sensible. John Searle propuso un famoso experimento mental conocido como «habitación china». Un hombre que no sabe chino se encuentra en una habitación en la que recibe textos escritos en ese idioma que compara con otros que aparecen en una base de datos, de forma que esta le indica qué textos debe enviar fuera como respuesta. Para un observador externo que sí sepa chino, el hombre de la habitación da respuestas adecuadas; sin embargo, el hombre de la habitación no entiende nada de lo que aparece en los textos. Comprendemos que existe una manera consciente y sensible de efectuar la tarea y otra inconsciente e insensible. Ambas tareas podrían describirse como inteligentes, pero solo habría intencionalidad en aquella en la que existe conciencia. La sensitividad, en su forma más elevada, sería consecuencia de la capacidad de crear mundos virtuales como requisito para adaptar el entorno.

Deacon finaliza su obra planteando una hipótesis general sobre la conciencia como proceso teleodinámico, en la que expone ideas como la de que la representación mental es resultado de dinámicas atractoras, regularidades que se imponen sobre una especie de mar de fondo, lo que implicaría que cualquier producto mental precise de un cierto tiempo y pueda encontrar resistencia, ya que ha de imponerse a otros que pueden ir produciéndose simultáneamente. Los borradores de representaciones serían constantes, un producto ortógrado de la propia actividad neuronal. Esa actividad permanente estaría presta a concentrarse en dinámicas atractoras concretas, mediante un aumento metabólico que podría ser resultado de una influencia externa. Sin embargo, se produciría una inercia, una cierta disociación entre el aporte energético y el producto cognitivo. Esa resistencia explicaría la emoción. La pregunta final sería: ¿dónde se interpreta ese contenido mental?

Los cerebros humanos forman parte de organismos que no solo tienen una tendencia teleológica, sino que son capaces de representársela. El cerebro es un yo que genera una reproducción teleodinámica de sí mismo, un falso homúnculo que situar a los mandos. La subjetividad no estaría situada en ningún sustrato, sino que emergería a cada momento de algo que se encuentra ausente: las posibilidades no realizadas.

Es hora de finalizar. Estos artículos solo son una aproximación superficial e incompleta de los conceptos e ideas que se expresan en la extraordinaria obra que he venido comentando. Les recomiendo vivamente que se dirijan al original; se darán cuenta de que hay mucho más de lo que he sido capaz de esbozar.

Volviendo al principio de estos artículos, les diré que Naturaleza incompleta termina con un epígrafe, llamado «valores», que contiene algunas afirmaciones con las que no estoy en absoluto de acuerdo. Sin embargo, sé que si puedo discutirlas es porque puedo. Y no, esa afirmación con la que casi termina este artículo no es banal en absoluto.

 

Jordi Pérez Colomé: Periodistas, circulen

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Foto: Alexander Turnbull Library (DP)

Foto: Alexander Turnbull Library (DP)

Amazon pagó hace poco más de mil millones de dólares por una web que yo no sabía que existía: Twitch. Es cuatro veces más de lo que pagó por el Washington Post. Twitch sirve para ver en vídeo cómo otros juegan a videojuegos. Los videojuegos son cada vez más como el deporte: hay profesionales, los practicantes aprenden técnicas y trucos y la afición llena pabellones para ver campeonatos.

En octubre se jugó una final de League of Legends. Lo vieron online treinta y dos millones de personas. Twitch fue uno de los servicios que lo transmitió. Treinta y dos millones es más audiencia que los capítulos finales de Los Soprano, 24 y Breaking Bad juntos, según el Wall Street Journal.

Microsoft compró poco después por más de dos mil millones de dólares un videojuego —Minecraft— que tampoco sabía que existía. No es que yo sea lelo con los videojuegos; en mi entorno varios informáticos más jóvenes no sabían qué era. Minecraft tiene muchas virtudes: una es que ha vendido cincuenta y cuatro millones de copias.

El álbum más vendido de la historia —Thriller, de Michael Jackson vendió sesenta y seis millones. Pero Minecraft es solo el tercer videojuego más vendido: Tetris y Wii Sports superan ya a Michael Jackson. Los otros discos entre los más vendidos son las bandas sonoras de Grease y El guardaespaldas y dos trabajos de Pink Floyd y Bee Gees.

Los videojuegos son una industria más grande que la música. En el mundo del ocio, solo les queda el cine por superar.

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Hace también unas semanas, alguien robó de la nube fotos de famosas desnudas. Aparecieron en 4chan, un lugar de frikis, según me ha dicho un amigo metido en el mundo. De allí pasaron a Reddit, un lugar algo menos friki que reúne cientos de foros. Es una web gestionada por sus usuarios.

El 1 de septiembre las vieron en Reddit ciento cuarenta y un millones de personas. Sin contar la publicidad, Reddit consiguió dinero ese día para pagar servidores durante un mes. El post de Buzzfeed sobre las fotos recibió cinco millones de visitas en veiticuatro horas; mucho menos, pero aún una cantidad espectacular.

La fascinación con la belleza femenina es común. La cuenta de Twitter de Jot Down tuiteó hace unos días que lo más visto en El Mundo era una historia sobre el culo de Kim Kardashian. No es sorprendente el éxito de videojuegos ni de las fotos picantes.

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Pero no siempre ha sido exactamente así. Las editoriales de Estados Unidos vendieron ciento veintiún millones de libros de bolsillo al gobierno a precio de saldo para que los mandara a los soldados durante la Segunda Guerra Mundial. Las tropas se los quitaban de las manos. «Eran tan populares como las chicas de las revistas», dice un soldado desde Nueva Guinea el 30 de abril de 1944 del New York Times. Otro desde Italia se emociona porque hay libros de Conrad, Melville o Steinbeck.

No todos los soldados eran tan finos. Según un estudio de la época, «los favoritos son novelas que tratan con franqueza de relaciones sexuales (sin fijarse en el tono, mérito literario y punto de vista, no importa si el libro es serio o de humor, romántico o vulgar)».

El ejército necesitaba entretenimiento y las editoriales se lo daban en un formato adecuado. No había entonces nada más que hacer. En cambio, el mayor de los marines Edward Carpenter describe así lo que pueden hacer en una base grande del ejército en Afganistán en el siglo XXI:

Comer helado con cada comida, dormir en habitaciones con aire acondicionado y colchones de verdad y almohadas de verdad, ducharse con agua caliente, navegar por internet, estudiar cursos universitarios, mirar películas y practicar salsa y patinaje en línea.

Es solo una parte de la oferta de la base. La lectura —aunque fuera picante— de la dura Segunda Guerra Mundial se ha convertido en variedad. No creo que los soldados de hoy sean más tontos por leer menos y patinar más. Yo prefiero poder escoger mis pasatiempos; los soldados deben poder hacer lo mismo.

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Este progreso hacia más variedad tiene consecuencias para quienes nos dedicamos a crear contenido. El público no es ya un grupo cautivo a la espera de nuestra última maravilla. Es un grupo al que le gustan los videojuegos —más de lo que yo imaginaba—, la tele, el morbo, el fútbol, las paridas, la actualidad. Además ya no hay que ir al quiosco a buscar nada ni, en la mayoría de casos, a pagarlo.

Más profesionales por tanto van a vivir de llenar este tiempo de ocio. Los escritores, los periodistas, los actores y los músicos ya no serán los únicos, como a mediados del siglo XX.

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En agosto de 2013 cinco jóvenes en la India crearon ScoopWhoop, una copia local de Buzzfeed. Buzzfeed nació en 2006 en un sector donde las visitas y la venta de publicidad digital era clave y ya había mucha competencia. Al lado de chicas y chicos guapos, Buzzfeed tiene listas de las veinte cosas que todo veinteañero debe haber hecho y de los quince políticos que se parecen a personajes de Juego de Tronos. Buzzfeed también hace información extraordinaria, pero no es su fuente básica de tráfico e ingresos. Es una sección más de su oferta.

En 2014 es más fácil crear una pequeña web interesante con temas ligeros y divertidos pero no insultantes y que además haga algo de actualidad que convertir las webs de El Mundo o el ABC en escaparates de culos.

Los cinco jóvenes indios de ScoopWhoop definen así su producto, que ha tenido un éxito fulminante: «Una web que crea contenido optimizado para que sea compartido en redes sociales». Es decir, que guste. A pesar de que tratan a menudo de la actualidad, no lo llaman periodismo. Lo llaman por su nombre: queremos que la gente lea lo que hacemos. Hay un prejuicio extendido en este tipo de webs: atraer a la gente es fácil. No lo es: hacer una buena lista requiere imaginación, esfuerzo y estilo. Están mejor que noticias sesudas sobre elecciones, cumbres y leyes.

Por si fuera poco, tienen un recurso oculto: «Su arma secreta, dicen, es que ninguno de los miembros fundadores era periodista. Los cinco cofundadores estudiaron publicidad y relaciones públicas». Cada estudiante de periodismo puede preguntarse qué ha hecho mal y por qué creen que es mejor no ser periodista. (He oído a los creadores de Jot Down presumir también de no ser periodistas).

Yo ya expliqué mi teoría: rollos, no.


Guillermo Ortiz: Darko Milicic, de acosador de árbitros a émulo de Limonov

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Darko Milicic. Foto: k1k0.com (CC)

Darko Milicic. Foto: k1k0.com (CC)

Después de perder en la prórroga su segundo partido de la fase de grupos, lo que quedaba claro era que Serbia no iba a clasificarse directamente para cuartos de final. Aquello empezaba a ser lo habitual en una selección tocada por el fracaso de 2005 en casa y que no había levantado cabeza en 2006, antes al contrario. Como prueba de fuego para los jóvenes Teodosic, Velickovic, Markovic o Tepic, el Eurobasket de 2007 podía tener algún sentido iniciático, pero para veteranos como Jaric o Gurovic, llamados a tirar del equipo, el campeonato estaba siendo un fracaso absoluto.

En medio de todo esto quedaba Darko Milicic, el poderoso pívot por entonces de los Orlando Magic, a punto de completar su fichaje por los Memphis Grizzlies de Pau Gasol. Milicic tenía solo veintidós años pero se le llevaba exigiendo como estrella desde que fuera elegido sorprendentemente con el número dos en el draft de 2003 por los Detroit Pistons, el mismo draft que vio como Carmelo Anthony, Chris Bosh y Dwyane Wade eran elegidos inmediatamente después del serbio. Milicic era un diamante en bruto que todos esperaban pulir pero que tenía mucho más de bruto que de diamante. Zurdo de corpachón enorme y con un tiro de media distancia aceptable, aquel «rookie» conoció todos los banquillos de la NBA en su primera temporada, relegado por Larry Brown a un ostracismo total.

Si a Dumars no le echaron a palos de Michigan por pensar que lo que necesitaba el equipo era un serbio de dieciocho años que apenas había jugado dos temporadas en el Hemofarm fue simplemente porque aquel año los Pistons ganaron el anillo con Chauncey Billups como MVP y Ben Wallace dominando los tableros. La broma de Milicic dejó de tener gracia cuando en los siguientes años, fuera por lesiones, por inadaptación o por pura inmadurez, siguió sin contar para el entrenador. En ninguna de sus tres temporadas en los Pistons conseguiría pasar de los siete minutos por partido, eso cuando directamente no jugaba o no se vestía.

Con todo, en 2007, jugar en la NBA era jugar en la NBA y eso daba un estatus. Un número dos del draft de 2,13 y 22 años siempre iba a ser una posible estrella a tener en cuenta. En el primer partido del Eurobasket, contra Rusia, se vio completamente desbordado por Kirilenko y Morgunov. El mítico «Moka» Slavnic no conseguía desde el banquillo transmitir su energía competitiva y tampoco lo conseguiría un día después, contra Grecia, la derrota en la prórroga de la que hablábamos al principio del artículo. Esta vez sí, Milicic estuvo a la altura de las expectativas con 17 puntos, 6 rebotes y 3 tapones en 39 minutos. No sirvió para calmar sus ánimos.

«Si alguno tiene hija, me follo a su hija»

El arbitraje tuvo sus cosas, como siempre. Una eliminación de Gurovic algo polémica, jugadas bajo los aros que podían haberse pitado en una dirección o en otra… lo habitual en un Grecia- Serbia, vaya. Sin embargo, Milicic salió de la pista encendido, se dirigió a la zona mixta y tras la inofensiva pregunta por sus impresiones generales del partido empezó ya fuerte: «Nada, estos tres árbitros de mierda nos han robado la victoria. Esos tres maricones, esos tres mierdas se creen que son alguien» y ya, sin parar, rodeado de grabadoras, las palabras que le perseguirían durante su carrera: «Voy a volver y a follarme a las madres de los tres, esto es lo que les tengo que decir: ¡maricones!».

En ese momento, uno de los periodistas serbios alerta del lenguaje y pide un poco de calma al gigante pero Milicic no está para tonterías: «Son unos mierdas, que me coman la polla, eso lo podéis escribir, estaban acojonados y no pitaron nada. Me voy a follar a sus madres, a las madres de los tres, y si alguno tiene hija, me follo a su hija». Esa sucesión enloquecida de madres, hijas y árbitros italianos tenía un aire de familia a aquello del pito de Benito Floro, pero con una alevosía inaudita. La FIBA no supo qué hacer así que no hizo nada, tan solo ponerle una multa de 10 000 euros. Milicic pasó de ser un jugador sobrevalorado a un idiota en apenas un minuto. Jugó el último partido, ante Israel, y no solo lo jugó, contraviniendo toda lógica, sino que fue la estrella del equipo con 18 puntos, 13 rebotes y 4 tapones.

Serbia perdió y quedó fuera del torneo.

El traspaso a los Grizzlies no mejoró las cosas. Después de un par de incursiones en los play-offs, Memphis volvía a ser la peor franquicia de la NBA pese al trabajo de Pau Gasol y contaban con el serbio para convertirse en el complemento eficaz al poste bajo que nunca fuera Stromile Swift, otro bala perdida que jamás llegó al nivel esperado. Los Grizzlies contaban con Iavaroni como entrenador y ficharon a Juan Carlos Navarro tras largas negociaciones con el Barcelona. Nada resultó. El equipo volvía a perder sesenta partidos y parte de culpa en ello tuvo la marcha a mitad de temporada de Pau a los Lakers.

Gasol y Milicic ya habían tenido un pequeño enfrentamiento mediático antes del Eurobasket, cuando se publicó que el serbio había expresado su preferencia por jugar contra el español, «porque es un jugador muy blando». En cuanto firmó por la misma franquicia, por supuesto, negó todo tipo de declaraciones, pero la relación se mantuvo fría y de hecho Milicic siempre intentó dar lo mejor de sí ante Pau, como si le debiera algo. Su estancia en Memphis quedó en unos 7 puntos y 6 rebotes por partido y un posterior traspaso a los Knicks, donde jugó ocho partidos —¿quién no ha jugado alguna vez ocho partidos con los Knicks en estos años locos?— y fue inmediatamente enviado a Minnesota.

El repunte frustrado por las lesiones

Cuando llega a Minnesota en 2009, todo el mundo tiene claro que Milicic no llegará a ser nada parecido a una estrella; él, el primero. Su carrera con la selección, sin saberlo, ya ha acabado: aquel verano, Serbia había sorprendido al mundo llegando a la final del Eurobasket redoblando su apuesta de 2007 por la juventud. A los mencionados Teodosic, Tepic, Markovic o Velickovic se les unieron Radulijca, Perovic, Macvan o Krstic. No había sitio para el polémico Milicic en esa Serbia y tampoco lo habría en 2010, cuando fuera el propio jugador el que renunciara para poder entrenar con los Minnesota Timberwolves y mejorar su juego.

Minnesota pintaba como el último tren al que agarrarse: Milicic se consolidó como pívot titular de una franquicia en reconstrucción tras la marcha de Kevin Garnett y aunque seguía mostrando limitaciones en ataque, digamos que era fiable en el rebote y contundente en el tapón. La temporada 2010/11 fue la mejor de su carrera, con 9 puntos y 5 rebotes en más de 24 minutos de juego. Aquel verano tuvo la oportunidad de volver con Serbia al Eurobasket de Lituania pero Ivkovic le acusó de poco compromiso. Cabreado como en él era habitual le llamó «viejo malvado» y negó haber recibido ninguna llamada convocándole a ningún entrenamiento.

Puede que la 2011/12 estuviera llamada a ser la gran temporada de Milicic y de los Wolves, ya con Kevin Love y Ricky Rubio en el equipo. Nunca lo sabremos. Las lesiones de cadera y de muñeca se cebaron con él y apenas pudo jugar 29 partidos, bajando sus números a menos de 5 puntos y 3 rebotes. La eclosión de Love y sus persistentes molestias hicieron que los Wolves decidieran no renovarle y acabara como agente libre en los Boston Celtics.

Eran aquellos Celtics de antes de la estampida de Pierce y Garnett aunque ya no contaban con Ray Allen. Jermaine O´Neal se pasaba la temporada en la enfermería y Danny Ainge pensó que estaría bien contar con el típico pívot blanco suplente que subiera un poco la temperatura del equipo y la afición. La pretemporada fue bien pero su experiencia en liga regular se limitó a un partido: el primero en el TD Garden, contra los Milwaukee Bucks. No consiguió anotar ni un punto y apenas cogió un rebote en cinco minutos de juego. A partir de ahí, la nada.

Tras diez partidos sin jugar, el propio Milicic pedía que le liberaran para poder atender a su madre enferma en Novi Sad. «Doc» Rivers se lamentó mucho de la baja de un talento tan grande y todo el rollo habitual pero el propio jugador tardó poco tiempo, apenas unos meses, en desmentirlo todo: su madre no estaba mala, solo un poco pachucha; lo que él quería era irse de ahí cuanto antes porque «no soy el tipo de jugador que se conforma con que le paguen un dineral por sentarse en el banquillo». Con los 47 millones de dólares que acumuló a lo largo de su carrera NBA se ve que bastaba.

La última rajada de Darko Milicic

Desde aquel 2 de noviembre de 2012 no hemos vuelto a ver a Milicic en un partido de baloncesto profesional. De vez en cuando salen rumores de que va a volver, que está entrenando duro, que puede tener tal oferta de tal equipo europeo o americano… pero el caso es que nadie se atreve. El chico aún no ha cumplido los treinta —lo hará el año que viene— y ya parece una leyenda de otro tiempo. Se le ve a menudo apoyando al Estrella Roja de fútbol en el fondo norte y en una entrevista para Gigantes del Basket aseguraba estar preparándose con la selección de su país para el Mundial… de pesca de carpas.

En junio de 2013 aseguró que no volvería a jugar en la NBA pero no dijo nada de la Euroliga. Quién sabe. De momento, aparte del fútbol, le entretiene la política. Simpatizante del Partido Radical Serbio, ha participado en movilizaciones a favor de Vojislav Seselj, político y escritor nacionalista que lleva diez años esperando veredicto del Tribunal Internacional de La Haya, donde el fiscal le acusa de hasta quince cargos de crímenes contra la humanidad.

Preguntado al respecto, Milicic se limitó a decir: «Lo que me jode es que nosotros los serbios no nos podemos comportar como serbios en Serbia. Eso es un problema. Este hombre lleva en La Haya diez años y no podemos ni decir su nombre aquí en Serbia. Nuestros vecinos, con los que hemos tenido nuestros problemas, pueden dar la bienvenida a sus imputados por el TPI como si fueran héroes, nosotros no». Uno se para a pensar en cómo entenderá Milicic que debe comportarse un serbio en Serbia o en su definición de «problemas» y le entran temblores. No importa. Está claro que la cosa no va a ir a mejor. Cualquier día de estos aparece en una novela de Emmanuel Carrère.

Cristian Campos: España; gran idea, ciudadanos equivocados

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Una imagen de la Diada de 2014. Foto: Cordon Press.

Una imagen de la Diada de 2014. Foto: Cordon Press.

Hubo dos momentos llamativos en la entrevista de Ana Pastor a Artur Mas del pasado domingo en La Sexta. Y eso a pesar de esa cansina matraca televisiva que obliga a los presentadores a forzar el titular viral en cada frase. O a interrumpir al entrevistado a las bravas cuando la histeria espasmódica que ellos llaman «ritmo» decae. En breve las entrevistas en televisión las hará un mono con una ametralladora. Para mantener la tensión y tal. A fin de cuentas, la televisión española es entretenimiento, no periodismo, y ese libro de (mal) estilo audiovisual que la tele ha copiado de internet y que internet heredó de la tele en una espiral de chorrez que desemboca en la más absoluta gansada no se lo ha inventado Ana Pastor. Que, por otro lado, parece una buena periodista infiltrada en territorio enemigo.

El primero de esos momentos llamativos es cuando Pastor charla con Javier Sardà en el AVE como prólogo a la entrevista a Artur Mas. Durante esa charla, Sardà pilla por sorpresa a la presentadora y le pregunta si ella tiene un «gran sentimiento patriótico». La respuesta de Pastor es la de muchos ciudadanos españoles cuando se les pregunta por sus vínculos sentimentales con España: el «paso turno». «Yo tengo sentimiento… hacia mi hijo», dice ella. En términos toreros, eso es una chicuelina de manual: el matador se enrosca en el mismo capote con el que acaba de azuzar al toro.

El segundo momento son en realidad tres momentos. Ana Pastor le pregunta a Javier Sardà si en Cataluña se ha «medio manipulado» a los catalanes. Me gusta mucho eso de «medio manipulado». Así se le pone el condón a una palabra, con desparpajo. Pero a Sardà no le gusta la pregunta y le sugiere a Pastor «ponerlo bonito» y decir más bien que a los catalanes «los han convencido». Pocos minutos después, Julia Otero suplica un poco más de respeto por la inteligencia de los ciudadanos. Dice Otero que «uno no puede ir por ahí diciendo que los que salen a la calle son manipulados, que es una masa aborregada y adocenada, y que la culpa es de Mas. Eso no se sostiene ni aquí ni en ningún sitio. No podemos considerar que el votante es imbécil». A pesar del afán pedagógico de Sardà y Otero, a Pastor le falta tiempo para soltarle a Mas la expresión «calentar a la gente». Mas se pone firme ante lo que sugiere el término —que los catalanes son gilipollas y que él se ha aprovechado de ello— y la presentadora se ofrece, educada, a «cambiar el verbo».

El caso es que Ana Pastor insiste hasta tres veces en poco más de diez minutos en el argumento de la manipulación. Una manipulación que habría conducido a unos catalanes anteriormente reacios o indiferentes a la idea del independentismo a pedir ahora la separación de un país… por el que Ana Pastor es incapaz de demostrar el más mínimo sentimiento incluso en el contexto de una charla informal. Fíjense bien. Antes incluso de empezar la entrevista, Ana Pastor ya se ha quedado sin ella. El titular se lo doy yo: «Una atea le reprocha a un ateo su indiferencia frente a la idea de dios».

En otras palabras. Cuando un español siente indiferencia hacia la idea de España, está ejerciendo su libertad personal a sentir lo que le sale de las gónadas. Cuando es un catalán el que siente exactamente esa misma indiferencia, está siendo manipulado.

Siendo los catalanes tan fácilmente manipulables, digo yo que todo lo que deberían hacer los españoles para acabar de un plumazo con el soberanismo es demostrar un poco de entusiasmo por su propio país cuando son preguntados al respecto. Eso no requiere que los españoles respondan a la pregunta de Sardà levitando al oír la palabra «España», pero no estaría mal un sencillo «no entiendo qué quieres decir con “gran sentimiento patriótico” pero creo que vale la pena conservar buena parte de lo conseguido por los ciudadanos españoles a lo largo de los últimos cuarenta años». Con esa frase, tan pragmática ella, no puede sentirse ofendido ni uno de ERC, oigan. Pero si ni de eso somos capaces, ¿cómo esperamos que los catalanes dubitativos se suban al carro de la españolidad? Javier Marías decía hace unos días en La Vanguardia que «si saliera la independencia, a mí personalmente tampoco es que me importase demasiado». Pues si a él le toca un pie, imagínense a Pilar Rahola y compañía.

El caso es que yo también opino, supongo que al igual que Ana Pastor, que los afectos personales son los únicos realmente merecedores de atención. Y eso es perfectamente compatible con el reconocimiento de la existencia de otro tipo de afectos. Son los afectos que no se dirigen hacia las personas sino hacia determinadas abstracciones, como la de dios o la de la nación. Pero no son afectos excesivamente importantes y yo aconsejaría esquivar en la medida de lo posible a cualquier persona que insistiera más de lo razonable en ellos o que no estuviera dispuesta a traicionarlos por una buena causa. Por mi parte ni los considero. Si se quemara mi casa y solo pudiera escoger un objeto que salvar, escogería el iPhone antes que la unidad de España. Al menos el iPhone ha sido fabricado por artesanos con cariño por su propio producto.

Hablando de cariño. Creo que no soy el primer catalán al que le merecen mucho más cariño los españoles, y especialmente aquellos a los que conozco personalmente, que la idea de la nación española. Aunque solo sea porque los primeros son reales y la segunda una ficción administrativa. Como la de Cataluña, por supuesto. ¿O se creían que este era un artículo partidista?

Es por eso que me sorprende la insistencia de algunas personas, por otro lado perfectamente sensatas, en esa «trama de afectos» que en teoría va a quedar aniquilada si los catalanes se independizan.

Porque yo entiendo los argumentos económicos. Y muy bien que los entiendo. Tengo por ejemplo meridianamente claro que Cataluña quiebra a los cinco minutos de independizarse de España y que España lo hace solo dos o tres minutos más tarde.

Pero… ¿las tramas afectivas? ¿Cómo es de ceniza la vida de las personas que sostienen ese argumento para que su trama de afectos dependa de los vínculos administrativos que los ciudadanos establecen o dejan de establecer con el funcionariado de turno?

—Lo nuestro es imposible, tú estás empadronada en el distrito de Poble Sec y yo en el de Ciutat Vella.
—¿Te has sacado el carnet de conducir? Pues que te follen.
—Hijo mío, estás desheredado: haberlo pensado antes de darte de alta como autónomo.
—¿Cómo que esto no es lo que parece? ¡Eso que asoma debajo de las sábanas es una cédula de habitabilidad como un campanario!.
—Pe… pe… pero, ¿la doble nacionalidad? ¿Y desde cuándo conoces a esa zorra?

En realidad, la idea más interesante de la entrevista de Ana Pastor a Artur Mas es de Julia Otero cuando dice —cito de memoria— que en Madrid «se está haciendo un mal diagnóstico de la situación». Ya sé que resulta difícil de creer fuera de estos pagos, pero Otero lo niquela.

En Madrid, sí, no se ha entendido nada de lo que ocurre en Cataluña. Tampoco es tan extraño: lo de Podemos también les pilló en Babia. A esta gente le hace falta ayuda porque no da para mucho más y la intelectualidad unionista catalana, que la hay y por cierto bastante inteligente en todos aquellos temas que no les rozan los callos de sus neurosis, está haciéndole un flaco servicio al perseverar machaconamente en el equívoco de que este es un conflicto de identidades provocado por un nacionalismo periférico al que debe responderse jurídicamente. Y ahí anda España, esperando en el campo de batalla equivocado a que aparezca un ejército catalán que no va a hacer acto de presencia porque anda desfilando tan campante en dirección contraria.

Porque el campo de batalla no es el de la legalidad. Si me apuran, ni siquiera el de la legitimidad. Tampoco es el de la identidad, o el de la historia, o el de la economía, o el de la pertenencia a Europa. Sino el de la incapacidad de las elites castellanas para construir un relato atractivo de país que incruste la idea de la nación española en el imaginario colectivo de todos los ciudadanos y no solo en el de los ya convencidos de antemano. Y menciono a las elites castellanas porque yo a la España de la que se habla en las calles de Jerez de la Frontera, Oviedo o San Sebastián me apunto sin demasiados reparos. Pero a la España de la Corte no la rozo ni con un palo de pinchar nubes.

Tampoco me estoy inventando nada nuevo. David Gistau escribía el miércoles en ABC que «la simpatía nacionalista era una piedra pómez para sacarse España de la piel como Camba pedía en las saunas turcas que le rascaran el catolicismo». Y remataba luego: «En España solo se trató de fabricar orgullo con la coartada inocua, infantil, del deporte, aunque fuera rebajando el concepto español, igual que se rebaja el vino demasiado fuerte con agua, con eufemismos como “La Roja” y “La Eñe”. Años después de semejante fracaso pedagógico, nos encontramos con que España no dispone de una emoción con la que hacer contrapeso a la del independentismo, que firma sus papeles con los ojos anegados de lágrimas». El diario El País editorializaba al día siguiente esto: «Hay ataques [del Gobierno central] que son encajados con regocijo por quienes los reciben y eso es lo que ha producido la escasa y triste comunicación gubernamental que ha intentado contrarrestar el torrente propagandístico de Mas. Frente a un conjunto compacto e insistente, omnipresente y persuasivo, que vende la idea de independencia como la panacea para todos los males, el Gobierno ha erigido —sobre la base de la inconstitucionalidad indiscutible del proyecto— un sencillo e inútil conjunto vacío: nada (…) ¿Qué rendimiento político obtendrá si ni siquiera se ha planteado ganarse los corazones y las mentes de la mayoría de los catalanes?».

Supongo que la respuesta de un salvapatrias a eso sería que a España no le hace falta construir un relato de nación, una épica, porque España ya existe. Quizá eso sea cierto. Quizá a este país le baste y le sobre con un ordenamiento jurídico similar al de sus vecinos europeos para seguir existiendo, incólume y eterno, hasta el fin de la historia. Es un argumento circular: como la España democrática moderna es y nace de ese ordenamiento jurídico, y ese ordenamiento jurídico impide en la práctica que España sea otra cosa, España es eterna. Una nación perpetuum mobile que funcionará para siempre a partir de un impulso inicial —la Constitución— y sin necesidad de aporte externo alguno de energía. Es decir sin necesidad de la convicción de sus ciudadanos, que por lo visto están ahí a mayor gloria de LA IDEA. «Gran idea, especie equivocada» decía E. O. Wilson del socialismo, ese sistema político maravillosamente diseñado… para las hormigas.

Yo es que no creo en las hadas: España no existe allí donde sus ciudadanos no creen en ella. En este sentido, Cataluña es independiente desde hace años.

España, en definitiva, es en la actualidad poco más que un ordenamiento jurídico granítico bajo el ala de una monarquía medieval defendida por un ejército de abogados del Estado dispuestos a tirar del campanario a la primera cabra que se salga del rebaño. Del Tribunal Constitucional ni hablo que me entra la risa tonta.

¿Pero cómo pueden no verlo? El positivismo jurídico al que tanto se aferra el unionismo —aquí también hay una disputa secundaria, y muy interesante por cierto, entre positivismo y iusnaturalismo— no tiene sentido si no tiene en cuenta la existencia de los mitos y su impacto en la realidad. Que lean a Karen Armstrong: Una historia de dios. Ahí está todo.

Dice Armstrong que cuando una determinada idea de dios ya no sirve a los fines para los que fue creada es sustituida por una nueva idea de dios más atractiva. También más joven, mucho más agresiva y extraordinariamente más contagiosa. Es lo que ocurrió cuando el monoteísmo aplastó en las sociedades más avanzadas de la época al politeísmo. Es lo que ocurre con las lenguas. Es Uber contra el sector del taxi y Airbnb contra el lobby hotelero. Es Podemos, por supuesto. También lo es el independentismo catalán, aunque joda leerlo. Solo hay que atender al poder de convocatoria en las calles de la idea Cataluña y al de la idea España. Las calles no son urnas, cierto, pero a partir de determinado quórum se le parecen bastante.

La nación catalana es una fábula, sí. Pero se trata de una fábula especialmente resiliente y que se las ha arreglado para renovar de forma periódica el sentimiento de pertenencia de una amplia mayoría de sus ciudadanos. Al contrario de lo que ha hecho España, especialista en boicotearse a sí misma —«España es un concepto discutido y discutible»— y a la que ya no defienden ni los propios españoles en horario de máxima audiencia.

Y por eso me sorprende la obesidad mórbida de los argumentos que tachan de prehistórico al catalanismo oponiéndolo a una supuesta modernidad europea en la que el concepto de nación ha quedado definitivamente diluido y bla, blu, bla. Aquí somos europeos solo para lo que nos conviene: el referéndum de independencia escocés lo debieron de celebrar en Papúa Nueva Guinea, por lo visto.

Por suerte o por desgracia, las ideas —las buenas, las malas y las peores— no son realidades objetivas que mueren cuando la historia las demuestra racionalmente falsas. Son memes. Entes que mutan y pulen aristas. Virus susceptibles de reactivación que permanecen congelados durante decenas de años hasta que las condiciones externas favorecen su deshielo. Y al virus del catalanismo le está cayendo encima una solana de justicia mientras al mamut del españolismo se le anda protegiendo en su permafrost de los rayos del sol con una muralla de ejemplares de la Constitución.

Guillermo Ortiz: El último córner de Iker Casillas

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Nada apuntaba a que la historia de amor fuese a acabar de manera tan abrupta pero supongo que es lo que tienen las historias de amor: van inclinándose hacia el odio muy poco a poco y cuando cruzan la línea roja ya no hay vuelta atrás. Iker Casillas venía de ser campeón de Europa con la selección española, su tercer gran trofeo en cuatro años. La temporada anterior, con él en la portería, el Real Madrid de Mourinho había ganado la liga llegando por primera vez a los cien puntos y acabando con tres años de dominio de Guardiola y su Barcelona. Solo los penaltis habían impedido al equipo llegar a la final de la Champions League y desde luego Casillas no tuvo culpa alguna: paró uno de los cuatro lanzamientos de los alemanes, pero los fallos de Cristiano Ronaldo, Kaká y, sobre todo, Sergio Ramos, fueron un lastre excesivo.

Iker, además, acababa de cumplir treinta y un años, una edad ideal para un portero. Siempre tuvo lagunas técnicas marcadas por un exceso de confianza en sus posibilidades, pero desde 2002, cuando Vicente del Bosque le mandó al banquillo sin aviso previo, a ningún entrenador parecía haberle importado. Casillas fue indiscutible de nuevo con Del Bosque en 2003 como lo sería después con Queiroz, Luxemburgo, Iñaki Sáez, Luis Aragonés, García Remón, Fabio Capello, Bernd Schuster, Juande Ramos, Manuel Pellegrini y ahora José Mourinho.

Dotado de una intuición y unos reflejos sobresalientes, a Casillas se le tenía como algo más que un hombre con suerte y talento, de ahí que se le empezara a llamar «el Santo», un apelativo cargante. Nunca tuvo lesiones graves y siempre aparecía en el momento clave. Incluso cuando Del Bosque le dejó en el banquillo en la final de Glasgow ante el Bayer Leverkusen, la lesión de César hizo que el canterano saliera en los últimos minutos para aguantar el vendaval germano y salvar la novena Copa de Europa con dos intervenciones milagrosas.

Si por entonces ya presentaba problemas en las salidas por alto o en los lanzamientos de falta, estos pasaban desapercibidos ante el aluvión de tiros a bocajarro salvados a una mano. Puede que tanta efusividad, tanto elogio desmedido, acabara relajando aún más los métodos de entrenamiento del portero. Algo así pareció insinuar Mourinho cuando el 22 de diciembre de 2012 le dejó en el banquillo de La Rosaleda. Quizá fuera un toque de atención o quizá fuera algo más, el caso es que las cosas no volvieron a ser iguales.

Los días de Adán y Diego López

El partido de Málaga lo jugó Adán y recibió tres goles. El Madrid quedaba a dieciséis puntos del Barcelona en la clasificación antes incluso de acabar la primera vuelta y todo apuntaba a que la temporada se iba a hacer muy larga en Chamartín. En rueda de prensa, Mourinho se limitó a explicar que, para él, «Adán estaba en mejor forma que Casillas». Nunca se supo si aquello era un elogio a uno o un menosprecio al otro. Lo rápido que desapareció Adán de las convocatorias invitan a pensar en lo segundo.

En cualquier caso, el técnico estaba en su derecho de confiar en quien quisiera y poco habría pasado de no ser por la guerra civil en la que ya estaba metido el Madrid desde hacía meses. Una parte de los aficionados se sintió ofendida: Casillas era un mito y, como mito, merecía paciencia. La otra parte entró a degüello animada por el propio entrenador: se vendió la titularidad de Adán como un derecho del que se le quería privar, el triunfo del canterano trabajador y sobre todo se criticó la cantidad de goles que recibía el Madrid con Casillas en la portería, cuando apenas habían sido diez en dieciséis partidos de liga, menos que Barcelona y Atlético de Madrid.

La sensatez se perdió por completo y no se ha vuelto a recuperar. Todo era una cuestión de adoración o desprecio absoluto, odio. Las filtraciones eran constantes: Casillas le contaba todo a su novia para que lo utilizara contra el entrenador, Casillas habló con Xavi para bajarse los pantalones ante el Barcelona en vez de luchar como lo hacía Mourinho… No fueron días fáciles porque casi nadie optó por explicar la situación de manera sensata, algo parecido a esto: Mourinho, simplemente, no estaba contento con el rendimiento y el trabajo de uno de sus jugadores y lo apartaba momentáneamente del once inicial. Con la liga ya perdida, si se piensa, tampoco era ningún escándalo. Pero lo fue, vaya si lo fue.

Adán jugó de titular el siguiente partido, en casa contra la Real Sociedad. Jugó cinco minutos, exactamente, lo que tardó en equivocarse en un despeje y tumbar a un delantero rival obligando al árbitro a expulsarle. Salió Casillas y el equipo ganó. Se llevó tres goles, eso sí, pero parecía que la suerte volvía a favorecerle: sale tu suplente, la lía y además se lleva un partido de suspensión. Condiciones ideales para ganarse el favor del público y volver a la «normalidad» anterior.

No pudo ser. Casillas disputó tres partidos de liga y el correspondiente de copa sin encajar ni un solo gol. En lo que parecía un encuentro intrascendente en Valencia, donde el Madrid defendía el 2-0 de la ida, Arbeloa y el portero fueron a por el balón a la vez y el lateral acabó dándole una patada en la muñeca que le dejaría fuera de combate durante un par de meses. Consciente de que con Adán y Jesús como porteros el Madrid no iba a ningún sitio, Mourinho fichó a Diego López, un hombre que llegó a ser convocado con la selección pero que ahora era suplente habitual en el Sevilla tras años de cierta gloria en el Villarreal.

Diego asumió la portería y cumplió con solvencia. No ganó por sí mismo partidos pero tampoco los perdió. Le llovieron palos por todos lados por ser «el otro», como si el Madrid se hubiera convertido en una telenovela. Casillas no volvió a jugar en todo el año. El equipo cayó de nuevo en semifinales de la Champions, destrozado en Dortmund por la contundencia de Lewandowski y perdió la final de Copa, en lo que sería el último partido de Mourinho en el banquillo. El gol definitivo, en la prórroga, llegó por alto, tras un saque de esquina.

De topos y negociadores

El problema lo heredó Ancelotti y lo manejó a su manera, es decir, sin mojarse. Entendió que Diego López merecía respeto por su trayectoria del año anterior y le dejó de titular en la liga. Quiso dejar claro que Casillas seguía siendo parte importante de la plantilla y le dejó de titular en copa y Champions League. La decisión tenía sentido en el contexto en el que se tomaba pero provocó infinitas críticas, como era de esperar. Los haters de Casillas le calificaban de protegido de la prensa y del presidente y se le colgó el sambenito de «topo», insinuación que había dejado caer Mourinho y que se fundaba, repito, en su relación con Sara Carbonero, periodista estrella de Mediaset.

Estos mismos argumentos, casi calcados, los utilizaban sus admiradores: Casillas no era titular por una conspiración universal urdida también por Florentino Pérez y buena parte de la prensa afín. No se atenía a méritos y lo que se buscaba era que el portero se marchara del equipo porque no se llevaba bien con determinados directivos. En esa situación, Diego López era poco más que un usurpador, poco importaba su buen rendimiento —no espectacular, sí correcto— ni sus años en el club, desde la cantera hasta sus temporadas en el primer equipo a la sombra del mejor Iker.

Aquello se convirtió en un despropósito: Casillas salía en Champions, se comía el balón por alto, lo remediaba con un paradón y ya teníamos a las dos Españas: una solo veía el córner mal defendido, la otra solo veía la reacción milagrosa. Unos eran «piperos» y los otros, «yihadistas». Para mayor confusión, el equipo acabó ganando las dos competiciones en las que jugó Casillas y perdió, en un ejercicio brutal de desconexión mental, la que jugó Diego López. En el partido decisivo, el de Lisboa ante el Atlético de Madrid, el portero de Móstoles cometió un error garrafal que le costó el gol a su equipo. Un error que no pudo remediar y que si quedó en anécdota fue por el cabezazo de Sergio Ramos en el minuto 93 que mandó el encuentro a la prórroga.

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¿Se imaginan lo que habría pasado si el Madrid pierde ese partido y, con el partido, la mitificada décima Copa de Europa? El ruido y la furia, por supuesto, pero quizá eso habría sido mejor para todos que lo que estamos viviendo ahora.

Una situación insostenible

¿Y qué estamos viviendo ahora? Una prolongación del sinsentido. Una situación muy desagradable. Viendo el desajuste en la portería, Florentino Pérez decidió fichar a un tercer portero, Keylor Navas, llamado a desempatar esta partida interminable. El fichaje se entendió como una invitación a Casillas a marcharse, pero Casillas no se marchó. Si no hubo ofertas o él no las aceptó, lo dejo a la imaginación de cada uno porque se ha leído de todo. No solo no se marchó sino que Ancelotti le puso de titular en liga y en Champions, lo que provocó que se acabara yendo Diego López, considerado, y no sin razón, el eslabón más débil de la cadena.

La decisión de fichar a Navas para dejarlo en el banquillo a favor de Iker está resultando cruel: ni uno juega ni al otro le perdonan que juegue en su lugar. Ahora, el usurpador es el antes usurpado. El debate, además, se ha trasladado de manera ruidosa a la selección, convirtiendo una bronca madridista en una bronca nacional, si es que no lo era antes. La deficiente actuación de Casillas en el Mundial no ayudó a acabar con los debates. Si, después de todo, Iker hubiera acabado la temporada como campeón de Europa y del mundo, alguno andaría ahora pidiendo balones de oro, pero Brasil fue otra pesadilla.

Sus errores ante Holanda y Chile fueron clave en la decepcionante actuación de España y nos recordaron lo importantes que habían sido sus aciertos en el pasado, todos los defectos que permanecieron ocultos tras el pie milagroso o la mano en el último segundo. El empeño en mantenerlo por parte de Vicente del Bosque ha convertido al seleccionador también en objeto de críticas despiadadas. Ambos están en casos parecidos: lo fueron todo y ahora parecen más problema que solución. Es algo que ha pasado siempre en el deporte profesional y que seguirá pasando pero que no deja de conmover cada vez que sucede.

¿Qué hacer con ellos? El método de Del Bosque está llamado a vivir un «último baile» en Francia 2016 o un estrepitoso fracaso. Parece que no puede haber punto medio. ¿Jugaría mejor España o marcaría más goles su delantero con otro seleccionador en el banquillo? No lo creo. Puede que sí. Es un debate en cualquier caso abierto y en el que es razonable mantener tanto una cosa como la contraria, porque esto no deja de ser fútbol.

Con Casillas, lo tengo algo más claro. No sé si volverá al nivel que tuvo hace unos años, a ese nivel de «santo» e ídolo de masas. Lo que sería heroico sería que lo hiciera en este Real Madrid y en esta selección. Es imposible jugar cuando tu propia afición te silba cada vez que tocas el balón y determinada prensa te ridiculiza cuando cometes un fallo. Casillas no cuidaba su técnica porque estaba convencido de que iba a parar cualquier balón que le chutaran y ahora que igual va más al gimnasio —o no, o qué más da— tiene un miedo atroz a que la pelota le supere.

Y con miedo te marca goles hasta Eslovaquia a poco que se abra la barrera. Casillas está dolido y puede que tenga razón o no. Parte del vestuario está cabreado con él y puede que tengan motivos o no. Muchos aficionados del Madrid le consideran un topo inútil y puede que eso sea justo o no. Yo no entro en eso, no entro en el «deber ser» porque no sirve de nada. Yo entro en lo que es, en la situación insostenible actual en la que nadie está contento y hasta el portero de Luxemburgo aprovecha sus quince minutos de gloria para decir que estás acabado.

Iker es uno de los porteros más impresionantes que he visto en mi vida, lo que no quita para que algunos de sus defectos sean obvios. ¿Tiene futuro en otro equipo? Creo que sí. ¿Tiene futuro en el Madrid? Es muy improbable. De que se quede en la capital o no probablemente dependa a su vez su futuro en la selección. La ventaja con la que juega es que en 2015 no hay torneo que jugar, así que tiene un año más para esperar a que las aguas se calmen.

Si no lo hacen, más nos vale que la rodilla de Valdés aguante al menos un par de años más. Los que necesita De Gea para madurar definitivamente. Los cambios generacionales tienen algo de divorcio: hay demasiados abogados de por medio y todos quieren sacar tajada. Quizá haya algo más que los niños y el coche y quién tenía razón. Quizá haya algo parecido a tranquilidad y llegar a casa sin ataques de ansiedad. Al menos una de las dos partes debería darse cuenta de una vez.

Guillermo Ortiz: Fabio Parra, José María García y la última Vuelta a España de Perico Delgado

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Perico Delgado en la contrarreloj de Medina del Campo. Foto: José-Manuel Benito (CC)

Perico Delgado en la contrarreloj de Medina del Campo. Foto: José-Manuel Benito (CC)

En la llegada a Madrid, ya después de la entrega final de maillots y trofeos; besos y más besos de Leticia Sabater y demás azafatas de la organización, Pedro Delgado llegaba al set de TVE en la Castellana para charlar con el mítico Pedro González. Junto a él, también sentado, despatarrado en su silla como solo lo están los ciclistas después de seis horas sobre la bici quedaba Fabio Parra. La Vuelta había sido tan competida como lo venía siendo cada año desde que la televisión había apostado por el ciclismo: apenas treinta y cinco segundos entre el segoviano y el colombiano.

Todo eran sonrisas hasta que las sonrisas se convirtieron en revancha: el público empezó a cantar «García, cabrón; Perico, campeón» hasta llegar a hacer incomprensibles las declaraciones de los protagonistas. García, por supuesto, era José María García, en el apogeo de su influencia radiofónica y Perico era el gran ídolo de la afición española, algo así como Contador ahora pero con el atractivo de lo nuevo, del que no ha aparecido después del dominio de Indurain.

El pique de García y Delgado venía de antes, de mucho antes y no fue a mejor con los años: el locutor narraba la Vuelta en primera persona y tenía tal control sobre la organización que podía permitirse conectar en directo con los coches de todos los equipos españoles cada vez que lo considerara oportuno. Antena 3, por entonces su hogar, se volcaba incluso en los boletines horarios de la mañana, dedicándole cinco o diez minutos a etapas intrascendentes.

Si Delgado era la gran atracción de la Vuelta y la Vuelta parecía coto privado de García, ¿a qué el desencuentro? El estallido hay que buscarlo el año anterior, cuando Perico optó por correr el Giro para preparar el Tour. La noticia no sentó nada bien y recibió críticas despiadadas que acabaron en nada cuando el segoviano acabó ganando en Francia apenas unas semanas después, pese al conocido positivo por Probenecid que acabaría archivado gracias a Luis Puig.

Puede que a García se le fuera la mano y puede que a Delgado y al equipo Reynolds en general le sentaran especialmente mal sus críticas. El caso es que Perico, doblando la apuesta, se convirtió en comentarista de la SER y analista en carrera de las vueltas donde participaba, con una intervención grabada que se emitía por la mañana temprano, en el programa que presentaba Iñaki Gabilondo y otra intervención, en falso directo, en El larguero, el programa que arrancaba por entonces de la mano de José Ramón de la Morena.

Este desencuentro perfilaba lo que serían los años noventa: Delgado, Indurain y Banesto con la SER; Javier Mínguez, Amaya y sobre todo, Manolo Saiz y la ONCE, con Antena 3 y luego la COPE. Eso, en ciclismo. En el resto, ya saben, que si Míchel o Clemente, que si Lorenzo Sanz o Florentino Pérez y así sucesivamente.

En cualquier caso, y volviendo al 15 de mayo de 1989, día en el que Perico Delgado ganaba su segunda y última Vuelta a España, probablemente esa guerra no se habría desatado con tanta virulencia, el público no habría gritado con tanto despecho de no ser por un gesto que García denunció y que tenía difícil explicación: poco antes de la salida de esta última etapa entre las míticas destilerías DYC y Madrid capital, con todo el pelotón ya formado, a Delgado no se le ocurre otra cosa que pasarle un sobre al ruso Ivan Ivanov delante de las cámaras.

¿Qué llevaba ese sobre? Según García, dinero por haberse dejado comprar en la etapa del día anterior. Según Delgado, su dirección en Segovia por si algún día quería pasarse a verle. Hay que reconocer que la inocencia de Perico en ocasiones resulta entrañable. En cualquier caso, fuera recompensa o simple cortesía de anfitrión, la imagen de aquel sobre pasando de mano española a mano rusa dio la vuelta a todo el país, aunque ahora resulte imposible de entender sin un contexto. El contexto de la penúltima etapa, la decisiva de aquella Vuelta, celebrada el día anterior.

Colombianos al ritmo de La Unión

Presten atención al vídeo. No ahora, cuando terminen de leer al menos este apartado, para evitar spoilers. Eran los tiempos del As en blanco y negro y José Luis Corcuera asistiendo como invitado en su puesto de ministro de Interior. Delgado empieza la etapa con cincuenta y siete segundos de ventaja sobre Parra, muchos menos de los que se preveía al principio de la competición, cuando el vigente campeón del Tour partía como único favorito. ¿Cómo se había fraguado esa ventaja? Lo explicamos brevemente.

Eran los tiempos de esplendor de los «escarabajos» colombianos. Igual que ahora tenemos a Quintana, Urán, Betancur y compañía, ya bien establecidos en Europa; a finales de los ochenta se confundían los consagrados —Parra, Herrera, Vargas, Camargo— con los aspirantes ya en equipos españoles —Morales, Rincón, Omar Hernández—, con balas perdidas que aparecían de la nada como el gran Martín Farfán, cuyo positivo por estimulantes en esta misma Vuelta a España no impidió por supuesto su fichaje, el año siguiente, por el Kelme, donde multiplicó su rendimiento.

En esa lucha se vio metido desde el principio Perico, sometido a una emboscada constante en su propia casa. Sus victorias casi consecutivas en Cerler y Valdezcaray, esta última contra el crono, parecían despejar un poco su camino: un minuto sobre Parra y Echave, casi dos sobre Fuerte y una contrarreloj llana aún por disputarse en Medina del Campo. No contaba nadie, sin embargo, con el hundimiento del segoviano en los Lagos de Covadonga, una ascensión que tradicionalmente le ha deparado lo mejor y lo peor. Al salir de Asturias, con tres etapas por disputar, Delgado aventajaba en tres segundos a Parra, en un minuto a Vargas y en menos de dos a Álvaro Pino, Ivan Ivanov y Fede Echave.

La Unión seguía con la matraca del «Más y más» y los expertos hacían sus cuentas: si Parra perdía más de un minuto en la llana contrarreloj de Medina, podía dar la Vuelta por perdida. Si conseguía estar en los tiempos de Delgado, todo se jugaría en la sierra madrileña. Eso sin descartar un etapón de Echave que le pusiera de nuevo entre los favoritos después de un mal día en Branillín.

Perico ganó en Medina del Campo. Escalador reconvertido a contrarrelojista de largas distancias. La diferencia en la ciudad de Isabel la Católica fue finalmente de cincuenta y cuatro segundos, justo lo que Parra quería evitar a toda costa.

El zafarrancho de Navacerrada

Ahora sí, ahora le pueden dar al play del vídeo anterior y ver la etapa resumida, con ese toque de España ochentera de nuestra infancia. Delgado se ve campeón y no solo por los segundos de ventaja sino por la mística de aquel recorrido, el mismo en el que, a rueda de Pepe Recio, consiguió remontar seis minutos a Robert Millar y birlarle una Vuelta a España que tenía en el bolsillo. ¿Podría pasarle eso mismo a él? Complicado. El Reynolds, tras el abandono de Indurain, no tiene el mejor equipo posible, pero Echávarri es perro viejo y sabrá encontrar aliados.

Aparte, no está nada claro que Parra sea mejor escalador que el segoviano. Más consistente, seguro, pero en las grandes citas… Ahí, el talento de Fabio no siempre se muestra al cien por cien. Para que se hagan una idea, nada más acabar la contrarreloj, el colombiano declara a la prensa, cabeza gacha: «Perico ya es el ganador de la Vuelta» y la verdad es que tiene sentido, pero si el talento de Parra estaba bajo sospecha cuando había algo que ganar, su coraje destacaba cuando todo estaba perdido.

Así, en esta penúltima etapa que une Collado Villalba con la citadas destilerías de whisky segoviano, el Kelme monta un zafarrancho en Cotos que deja a Omar Hernández en un grupo delantero. El Reynolds tira atrás hasta el punto de agotar a Gorospe, una de sus bazas para controlar la etapa. Parra afila el cuchillo y decide atacar en Navacerrada una, dos, tres, cuatro veces… hasta que a la quinta se va definitivamente de Perico, que mira hacia atrás buscando un compañero pero no encuentra a nadie que le eche una mano.

Ahí es donde aparece Ivanov, líder de la combinada. No se le ha perdido nada en la fiesta, tiene su quinto puesto en la general asegurado y ha ganado ya una etapa días atrás. ¿Qué le queda por hacer en la carrera? Cuidar a Delgado. «El hada madrina», dice el comentarista de televisión mientras se ve cómo Ivanov no solo tira del grupo sino que mira continuamente hacia atrás para vigilar que no se descuelgue un desfondado Perico.

En el grupo de arriba quedan tres colombianos: Parra, Hernández y Camargo, al que lógicamente le han prometido la etapa si gana. La ventaja llega a los cincuenta y ocho segundos y no tiene pinta de que vaya a bajar, pero ahí sigue Ivanov inasequible al desaliento y cuando Ivanov parece cansarse entra Suykerbuyk o Unzaga o Santos, todos a una. Al final, la ventaja queda en meta en solo veintidós segundos, que no sirven para nada, con la sensación de que Echávarri es un director muy listo y que Perico es un hombre con suerte.

De Luxemburgos y Florentinos Pérez

Luego, ya saben, el sobre en la salida del día siguiente con la dirección y el teléfono y tal, José María García indignado después de arrastrar su rabia durante tres semanas, el público con ganas de revancha y el principio de algo que se podría llamar «maldición» para Pedro Delgado y que probablemente fuera, sin más, la dureza del deporte profesional. Todavía en 1989, Perico se presentó en Luxemburgo como gran favorito junto a Laurent Fignon para reeditar su victoria en el Tour. Llegó casi tres minutos tarde a la salida, se desfondó en la contrarreloj por equipos posterior y ya no fue capaz ni de acercarse al francés ni a Greg LeMond, ganador final de aquella carrera.

En 1990, de nuevo favorito indiscutible para la Vuelta, se le coló una «escapada bidón» de Marco Giovanetti que le relegó al segundo lugar mientras que en el Tour una gastroenteritis le alejaba del podio de París. A partir de ahí, el principal problema de Delgado no fue la mala suerte, ni siquiera la edad —tenía ya treinta y un años— sino el hecho de compartir equipo con Miguel Indurain. Tuvo momentos de gloria como aquel Tour de 1992 en el que volvió a terminar entre los diez primeros, luchando con su viejo amigo Stephen Roche, o la Vuelta de aquel mismo año, que se empeñó en ganar cuando el poderío suizo de los Zülle y Rominger, uno de los muchos clientes de Michele Ferrari, ya hacía imposible cualquier heroicidad.

Su última gran vuelta la disputó en 1994. Quedó tercero a casi diez minutos de Rominger. Años, insisto, muy locos en el ciclismo profesional. De Parra no se supo demasiado después de aquella enorme decepción: del Kelme pasó al Amaya y ahí languideció un par de años, siempre cumplidor, hasta que se retiró en 1992, antes de que la EPO le retirara a él. Nunca tuvo el carisma de Herrera ni el palmarés de Delgado, pero sin él no se puede entender el ciclismo de finales de los ochenta y principios de los noventa.

José María García pasó a la COPE, luego a Onda Cero, llegó a convencer a Telefónica de que comprara los derechos de la Vuelta —aquel fugaz «maillot oro»— y cuando todo parecía ir sobre ruedas se ve que pisó el callo equivocado y desapareció del mapa mediático. Él dice que fueron Aznar y Florentino Pérez porque el infierno siempre son los otros, pero eso daría, sin duda, para otro artículo en otro momento o una investigación de Eduardo Inda.

Cristian Campos: Las andaluzas pityfucker y el negro que barre

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1. Aquí empieza todo

Mis tres fotografías preferidas que acabaron en la portada de un disco:

1. Esta de Richard Kern (en el Evol de Sonic Youth).

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2. Esta de Eric Boman (en el Country Life de Roxy Music).

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3. Esta de Joseph Szabo (En el Green Mind de Dinosaur JR).

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2. El negro que barre

Mi amiga es ilustradora y me callo su nombre por razones obvias. Su penitencia se explica rápido: trabaja para la industria editorial española, sección libros infantiles y escolares, con toda seguridad la más paranoica, santurrona y pazguata de Occidente.

Esto último lo digo yo, no ella.

Mi amiga es la inventora de una maniobra de distracción llamada «El negro que barre». Funciona como un truco de magia clásico y consiste en dibujar a un negro barriendo en un rincón de la ilustración. Así, el editor del libro centra su atención en el negro, canaliza sus ansias de censura políticamente correcta y se olvida del resto de la lámina. ¡Los niños, dios mío! ¡LOJ-NI-ÑIOS!

Dice mi amiga: «El negro barriendo suele colar, aunque a veces recurro a cosas tan básicas como ponerle tres brazos a alguien. La norma base es que debe haber el mismo número de niños que de niñas. De vez en cuando, alguno con gafas. Mezcla de razas “pero sin pasarse”. Algún paralítico MUY sonriente, aunque ahora no se llaman paralíticos, claro. Mujeres en cualquier ocupación considerada de hombre (bombero, leñador, camionero). Hombres en todo lo de mujeres (enfermera, limpiadora, cocinera). Excepto, ya te lo sabes, si son negros, en cuyo caso nunca nada así, solo jueces, generales de cinco estrellas, etcétera. Pero sobre todo: en caso de generales de cinco estrellas o soldados cualesquiera, siempre SIN armas».

Por suerte, Donde viven los monstruos, Matilda, Las aventuras de Tom Sawyer o Alicia en el país de las maravillas no pasaron jamás por las manos de un editor español. Los habría convertido en un folleto de la Junta de Andalucía.

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3. Visto de cerca nadie es normal

Me atormenta que me presten libros porque soy un bien mandado y me siento obligado a leerlos aunque los aborrezca desde la primera página. Si me prestan una novela, la faena es cósmica: ya leí hace años todas las que quería leer. Además de un buen puñado de las que no quería —calculo que unas ochenta— cortesía de mi trabajo como lector de originales para Random House Mondadori y otras editoriales. Se salvaron cinco en dos años: Pigtopia (Kitty Fitzgerald), La gente de papel (Salvador Plascencia), Jpod (Douglas Coupland), Los minutos negros (Martín Solares) y la feroz Tenemos que hablar de Kevin (Lionel Shriver), un antídoto contra la maternidad en forma de libro y que acabó publicando la rival Anagrama a pesar de mi entusiasta informe.

Aquí hay que avisar de que trabajar como lector de originales porque te gusta leer es como hacerse veterinario porque te gustan los vídeos de gatos: una subversión del concepto. Ninguna mascota es tan arrebatadora de la piel p’adentro como de la piel p’afuera y ningún parásito gastrointestinal ganará jamás un premio a la alimaña más bella. Basta con saber que a) visto de cerca nadie es normal, y que b) ninguna industria, y menos la editorial, aguanta con el romanticismo en pie tras cinco minutos de atento escrutinio de sus vísceras. Lo dice uno que lleva quince años escribiendo, casi los mismos como editor, y que coincide con Pérez-Reverte cuando dice que al lector lo ha hecho desertar «la panda de gilipollas que ha secuestrado la literatura». A la cabeza de los cuales marchan los gilipollas alfa de la manada: los críticos literarios. Raro es el artículo sobre libros que no pide salir a la calle con una antorcha a quemar librerías.

La crítica literaria española es a los libros lo que el black metal a las iglesias noruegas: las trompetas del Apocalipsis que anuncian su inminente exterminio.

4. La coherencia está sobrevalorada

Voy a recomendar varios libros. El primero es The Complete Polysyllabic Spree, de Nick Hornby. Hornby es el autor de la novela Alta fidelidad y Polysyllabic, una recopilación de sus columnas publicadas en la revista literaria The Believer.

Esta es la revista The Believer:

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Las columnas recopiladas en Polysyllabic arrancan siempre con dos listas. La primera es la de los libros que Hornby ha comprado durante ese mes. La segunda es la de los libros que ha leído en ese mismo periodo de tiempo. No siempre coinciden ambas listas. De hecho, casi nunca lo hacen. Luego, Hornby habla de esos libros y de su relación con ellos. De los patrones que surgen de esas listas. De las buenas y las malas razones para leer libros en general y determinados libros en concreto. Y de cómo los libros que leemos, y cómo los leemos, dicen más de nosotros de lo que parece.

Esta es la portada de Polysyllabic:

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5. Copiando a Nick Hornby

Estos son los libros que he comprado en octubre:

1. Autobiografía de papel (Félix de Azúa)

2. Just My Type (Simon Garfield)

3. El Club Dumas (Arturo Pérez-Reverte)

4. El Gran Gatsby (Francis Scott Fitzgerald)

5. The Sense of Style: The Thinking Person’s Guide to Writing in the 21st Century (Steven Pinker)

Y estos son los que he leído (o releído):

1. Autobiografía de papel (Félix de Azúa)

2. Just My Type (Simon Garfield)

3. The Complete Polysillabic Spree (Nick Hornby)

4. Retorno a Brideshead (Evelyn Waugh)

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6. Russ Meyer y la sobrecompensación

Dice Hornby en la página 224 de The Complete Polysyllabic Spree que «cuanto menos se tiene que decir acerca de algo, más opaca tiende a ser la escritura. En otras palabras, difícilmente te toparás con un libro ilegible sobre la II Guerra Mundial, pero escoge un libro cualquiera sobre, yo qué sé, las películas de Russ Meyer, y te encontrarás releyendo trescientas veces la misma frase imposible sobre autoría postestructuralista». Y remata Hornby: «La gente, ya sabes, tiene que sobrecompensar».

El asunto es que casi nunca he vetado a ningún colaborador y vive dios que unos cuantos se lo han merecido a dos manos. Pero cuando me he concedido el lujo de ejercer el derecho de pernada sobre mi jurisdicción, el de Hornby ha sido el primero de los criterios aplicados. «Lo siento, pero no entiendo nada de lo que has escrito; vuelve cuando tengas algo que decir».

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El segundo criterio ha sido la voz narrativa. «Solo publico textos escritos en primera persona del singular. Vuelve cuando sepas de lo que hablas».

El tercero ha sido la honradez, que es la antítesis de la ironía: «Qué ocurrente eres. No me interesa nada de lo que dices pero el día que los me gusta se coman tendrás la vida resuelta».

El cuarto ha sido mi capricho. «Mis cojones son claveles y tú no me caes bien».

El quinto han sido las agallas. «¿Todavía firmas con seudónimo? Vuelve cuando te crezcan las gónadas».

El sexto ha sido el formato. «Si leo una lista más, mato».

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7. Así leo yo

Supongo que es de buena educación que nos presentemos antes de pasar a toquetearnos el alma con el pretexto de los libros.

Palmo arriba, palmo abajo, yo leo así:

1. Suelo tener cuatro o cinco libros sobre la mesa.

2. Casi todos esos libros son ensayo y periodismo. Raramente leo ya novela. Mucho menos poesía.

3. Leo al menos unas pocas páginas de todos los libros que compro o que me envían las editoriales. Casi nunca empiezo por la primera página.

4. No suelo acabar ningún libro.

5. Me aburren los prólogos y los epílogos, las introducciones, las notas a pie de página y los agradecimientos. No los leo casi nunca.

6. No tengo la costumbre de subrayar o de escribir notas en los márgenes de las páginas, aunque me gusta leer las que han dejado otros lectores.

7. Para buscar un determinado libro en las estanterías de casa, tiro de memoria visual. Recuerdo el color del libro, su tamaño y los libros que tiene a derecha a izquierda. No leo los lomos sino que busco patrones visuales. Por ejemplo, un lomo espigado rojo al lado de otro con un logo ovalado amarillo al pie.

8. Leo indistintamente en español, catalán o inglés. El español es graso, marcial, tenso y rococó como una sentencia de muerte con pretensiones literarias dictada por una MILF de Serrano. Es Babel de El columpio asesino. El catalán es un chaleco de punto de color indefinido, acobardado e impersonal, el eco lejano del programa de cocina de un canal de televisión municipal. Es Manel felicitándole el cumpleaños a Pep Guardiola en el Palau de la Música. El inglés es un idioma breve, preciso, relajado y ceñido como el hielo en el horizonte. Parece diseñado para la ciencia divulgativa y los sentimientos sinceros. Es el Continental Shelf de Viet Cong.

9. Suelo comprar libros por su portada.

10. Me basta con un párrafo o dos para descartar un libro. Me encapricho igual de rápido.

11. Leo al escritor al mismo tiempo que su libro. El estilo literario es el lenguaje corporal del escritor.

12. Leo e interpreto mal las emociones improductivas, fingidas, desganadas o escritas con el piloto automático puesto.

13. Soy impaciente con la tontería ajena y me cansan la retórica dispersa y la divagación. Prefiero la franqueza aún a riesgo de que el texto suene telegráfico.

14. Llevo mal las pretensiones y especialmente mal las pretensiones adolescentes.

15. Entiendo lo que leo. Esto es una rareza.

16. No suelo recordar nada de lo que leo. Me sorprende la capacidad de algunas personas para citar a voluntad la frase exacta del libro preciso en medio de una conversación cualquiera.

17. Tampoco suelo recordar los títulos de los libros ni los nombres de sus autores, a los que identifico por aproximación. En mi cabeza, Lawrence M. Krauss es Laurence P. Hawking; Jorge Luis Borges, José Luis Borges; y Roberto Bolaño, Ramiro Redaños.

18. Sí recuerdo, en cambio, el diseño de las portadas.

19. Tengo la superstición de que abriendo un libro cualquiera por una página aleatoria encontraré una frase al azar que dé respuesta a un problema X. No es una creencia original. Algunas sectas protestantes hacen lo mismo con sus Biblias.

20. No sacralizo libros y los tiro al contenedor de papel sin juicio previo. Pocas veces los echo de menos: algo habrán hecho para estar en la basura.

8. La regla del sándwich

No se debe asistir jamás a ese cuarto oscuro de bar de carretera comarcal que son las ceremonias de los premios literarios, tan endogámicos ellos que algún día le harán entrega de un vasco al galardonado. Pero si se hace, los zapatos adecuados para la ocasión son sin duda unos Oxford full brogue. No confundir jamás con unos Derby.

Esto son, de izquierda a derecha, unos Oxford wingtip, unos Oxford semi-brogue y unos Derby wingtip.

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Esto son unos Oxford full brogue.

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Asistí a una hace dos semanas, en Jerez de la Frontera. El premiado era Félix de Azúa. El premio, el Internacional de Ensayo Caballero Bonald. Y el libro agraciado con los veinte mil euros del galardón, Autobiografía de papel. Allí mismo compré un ejemplar y empecé a leerlo de pie.

¿Cuán famoso debe ser un escritor para que lo reconozcan por la calle? El patrón oro de la fama literaria es el español que se desayuna con un quinto de cerveza. Un escritor solo puede considerarse famoso si al menos una docena de esos españoles, seleccionados al azar en el bar del polígono industrial más cercano, lo reconocen espontáneamente. Si eso no ocurre, el escritor es un pelagatos o, aún más tétrico, un autor de culto. Yo reconocería la cara de Félix de Azúa entre la de diez mil chinos porque le he entrevistado un par de veces, pero si no le conociera me habría sido fácil identificarlo en medio de las hordas de groupies jerezanas que le rodeaban: solo habría tenido que aplicar La regla del sándwich.

La regla del sándwich sostiene que el escritor galardonado es siempre el individuo sentado durante el banquete posterior entre las dos mujeres más atractivas de la fiesta. Félix de Azúa, que reconoció durante su discurso que la modestia es tan solo una de sus muchas virtudes, cumplió a rajatabla la regla. De la belleza de las jerezanas, por cierto, ya habló aquí Jorge Bustos. Cierto es que con las cuatro o cinco copas de Oloroso Alfonso que llevábamos los presentes en todo lo alto es inevitable que la realidad adquiera esa volátil pátina de transigencia a media luz conocida coloquialmente como «todo es bueno para el convento». Pero que eran guapas de verdad lo digo yo y no el jerez.

9. El que solo bebe cerveza, se lo merece

Este haiku etílico se lo oí en una conferencia al escritor Enrique García-Máiquez, en cuyo blog Rayos y truenos pueden leerse a diario fogonazos geniales como «¡Qué previsible es el inconformismo!». García-Máiquez es un Jules Renard feliz y español y ese es el mejor halago que puedo hacerle porque lo único que oscureció la brillantez del autor de Pelo de zanahoria fue su monstruosa y muy francesa amargura vital.

10. El libro de Azúa

Creo que fue el mismo Azúa el que escribió que la Baja Edad Media es el último momento de la historia en el que un ser humano, muy probablemente un monje germano de gesto pétreo y perfil ornitorrinco, pudo almacenar en su cabeza todo el saber acumulado por la humanidad durante los doce mil años anteriores. Tras la invención de la imprenta, claro, eso se convierte en un imposible. Excepto en el caso de Azúa. Al Azúa de 2014 le suministras doce mil años de filosofía, cultura y arte en bruto y sin refinar y te los sistematiza como esas madres a las que les bastan cinco minutos para barrer, recoger y ordenar el universo de punta a punta.

Dice Azúa que lo nuestro no es un cambio de época sino de era, un evento aún más exótico que un nuevo milenio. Cambio de era fue el paso del paleolítico al neolítico, es decir de la depredación a la producción y del nomadismo a las ciudades y las jerarquías sociales. También el paso del paganismo politeísta al monoteísmo, un «ya os habéis divertido bastante, pasemos a cosas más serias» de manual. Si los cambios de era provocan la aparición de una nueva casta dominante dispuesta a crujir al prójimo o si la ocupación del poder por parte de esas nuevas castas dominantes es lo que provoca el cambio de era queda para los analistas de la cosa. Lo importante es que lo uno y lo otro son inseparables. También en 2014, donde la nueva casta dominante, formalmente más democrática pero también mucho más voluble, tiránica y caprichosa, es esa masa digital que no se expresa con ideas sino a balidos. «Como es el sistema en el que vivimos actualmente, no es necesario describirlo, pero su carácter más conspicuo es que en lugar de funcionar de arriba abajo lo hace de abajo arriba. Todavía en la conservadora Alemania hay críticos que deciden lo que es bueno o malo para las masas y una recomendación suya trae como consecuencia un millón de ejemplares vendidos, pero en los países avanzados son las masas las que deciden lo que quieren leer y los industriales se apresuran a fabricarlo. Y si no adivinan lo que quieren las masas, se apresuran a lanzar cientos de globos sonda como el pescador que lanza sus redes. ¿Serán este año los vampiros, la pornografía feudal, la física cuántica para los niños, la ruta de la seda en clave gore?».

Aquí un industrial lanzándole globos sonda a las masas revolucionarias de Facebook.

Y eso es Autobiografía de papel: la crónica de un cambio de era vivido en primera persona por el autor y encarnado en el apogeo y la decadencia de la poesía, la novela, el ensayo y el periodismo. «La poesía ha extinguido su presencia social y es ahora un intercambio privado entre excelentes profesionales cada vez más próximos al artesanado, la novela es un negocio competitivo que ha regresado a la mejor tradición mercantil, el ensayo ha llegado a permear en la masa y a competir con la novela, pero el periodismo se ha expandido de un modo colosal hasta dominarlo todo y dejar de ser “periodismo”, es decir, artículo de diario […] La red permite un periodismo en el que absolutamente todos los ciudadanos pueden redactar editoriales, artículos y reportajes en cualquier lugar del mundo a cualquier hora del día, amparados por el anonimato, o al contrario, en la búsqueda de aclamación y dinero. Es el género ideal de la democracia total y de la cultura de masas».

Internet es al periodismo lo que el punk a la música popular, un «cualquiera puede hacerlo» que acaba conduciendo de forma natural a que lo hagan los cualquieras, que no es lo mismo aunque se le parezca bastante. Los resultados del experimento andan a la vista.

La tesis de Azúa es la de que ese triunfo de la democracia total, la que permite que un perfecto nadie pueda escribir su opinión sobre los nanotubos de carbono en ciento cuarenta caracteres con el mismo tamaño tipográfico y quizá mayor repercusión final que la de un catedrático del Instituto de Tecnología de California, acabará logrando «el control más eficaz de las masas desde las grandes religiones. Es muy posible que la democracia total sea, en el futuro, lo más parecido a un estado totalitario feliz. […] La potencia descomunal de la red técnica, su capacidad de control, su energía igualitaria y niveladora, precisan de dos o tres generaciones nuevas con fuerzas suficientes como para ver la jaula desde fuera. Y cada día va a ser más difícil salir fuera».

Autobiografía de papel no es un libro nostálgico ni apocalíptico: es el libro más importante publicado en español en los dos últimos años.

11. Amor por compasión

Tres mujeres de novela de las que me enamoraría en la vida real:

1. La Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s.

2. La Daisy Buchanan de El gran Gatsby.

3. La Julia Flyte de Retorno a Brideshead.

Nueve cosas que la lista anterior dice de ti:

1. Eres un idealista. Es decir alguien que piensa que la sopa de rosas sabrá mejor que la de col porque las primeras huelen mejor que la segunda. O dicho de otra manera: el último pájaro dodo del romanticismo decimonónico. Te extinguirás tísico y bajo la lluvia, con las enaguas empapadas en barro.

2. No te enamoras de mujeres sino de símbolos. Eres ateo porque reservas toda tu fe para ellas.

3. Tienes sexo por compasión con algunas de tus mujeres pasando por alto el hecho evidente para cualquier observador externo de que son sus pésimas elecciones anteriores y no una terrible injusticia del destino las que las han llevado a estar donde están.

4. La realidad es solo un incómodo obstáculo que sortear durante tu lánguido deambular hacia EL IDEAL. Sexual, estético, intelectual y de clase.

5. Tus enamoramientos son aspiracionales incluso cuando es ella la que se te queda corta a ti. A falta de virtudes y grandezas, te las inventas y se las encasquetas como quien viste una farola con un Lanvin.

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6. El capricho, la fabulación, la falta de empatía y el infantilismo son para ti las virtudes supremas en una mujer porque las confundes con el encanto. Toda loca de los gatos ha tenido un amor de su vida al que idealizar por motivos inaccesibles a la razón y ese eres tú.

7. A ese «oscuro submundo de paranoia, degradación, violencia anfetamínica y suicidio» que es el disco Berlin de Lou Reed tú lo llamas «mi desayuno».

8. Todos tus amores, y muy especialmente los consumados, son platónicos. Esto no es una contradicción sino una jodida maldición gitana.

9. Holly, Daisy y Julia son solo los primeros peldaños de una larga escalera que conduce en última instancia a la Wanda von Dunajew de La Venus de las pieles. Quizá jamás cruces la puerta al final de esos escalones. Solo quizá.

Por supuesto, esa rocambolesca alianza contra el amor romántico en la que convergen el meapilismo de extrema derecha y el feminismo de extrema izquierda no va a entender ni una sola coma de la lista anterior. Son unos seres tristes y extraños y tienen toda mi lástima. Que se queden con su soporífero amor tranquilo y su churretoso poliamor polimórfico. El día que quiera una compañera en vez de una amante me compraré una tortuga.

Hay que leer Retorno a Brideshead.

12. La infinita generosidad de las andaluzas

El sexo por compasión debería cotizar como voluntariado social siempre y cuando el beneficiado no se percate de los verdaderos motivos de su suerte. Que son, obviamente, la piedad y la ternura. No lo digo yo —aunque lo comparto— sino mi amiga Paula, autora también del mejor eslogan posible para la Consejería de Turismo y Comercio andaluza:

«Las andaluzas: pityfucking the whole country since 1492».

13. La tipografía es divertida. No, en serio: lo es

Tres libros sobre el tema X que deberían leer aquellos a los que el tema X deja indiferente:

1. Sobre la ciencia: Una breve historia de casi todo (Bill Bryson)

2. Sobre dios: Una historia de dios (Karen Armstrong)

3. Sobre la tipografía: Just My Type (Simon Garfield)

14. Aquí lo explico todo

Escribe Azúa en Autobiografía de papel:

«La enseñanza verdadera, como en los talleres medievales, no es la materia misma del arte (eso se aprende mirando con atención una y otra vez) sino el modo de ser, la vestimenta, el trato social, la música favorita, el comportamiento, la actitud moral del artista, vaya. La enseñanza principal de un maestro ha de ser tanto moral como física, porque la relación del artista con su obra es, además de moral, una relación indudablemente física. Decía Mary McCarthy que hay escritores amantes y escritores maridos».

El último gesto a la galería de Javier Mascherano

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Javier Mascherano. Foto: Javier Segura (CC)

Javier Mascherano. Foto: Javier Segura (CC)

El problema, antes que nada, no es Mascherano. Lean hasta el final del artículo antes de indignarse y luego, ya saben, desfóguense en los comentarios. El problema es que un equipo como el Barcelona acabe teniendo de referencia a un jugador como Mascherano, con sus virtudes y sus limitaciones. Mascherano convertido en el portavoz de la plantilla y en el jugador que más parece intervenir en el juego durante el partido. Omnipresente Mascherano, a veces como valor individual, a veces como síntoma de una decadencia colectiva.

Después de la derrota ante el Celta, por ejemplo, el jugador atiende al periodista de Canal Plus y le reconoce que la situación es preocupante: dos derrotas seguidas en liga privan al Barcelona del liderato y las sensaciones no son buenas. Tras hacer un diagnóstico más o menos razonable de la situación, suelta la frase autocompasiva que todos esperan, el guiño a la afición y los compañeros: «Desde fuera nos quieren hacer pensar que lo hacemos todo mal pero no es así».

Obviamente, Mascherano no ha inventado el «desde fuera». De hecho, el «desde fuera» es un elemento clave para entender al Barcelona a lo largo de su historia. Un enemigo informe, que a veces es Tomás Roncero y a veces es el anterior presidente, y que siempre vela por el mal del Barça acariciando un gato en la penumbra. Cruyff no pudo deshacerse de ese victimismo y el único que lo consiguió fue Guardiola, esa seguridad que daba Guardiola de que fuera del Camp Nou solo había monstruos y bárbaros.

En lo que sí ha destacado el defensa y mediocampista argentino es en su capacidad para dar una narrativa a las victorias y las derrotas. A los periodistas les encanta y más a unos periodistas tan acostumbrados a la literatura. Les gusta tanto que rompieron a aplaudir en medio de una rueda de prensa —aquellos octavos de final de 2011 donde todo se salvó precisamente por la fe de Mascherano al rebañarle el balón en el descuento a Bendtner— en la que, tras defender a su equipo, el jugador volvió a terminar el discurso recurriendo a la amenaza sin rostro: «Molesta que el Barcelona juegue bien al fútbol».

Hay en Mascherano un empeño algo irritante en decir siempre lo que se quiere oír. En su favor, hay que decir que a menudo se incluye a sí mismo como blanco al que disparar: ¿cuántas veces no le hemos escuchado criticar su actuación y pedir perdón después de un partido? No es algo habitual y por eso mismo es algo que el público aprecia. El asunto es hasta qué punto ese agradar en el fallo, esa disculpa constante por razones internas o externas, es representativo de los tres últimos años del Barça, años en los que el bajón de Piqué y la consiguiente descolocación de Mascherano han tenido mucho que ver.

Entender por qué soy el mejor y entender por qué he dejado de serlo

Cuando empezó la era Martino, la muy fugaz era Martino, y se empezó a hablar de la manida «verticalidad» en el juego, el catorce blaugrana se destapó con unas declaraciones sorprendentes: «Si se puede llegar al área contraria con tres toques, mejor que con treinta». Aquello tenía un punto difícil de creer, imposible verlo como algo que no fuera un nuevo gesto para agradar tanto al entrenador como al numeroso grupo de impacientes que empezaban a colmar el estadio. Al fin y al cabo, si Guardiola había convertido a Mascherano en uno de los mejores centrales del mundo había sido precisamente gracias a que su equipo jugaba a treinta toques y no a tres y eso, él, debería saberlo.

En ese estilo de ataque, donde todos salían juntos y ordenados e iban superando líneas buscando el hombre abierto o con un simple pase de tres metros bien dado en el momento justo, los centrales hacían su agosto: solo tenían que estar pendientes de anticiparse y mantener alta la presión. En eso, Mascherano, que había sido siempre un mediocampista defensivo, incluso con algún breve coqueteo con la banda derecha, sobresalía. Sabía leer perfectamente la jugada y si el balón le sobrepasaba o su compañero tenía problemas en el uno contra uno podía salvar al equipo con una entrada desesperada, como sucedió ante el Arsenal y sigue sucediendo muchas veces, demasiadas, y no siempre por culpa suya.

Arropado por sus compañeros, por la supuesta horizontalidad y la posesión del balón, Mascherano reinaba. En el caos de la verticalidad, del ida y vuelta constante, Mascherano se pierde: anticipa a destiempo, no protege la espalda, corre mucho pero no siempre con sentido… Y queda retratado en demasiados goles aunque en esto no quiero ser injusto: si el argentino «sale en la foto» tantas veces es porque al menos se molesta en estar, aunque no siempre con acierto.

Éramos tan felices, éramos tan felices…

No quiero que nadie se equivoque: para mí, Mascherano no es un mal jugador ni, insisto, es el principal problema del Barcelona, pero que muchos le tengan como el mejor del equipo —hace poco recibió un premio en ese sentido— resulta significativo. Sus dos primeros años en el equipo fueron clave para ganar ligas, copas y Copas de Europa, aunque pocos le tenían como referente futbolístico, más bien social, el típico chico que hace equipo y se deja la piel en el campo.

De hecho, cuando llegó a Barcelona, en agosto de 2010, daba la sensación de que se le fichaba precisamente por su perfil bajo, aunque el precio de su traspaso —veinticuatro millones— no fuera precisamente barato. Busquets no podía jugar todos los minutos de todos los partidos y Yaya Touré no estaba dispuesto a ser suplente así que se había marchado al Manchester City por un dineral. Mascherano empezó como pivote defensivo, su posición en el Liverpool y la selección argentina, y poco a poco fue aprendiendo los conceptos del equipo con una tenacidad admirable.

Fue entonces cuando llegó la plaga de lesiones y desgracias: la rodilla de Puyol, el tumor de Abidal, las dificultades de Gaby Milito… Piqué se quedaba solo y aunque «sin Piqué se nos caía el invento», como diría después Vilanova, el chico necesitaba un acompañante de garantías. Al principio se pensó en Busquets, pero era una combinación peligrosa: dos defensas muy listos, con gran don para leer el juego… pero mucha lentitud a la hora de darse la vuelta y enfrentarse a un dos para dos en carrera, la única manera en la que los rivales solían llegarle al Barcelona con peligro.

Buscando un perfil más parecido al de Puyol, Guardiola y Tito recurrieron a Mascherano y fue un acierto descomunal e inesperado. Masche se hizo con el puesto, complementó perfectamente a Piqué, se desentendió de la salida del balón y comprendió de inmediato lo que había que hacer: cuando el rival mandara un pelotazo arriba, Piqué fijaría al delantero centro o buscaría el balón por arriba y él tendría que estar pendiente del cruce en caso de despiste o error del canterano.

Todo funcionó de maravilla hasta que se fue Guardiola, enfermó Tito y el equipo empezó a desentenderse de algunas obligaciones. Vamos a ser justos: si Mascherano quedó más expuesto no fue solo porque sus compañeros se saltaran pases sino porque a menudo no presionaban de la manera que lo habían hecho años atrás. En esas circunstancias, ya no es un delantero o dos el que se te planta en carrera sino que a lo mejor son cuatro o cinco, como en el Bernabéu, un ida y vuelta constante que requiere de unas cualidades que el argentino no tiene ni ha tenido nunca.

Un buen conductor necesita saber adónde va

Fíjense en el pasado Mundial: Argentina llegó a la final y todo el mundo coincidió en que el mérito fue de Mascherano. En cada partido tenían que salir los preparadores físicos dos o tres veces para atenderle, se mataba en cada cruce, a veces incluso con un exceso de agresividad que ha ido aumentando con el tiempo. Era un héroe. Ahora bien, ¿a qué jugaba Argentina? A nada. La dependencia de Mascherano convertía a la albiceleste en un equipo previsible y ramplón, condenado al cero a cero y penaltis.

¿Era eso también culpa del Jefecito? Claro que no. Aquí no se culpa a Mascherano de nada, cada jugador tiene sus virtudes y sus defectos y no se le puede pedir que haga lo que no está preparado para hacer. Esto no es más que una alerta de que cuando Mascherano es el ejemplo del equipo, la referencia futbolística, ese equipo tiene un problema, especialmente si ese equipo es el Barcelona y viene de donde viene.

Antes, Mascherano aparecía cinco veces por partido y era decisivo. Ahora, lo hace treinta y de manera aparatosa. Atiende siempre a la prensa y su discurso es convincente aunque con las citadas trampas facilonas cara a la galería. Tiene todo para ser un líder, pero un líder tiene que saber lo que necesitan sus compañeros y a veces Mascherano no parece saber ni lo que necesita él. Su simpatía y su arrojo tapan muchas carencias y el bajón descomunal de Piqué le ha eximido de muchas responsabilidades.

El reto del central ahora mismo es que la autocrítica no se convierta en una especie de autocompasión enmascarada. El entorno. El «desde fuera». Es un poco lo mismo que le pasa al equipo y a su afición, envueltos en una especie de remolino que a veces te empuja hacia fuera y a veces hacia dentro sin saber muy bien hacia dentro de qué. La indeterminación. Fulmino a Luis Enrique por dos partidos, le convierto en un ídolo por los dos siguientes. Xavi, sí; Xavi, no; Xavi, a veces. Y así con todo.

Pedir paciencia es complicado porque yo mismo no la he mostrado en demasiadas ocasiones, incluidos mis artículos en este medio. Supongo que lo que pasa le ha pasado a todos los grandes equipos del mundo: cuesta pensar que no se va a ganar siempre, que los imperios no duran mil años. En esos momentos de zozobra, de indeterminación, es bueno que aparezca alguien con valor y arrestos para conducir la nave.

Siempre, claro, que sepa adónde quiere llevarla.

Jemeres rojos

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Pol Pot, 1980. Fotografía: Corbis.

SALOTH SAR: nacido en 1928, hijo de un terrateniente, creció en el entorno del palacio real, sometido al control de una prima, bailarina de palacio y luego consorte real. También fue consorte real una de las hermanas de Saloth Sar. Cuando ya era conocido como Pol Pot o «Hermano número uno», una de sus decisiones fue masacrar a las trescientas bailarinas de palacio. Enviado a Francia a estudiar electricidad estudió poco de esa materia y mucho de los textos ortodoxos del comunismo de la época (El manifiesto comunista de Marx y Engels, El imperialismo, fase superior del capitalismo de Lenin, El marxismo y la cuestión nacional de Stalin y, sobre todo, el Compendio de la historia del Partido Comunista Bolchevique de la URSS, ese folleto infumable que resumía todo el aparato ideológico leninista y la colección de máximas y principios de la estrategia y la táctica bolchevique, para aprendizaje general). Se integra en el llamado «Grupo de estudio de París», nacido en el seno de los grupos lingüísticos creados por el Partido en Francia, en el momento de más auge del estalinismo en el comunismo francés, entre los años 1949 y 1952, los años de la campaña estaliniana judeófoba contra lo que llamaba cosmopolitas desarraigados, de la guerra de Corea y del triunfo de Mao.

IENG SARY: Nacido en 1925, el «Hermano número tres» o Camarada Vann, huérfano a los quince años, acogido por su tío, tras estudiar, como Saloth Sar, en el Liceo Francés de Phnom Penh, completa sus estudios en Francia gracias a la ayuda económica de una de sus cuñadas. El Liceo Francés o Liceo Preah Sisowath, fundada en 1873 como una escuela para formar a los miembros de la administración colonial francesa, desde 1933 impartirá un bachillerato completo. Su carácter exclusivo se demuestra considerando que en 1954 solo ciento cuarenta y cuatro camboyanos habían finalizado sus estudios. Ieng Sary, en París, alquila un apartamento en el barrio Latino y se une al círculo de Saloth Sar. Antes de marchar para París, Ieng Sary y Saloth Sar se hacen novios de dos hermanas con las que se casarán más tarde. Ambas irán a París a estudiar.

KHIEU THIRITH: Nacida en 1932, tras su matrimonio fue conocida como Ieng Thirith. De familia opulenta, hija de un juez que abandonó a su familia por una princesa en los años de la Segunda Guerra Mundial, tras estudiar en el Liceo Sisowath de Phnom Penh, lugar en el que se compromete con Ieng Sary, viaja a París y estudia Literatura Inglesa en la Sorbona, especializándose en la obra de Shakespeare y convirtiéndose en el primer camboyano que obtiene ese título. En 1951, en París, se casa con Ieng Sary.

KHIEU PONNARY: O «Hermana número uno», nacida en 1920, hermana de Khieu Thirith, es la primera mujer que obtiene un título de bachillerato en el Liceo Sisowath, en 1940. Nueve años más tarde se instala en París con su hermana pequeña y estudia Lingüística Jemer.  Se casa con Saloth Sar un catorce de julio, de vuelta en su país y cuando ya está trabajando como maestra en el liceo en el que había estudiado.

KHIEU SAMPHAN: 1931. Hijo de un juez provincial en la administración colonial, su vida cambió cuando su padre fue detenido por corrupción y su madre tuvo que dedicarse a la venta de fruta para sobrevivir. Logra ingresar en el Liceo Sisowath y marcha a Francia a completar sus estudios. En la Universidad de Montpellier se licencia en Economía y, más tarde, en París, cuando ya forma parte del «grupo de estudio», se hace doctor con una tesis sobre la economía de su país y sus problemas de industrialización. A su vuelta a Camboya dirigirá el periódico L’Observateur y, abducido por el antiamericanismo momentáneo del eterno y camaleónico Sihanouk, entrará, junto con algunos de los más brillantes de su generación, como Hu Nim y Hou Youn, en el Gobierno y en la Cámara de Representantes.

SON SEN: Nacido en 1930, en una familia de propietarios agrícolas, se hace maestro y recibe una beca para estudiar en París en la década de los cincuenta, que le será retirada por sus actividades políticas. A su vuelta enseña en el Liceo Sisowath y termina trabajando en el Instituto Nacional de Enseñanza que dependía de la Universidad de Phnom Penh.

HU NIM: A diferencia de los anteriores, Hu Nim, nacido en 1932, del que conocemos bien sus orígenes por la confesión que escribió antes de ser torturado y ejecutado, fue muy pronto huérfano de padre y su madre tuvo que dedicarse al oficio de sirvienta para mantenerlo. Tras demostrar que era estudioso en la primera escuela a la que asistió, obtuvo plaza en el Liceo Sisowath y allí, mantenido por la familia de su futura esposa, recibe su título de bachillerato en 1952, momento en el que comenzó a trabajar como profesor mientras estudiaba Derecho y Economía. En 1956 pudo marchar a París a realizar estudios de derecho y de aduanas, y se integró en el grupo de exiliados camboyanos comunistas. A su vuelta entrará en la política como diputado y en la Administración hasta que, en 1967, ante la amenaza de su encarcelamiento huye y se une a Pol Pot y Ieng Sary, que ya habían pasado a la clandestinidad desde 1963.

HOU YOUN: Como Hu Nim, Hou Youn era de origen humilde, hijo de campesinos. Por sus propios méritos logró ingresar en el Liceo Sisowath. Brillante y capaz, consigue viajar a París y estudiar Derecho y Economía, doctorándose con una tesis controvertida sobre el campesinado camboyano y su modernización, en la que planteará la posibilidad de construir un desarrollo económico potente sin pasar previamente por una etapa industrial y urbana. Esta tesis influirá en el ideario de los jemeres rojos. Su capacidad le convierte en el líder de los estudiantes camboyanos de izquierdas y viaja por todo el mundo. A la vuelta a su país se hace profesor, pero continúa su actividad política e intelectual, en la que destaca. Como Hu Nim ha de huir en 1967 para evitar su arresto.

NUON CHEA: Nacido en 1926, también conocido como el «Hermano número dos», de familia acomodada de comerciantes y artesanos, mayor que los demás dirigentes del Angkar, cursó estudios universitarios en Bangkok, en donde se hará comunista. A su vuelta realiza actividades guerrilleras hasta que, haciéndose pasar por un hombre de negocios, se dedica a la propaganda y asciende hasta el cargo de secretario general del Partido Comunista de Kampuchea. En esa época, comienzan los contactos con los comunistas vietnamitas que llevaron a estos a la invasión de 1970 y a pensar erróneamente que era su «hombre en la Habana».

KAING GUEK EAV: Conocido como Duch, nacido en 1942 en una familia sin recursos. No comienza sus estudios hasta los nueve años, pero demuestra una notable capacidad sobre todo en matemáticas, en las que obtiene un premio nacional. Un comerciante de su región pagará sus estudios y en 1962 ingresa en el Liceo Sisowath, en el que se gradúa con la segunda mejor nota del país, en 1964. Da clases como profesor hasta que en 1967 huye a las montañas uniéndose al Partido Comunista de Kampuchea.

Estos son algunos de los más importantes dirigentes del misterioso Angkar que dominaba Camboya desde 1975 y del que no se supo hasta 1977 que se trataba del Partido Comunista de Kampuchea. En ellos vemos una serie de elementos comunes: la mayoría eran de clase media y alta; todos tenían estudios; la mayoría estudió o trabajó en el Liceo Sisowath, la escuela más prestigiosa de Camboya; la mayoría estudió en París; la mayoría absorbió en París la doctrina comunista imperante en el entorno del PCF en aquellos años; casi todos trabajaron más tarde como profesores; todos eran comunistas; muchos de ellos tenían razones para el resentimiento; la mayoría fueron o son unos genocidas.

El genocidio camboyano fue negado como tal durante mucho tiempo, con el argumento de que se había producido sobre el propio pueblo y el autogenocidio era una contradicción en sus términos. Eso es bullshit. Es genocidio porque se buscó la desaparición de grupos concretos determinados arbitrariamente. Los jemeres rojos asesinaron a prácticamente todos sus oponentes políticos: más del 80% de los oficiales del ejército republicano controlado por el dictador Lon Nol, títere norteamericano; más del 65% de los policías; más del 60% de los funcionarios. De los quinientos cincuenta magistrados del país solo se salvaron cuatro. Se trata de muchísimos muertos, pero en total ellos y sus familias «solo» suponían un 5% de la población de Camboya en ese momento, que era de unos siete millones y medio de personas. Sin embargo, los cálculos de descenso de población entre los años 1975 y 1979 se mueven entre el 20 y el 30%; es decir, en esos cuatro años la población no solo no se incrementó en absoluto, sino que descendió en una cifra de entre un millón quinientas mil y dos millones doscientas mil personas. Esas son las cifras del genocidio camboyano. Si excluimos a los opositores ¿se puede decir que las muertes fueron producto de un momento de violencia inusitada pero sin que afectase especialmente a determinadas categorías raciales, sociales o políticas? No.

La violencia se va a descargar sobre tres grupos arbitrariamente definidos: el primero es el de los traidores. Estos simplemente han de ser eliminados. Originalmente incluye solo a los oponentes políticos, citados anteriormente; sin embargo, rápidamente se ampliará a los enemigos interiores, dentro del propio partido. Los primeros en caer serán los que en 1975 atendieron las llamadas de reconciliación emitidas por algunos de los dirigentes jemeres. Pero la purga no se detuvo allí. Se calcula que alrededor del 50% de los miembros del partido fueron ejecutados, sobre todo a partir de 1977. La por desgracia célebre prisión de Tuol Sleng, S-21, museo del genocidio, era la cabeza de una red de prisiones, más de ciento cincuenta, que buscaban extirpar la enfermedad, el germen burgués que anidaba también en el partido, como decía el propio Pol Pot. La finalidad higienista se evidencia en el hecho de que se arrestaba al «traidor» y a todos los miembros de su familia y casi todos eran ejecutados, normalmente tras terribles períodos de tortura y confesiones. Se calcula que en las prisiones pequeñas, el índice de liberaciones rondó el 25%, en las de zona el 10% y en la S-21 prácticamente fue de cero, ya que de entre catorce mil y dieciséis mil prisioneros, incluidos bebés y niños, solo sobrevivieron siete.

No hay, además, razones para pensar que la voluntad extirpadora fuera cínica. Los mandos de los jemeres rojos eran, en su mayoría, profesores, intelectuales, muchos por cierto de origen «extranjero» (con antecedentes chinos y vietnamitas en su mayor parte, es decir, de profesionales y comerciantes). Cuando huyeron a los bosques se encontraron con una sociedad para ellos desconocida, de campesinos supuestamente no infectados por el capitalismo, y organizaron su ideología sobre una base pura y dura: la del hombre que nace del grano de arroz, aplicándole sus modelos teóricos. Desconectados prácticamente durante los cinco años de guerra civil del mundo, crearon una cultura paranoica de la autosuficiencia, que bebería de los postulados de algunas de esas tesis que hemos visto en las pequeñas biografías de sus dirigentes, y regada por las ideas de la revolución cultural de Mao y, en última instancia, por algo que siempre resultaba grato a esa estirpe de profesores: el principio leninista de que el triunfo de la revolución es una cuestión esencialmente educativa, que el espíritu proletario es algo que hay que enseñar. Sin embargo, su propia paranoia, manifestada radicalmente en la ocultación no solo de los cuadros, sino del propio partido, y su debilidad, intensificaron la locura supuestamente reformadora, convirtiéndola en un proceso aún más destructivo que el ocurrido en la URSS de Stalin y en la China de Mao. El supuesto proceso de reeducación se convirtió prácticamente siempre en un simple proceso de confesión y ejecución. El caso de Kaing Guek Eav, Duch, es paradigmático. El antiguo profesor de matemáticas dirigiría la prisión S-21 hasta que fue tomada por las tropas vietnamitas, redactando sus reglamentos y el manual de interrogatorios. Duch, que había sufrido torturas y estado preso en las cárceles de Lon Nol, desplegaría un resentimiento inhumano oculto bajo una gélida búsqueda de lo que él consideraba la verdad, que siempre terminaba en una biografía espontánea, luego corregida mediante torturas diseñadas para desvelar la razón que siempre exigía un resultado definitivo: la muerte. El diseño se hizo por esos intelectuales que veneraban un tipo de hombre que ellos nunca habían sido, pero para llevarlo a la práctica escogieron sobre todo a personas no instruidas y, en particular, a niños de incluso doce y catorce años. Los hermanos mayores eran los dirigentes. Muchos formaban parte de los que en los años sesenta habían obtenido una instrucción que no les servía porque se topaban con la gigantesca corrupción del régimen de Sihanouk, y que terminaron atraídos sobre todo por la brillantez de líderes como Khieu Samphan, Hu Nim y Hou Youn. Muchos de ellos fueron purgados en cárceles como S-21. Cada purga iba reduciendo los cuadros del partido y cada vez eran más jóvenes y menos instruidos los que los sustituían, los verdugos que serían ejecutados por la siguiente generación de verdugos. Al final, solo el 25% de los carceleros de S-21 tenía más de veintiún años. El núcleo duro sobrevivió a las purgas, con la excepción, y es perfectamente lógico que sea así, precisamente de los más brillantes y, curiosamente, de los que tenían un origen más humilde: Hou Yuon murió en 1975 en circunstancias no aclaradas, pero tras manifestar críticas a sus compañeros de dirección, y Hu Nim fue detenido, torturado y ejecutado en 1977 en S-21.

He hablado del grupo de los traidores, pero la voluntad genocida se demuestra en las otras dos categorías de perseguidos. La segunda es la del «subpueblo», los intelectuales, la gente con algún tipo de formación (incluidos especialmente los comerciantes), relacionada con el antiguo régimen y no reeducable. Más del 50% de los que fueron incluidos en esta categoría, a veces simplemente por llevar gafas o no tener callos en las manos, fue exterminado. Como ejemplo, solo cuarenta y ocho de los cuatrocientos cincuenta médicos que había en Camboya en 1975 vivía en 1979. Aquí también se incluyó al clero, con una violencia tan salvaje, que solo unos mil de los sesenta mil monjes budistas salvó su vida. Precisamente por pertenecer a esta categoría, y no por un criterio racial, murieron tantos cham (cerca de un 35%), ya que la mayoría eran musulmanes, y tantos católicos (cerca del 50%) y vietnamitas (cerca del 40%). En el caso de los vietnamitas (fuertemente masacrados por el régimen anterior, en el contexto de la guerra de Vietnam) influyó también la invasión que acabó con el régimen jemer y la paranoia de alguno de sus máximos dirigentes que siempre habían creído en un plan de dominación vietnamita. El ejemplo más notorio, rodeado por oscuras evidencias de auténtica enajenación mental, es el de la primera esposa de Pol Pot, la Hermana número uno, obsesionada desde la década de los sesenta por ese supuesto peligro. Mostrada como una especie de símbolo, al modo de Jiang Quing, la viuda de Mao, Khieu Ponnary, afectada por brotes de paranoia y esquizofrenia, terminó al cuidado de su hermana y su cuñado, Ieng Sary, sin saber que Pol Pot la había abandonado y se había casado de nuevo. Murió en 2002. Se calcula que las muertes directas realizadas entre los dos primeros grupos, los traidores y el «subpueblo», alcanzaron una cifra de entre cuatrocientas mil y seiscientas mil personas.

Nos queda el tercer grupo objeto de genocidio. Se trata del «pueblo nuevo», definido así en contraste con el viejo pueblo campesino. Eran los habitantes de las corruptas ciudades, la mayoría de ellos obreros, empleados y muchos incluso campesinos refugiados en Phnom Penh, como consecuencia de la guerra civil. Se los etiquetó como los del «75» porque habían permanecido en las ciudades y no se habían unido al movimiento de los jemeres antes de la caída de la capital. Eran en teoría reeducables y para ello fueron dispersados en comunas populares, en las que iban a conocer las condiciones de vida del campesinado, empapándose del espíritu que les libraría de pertenecer a la categoría de enfermos. La sobremortalidad en este grupo es, sin embargo, tan elevada (más del 40% de los habitantes de las regiones más urbanizadas murió en esos años), que resulta difícil no creer en la existencia de una voluntad auténticamente genocida. Las condiciones de insalubridad, la insuficiente alimentación y el trabajo agotador, unido a las ejecuciones directas de naturaleza arbitraria o por infracciones nimias de reglamentos rigurosísimos son un diseño por desgracia conocido en otros ejemplos de genocidio. Así, muchas comunas se situaron en regiones pantanosas, en las que los prisioneros, separados de sus familias y agrupados los niños en zonas aparte, vivían y dormían al descubierto. La ración de comida (básicamente arroz) era la tercera parte de la de un trabajador normal y los ancianos, mujeres y niños recibían cantidades aún menores. Las jornadas de trabajo eran terribles, de hasta catorce horas diarias y con un día de descanso de cada diez. Se hacían patrullas de trabajo con los adolescentes y se les enviaba a lugares alejados del campamento a realizar labores más peligrosas y duras. No se reconocía la enfermedad, a la que se calificaba de producto de la mente. Caer enfermo equivalía a no cumplir con los objetivos de trabajo, ser castigado, recibir aún menos comida y morir en última instancia. Los campos estaban repletos de informadores, casi siempre niños, que denunciaban las conductas desviadas en las sesiones de autocrítica y que casi siempre terminaban en castigo y muchas veces en la ejecución, a golpes o por asfixia, para ahorrar munición. Hay, como se puede suponer, diferencias entre campos, pero todo el sistema parecía diseñado sobre un principio: la exterminación de todo el que no fuera capaz de adaptarse a un modelo ideal, el modelo al que nunca habían pertenecido y al que nunca pertenecieron sus creadores. Porque, como es obvio, la clase dirigente nunca dejó de ser lo que siempre había sido.

Durante mucho tiempo se negó el genocidio camboyano. Que fueran precisamente los comunistas vietnamitas los que abriesen el museo del genocidio, tras la derrota de los jemeres y que, en los años siguientes, Pol Pot fuese protegido por el mundo occidental, en su condición de peón importante en el control del país, en la coalición antivietnamita, fue una de sus razones. Tras la retirada vietnamita en 1989, los acuerdos de paz de París, en 1991, directamente omitieron el genocidio, y los genocidas pudieron integrarse en el nuevo sistema. Es cierto que Pol Pot, en 1993, volvió al bosque con un grupo de antiguos jemeres rojos, pero una amnistía del nuevo Gobierno, en 1994, provocó que fuese abandonado por la mayoría de sus simpatizantes y su movimiento despareció tras su muerte en 1998. Así, la mayoría de los genocidas pudo integrarse, convivir e incluso mandar sobre, en ocasiones, muchas de las víctimas o de los familiares de las víctimas de sus crímenes. Los casos más sangrantes son lo de Ieng Sery (indultado por Sihanouk en 1996) y su esposa, que formaron un partido político, y terminaron controlando la zona de Païlin, en la que mediante el contrabando ilegal de madera y piedras preciosas se hicieron ricos. Cuando en 2007 fue detenido por fin, por orden del tribunal camboyano que empezaba a juzgar a los jemeres rojos, vivía en una mansión en Phnom Penh. No llegó a ser condenado y murió en 2013, de un ataque al corazón. Kieu Tirith aún vive. Fue juzgada y condenada, pero en 2011 se declaró su incapacidad mental. Kieou Samphan y Nuon Sea también vivieron sin problema alguno hasta 2007, momento en el que fueron arrestados. Hace cuatro meses fueron condenados a cadena perpetua. Tienen ochenta y tres y ochenta y ocho años respectivamente. Hasta 2011 Nuon Sea no admitió sus crímenes.

En cuanto a los restantes miembros de esta galería de horrores, Son Sen llegó a comandar el ejército jemer en los años de lucha contra los vietnamitas y tras los acuerdos de paz incluso se integró en el primer Gobierno anterior a las elecciones. Fue asesinado con trece miembros de su familia en 1997, por órdenes de Pol Pot. Duch, en cambio, huyó, oculto como un refugiado más, a Tailandia, cambiando su nombre. Se hizo comerciante hasta que en 1992 se decidió a volver a su país. Allí se hizo bautizar en una iglesia cristiana evangélica y se dedicó a la enseñanza durante años. Sus alumnos lo llamaban el «gran profesor» y todos querían estudiar con él: alababan su trabajo obstinado y cariñoso con los niños, su insistencia en explicar las lecciones hasta que todos las entendían. Guardó silencio hasta que, en 1998, tras escuchar a Pol Pot decir, en una entrevista dada por este antes de su muerte, que S-21 no había existido, se puso en contacto con un periodista británico al que confesó no solo que la prisión había existido, sino que él, que la había dirigido, se arrepentía de sus crímenes. Arrestado en 1999, esperó en prisión durante años a que por fin el Gobierno camboyano retirase sus obstáculos a la constitución de un tribunal en Camboya que juzgase el genocidio. En 2008, dentro del proceso, volvió a visitar S-21 y tras echarse a llorar pidió perdón a las víctimas. Fue juzgado y condenado a treinta y cinco años de prisión y más tarde a cadena perpetua. Aún vive.

El genocidio camboyano es un crimen sin castigo. Un crimen que intentó justificarse por las condiciones previas: las persecuciones y matanzas salvajes en Indonesia de comunistas; la dictadura prooccidental de Lon Nol, ayudada por la estúpida y criminal campaña norteamericana de bombardeos en los estertores de la guerra vietnamita; incluso se ha relacionado con las propias costumbres camboyanas, en particular la institución del kum, la llamada venganza desproporcionada, basada en los modelos de la poesía épica del país, y que autoriza una respuesta mucho mayor que la ofensa como venganza. Sí, el resentimiento y la venganza por las ofensas y crímenes, en su mayor parte reales, están ahí, pero sin el corpus teórico que esos profesores camboyanos adquirieron en Occidente y que se encuentra en la base de los otros genocidios y masacres comunistas, nunca habría dado lugar a un proceso tan meticuloso y científico. El llamamiento a la venganza de clases, a la extirpación del tumor, la infección encarnada en los ricos se llegó a plasmar en su himno nacional que terminaba diciendo: «No dejéis con vida a ningún imperialista reaccionario: echadlos de Kampuchea. Movilizaos y golpead». Pin Yathay, el ingeniero que perdió a todos los miembros de su familia en uno de los campos de reeducación, escribió un libro sobre sus experiencias en el que incluye la siguiente nana, que reproduzco de El siglo de los genocidios de Bernard Bruneteau, del que he extraído tantos datos para este artículo:

Hijo, ¡recuerda! Tu padre ya no existe. Era un puro revolucionario … Acuérdate de su sangre, esa sangre que manaba a chorros. Era tu sangre la que manaba a chorros bajo los golpes de nuestros enemigos de clase … Debes guardar en tu corazón el odio de los opresores burgueses, capitalistas, imperialistas y feudales. Te toca vengar a tu padre. En adelante te tocará vengarte para proteger a tu clase.

Restos de víctimas de los jemeres rojos en Phnom Penh, Camboya. Fotografía: Istolethetv (CC).


Che, que bo!

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Lahuerta_PortadaLos aficionados al fútbol que vimos algún que otro partido en el viejo San Mamés tendemos a sublimar la experiencia a partir de un rosario de palabras más próximo a la mística que al fútbol. No es para menos, ya que en el estadio del Ahletic de Bilbao, todo, desde el chiquiteo de los prolegómenos hasta ese «Athleeeeeeeetic» que parece surgir del averno mismo, rezuma trascendencia. Sin embargo, tengo para mí que el culto a la Catedral ha eclipsado graderíos con no poco virtuosismo. Mestalla es uno de ellos. El inefable pasodoble del comienzo, el desfile de falleras, el olor a pólvora y, cómo no, el hecho de que no bien llegado el minuto 5, la hinchada local, inexorablemente abonada a la turbulencia, ya se haya levantado en armas contra todo lo que se mueve, convierte cualquier partido del Valencia en una deliciosa chifladura. El escritor Rafa Lahuerta, socio del Valencia CF desde que llegó al mundo, hace ahora cuarenta y tres años, se propuso plasmar sus venturas y desventuras de hincha valencianista al hilo de unas memorias que recompusieran, asimismo, algunos de los fragmentos de su historia familiar. El resultado es La balada del Bar Torino, un cántico de expiación y melancolía, de rabia y miel, que se eleva por encima de la tribuna para buscar su acomodo entre las obras que mejor han desbrozado la valencianidad.

Pero empecemos por el final. Más precisamente, por la última página. La balada del Bar Torino termina con un párrafo en que Lahuerta se disculpa ante aquellos aficionados a los que ha llegado a increpar, llevado por el colérico arrebato en que suele desaguar el graderío, cualquier graderío. En enero de 2009, en el transcurso de un Valencia-Español en Mestalla, tuve el privilegio de conocer de primera mano a qué aludiría Lahuerta cinco años después. Aquella noche, lo que le levantó del asiento fue la ingratitud del respetable para con Vicente, el más excelso futbolista que jamás ha tenido el Valencia, y al que una lesión había condenado al sonambulismo. «¡Desagradecidos! ¿Acaso no tenéis memoria?». La memoria, en efecto, es el único resorte sustantivo de un hincha, y ya entonces Lahuerta sospechaba que el hecho de que el Valencia, su Valencia, estuviera desprovisto de tradición narrativa (de eso que hoy, un tanto pomposamente, llamamos relato), se debía a la desmemoria de la hinchada. En cierto modo, y por mucho que la balada acabara por escribirse frente a un balcón sobre el Mediterráneo, a lomos de una bicicleta estática, aquella imprecación era ya un primer apunte del natural.

Para Lahuerta, el desamparo literario del club no es sino un trasunto a escala del desamparo literario de la ciudad, simbolizado en el sinnúmero de novelas de Blasco Ibáñez que decoran, en la mejor tradición del toro y la flamenca, los hogares valencianos. Esa atonía, sostiene el autor, ha propiciado que Valencia viva a rebufo de Madrid y Barcelona, como si todo su afán se resumiera en vivir de espaldas a sí misma o incluso contra sí misma. Para un barcelonés como yo, harto del cada vez más infundado narcisismo de su ciudad, semejante desatención no deja de ser sugestiva, siquiera por lo que tiene de descompresión identitaria. Lahuerta, no obstante, rehúye cualquier tentación esteticista; no en vano, le basta con mirar en derredor para constatar que ese vacío tiende a ser ocupado por el casticismo o el catalanismo, y casi siempre en sus variantes más lúgubres. Sirva el ejemplo de la película Furia española, de Paco Betriu, en que las imágenes de un Barça-Valencia en el Camp Nou (hay un lance en que se aprecia perfectamente a Claramunt) sirven para ilustrar lo que, en el film, es un… Barça-Madrid.

Mas la identidad de Lahuerta no se halla únicamente definida por su ciudad o su club, por mucho que ambos capítulos la conformen sustancialmente, sino también por el núcleo familiar, los amigos, la literatura o el cine. En este sentido, La balada… constituye un retrato (del artista en 2014) en el que cada pincelada sugiere un atributo. El mocoso alucinado que, de la mano de su padre (al que están consagrados los más conmovedores pasajes), se fotografía con Kempes en el césped del viejo Heysel, tan solo un día antes de que el Valencia se proclame campeón de la Recopa frente al Arsenal, convive con el panadero indolente al que la perspectiva de «labrarse un futuro» le resulta soporífera; el fetichista al que se le disparan las pulsaciones ante un cromo de la Liga 70-71, con el mórbido lector del As (los martes, As Color); el urbanita que gusta de diluirse en la sesión de las cuatro del Albatros, con el lector atildado de autores fantasmales. Todas y cada una de esas facetas tienen, insisto, un mismo hilo conductor: el apego inveterado del autor a la valencianía. De hecho, no parece osado afirmar que en el fondo de La balada… late una guía secreta de Valencia, un callejero trufado de bares sinvergüenzas, hornos que no existen y acequias ocultas en el subsuelo; santuarios de una ciudad que Lahuerta contempla taciturno desde la última fila de Mestalla, donde tiene su asiento, su guarida a lo Bruce Wayne, su cadillac solitario.

Esa melancolía, tan contraria a la naturaleza del Valencia CF, donde priman la fanfarronería, el hedonismo y la piromanía, tiene bastante que ver con la imposibilidad de aunar, en un todo incorruptible, la pendencia futbolera y el prurito literario. Queda, eso sí, una ristra de intentos atrapados en ámbar, como ese día de finales de los noventa en que, a propósito de un Valencia-Hércules en vísperas de Navidad, Lahuerta colgó en la grada una pancarta que rezaba: «Un llibre per al Nadal: Alacant Blues, crónica sentimental de una búsqueda». Como es natural, nadie en el estadio se sintió concernido por aquella recomendación, en lo que pretendía ser un guiño a la renuencia alicantina a identificarse con la cadena silábica «Alacant». El fútbol y la sutileza, ay; agua y aceite. Por eso, en parte, Lahuerta, el Trinche Carlovich de las letras valencianas («escribir un libro, pase; escribir dos es pasarse de listo») ve los partidos desde la cornisa. Es, sin duda, la mejor localidad para verse a sí mismo.

El último grito de «Míchel, maricón»

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Foto: DP.

Foto: DP.

En uno de esos capítulos de Los Simpson repetidos una y mil veces, Homer está con su familia en la grada viendo un partido y empieza a insultar a uno de los jugadores. No son insultos muy graves porque al fin y al cabo hablamos de una serie de dibujos animados, pero sí los típicos «no vales nada, eres una nenaza, seguro que tu padre se avergüenza de ti», etc. Cuando alguien le reprende por los comentarios, la respuesta de Homer es la habitual en estos casos: «Bah, es un profesional, a él estas cosas no le afectan», tras lo cual se ve un primer plano del jugador en cuestión con una lagrimita cayéndole por el ojo izquierdo.

La excusa de Homer Simpson es la excusa del aficionado medio al deporte de alta competición: el insulto no es algo personal, es simplemente un modo de desconcentrar al rival o desahogarse uno mismo. La idea de los estadios de fútbol como enormes terapias de grupo ha sido ampliamente estudiada en las últimas décadas y hay mucho de cierto, aunque luego llegan los excesos y nos preocupamos.

Vayamos a los ochenta, por ejemplo. En esa década se consagra un grupo de aficionados al baloncesto, en concreto al Estudiantes, que se hace llamar «La Demencia». Su principal activo es que son ingeniosos y que hasta cierto punto resultan pacíficos. «La Demencia anima sin violencia», gritan una y otra vez para diferenciarse de otras aficiones que en aquellos años llenan el país, incluso con sus revistas esperando en los quioscos. Eran tiempos de Ochaíta y Boixos Nois, Frente Atlético y sus banderas con aguilucho, Guus Hiddink en Valencia diciendo que no empezaba un partido hasta que no retiraran las banderas nazis de un fondo.

La violencia, efectivamente, estaba en todos lados, más o menos soterrada y frente a la violencia, el insulto era incluso deseable. Porque el caso es que la Demencia insultaba, por supuesto. A veces con ingenio y a veces sin el más mínimo. Yo recuerdo un partido en el que a Antonio Martín le tocó lanzar dos tiros libres y a alguien no se le ocurrió otra cosa que gritarle «Iba borracho, Fernando iba borracho» a pleno pulmón, en referencia a su hermano recién fallecido, idea que nos pareció maravillosa y que a nuestros catorce años empezamos a repetir cada vez que a Martín le pitaban una falta a favor.

En casa, mi madre me explicó que gritar eso le convierte a uno en un miserable y que ser un miserable no es algo que se pueda cambiar según estés dentro o fuera de un recinto deportivo. Desde entonces, como buen hijo, he procurado moderar mi odio al contrario y alejarlo incluso de mi cuenta de Twitter, que a veces no es fácil.

Porque sí, lo que se esconde es odio mezclado con adrenalina. Digamos que la adrenalina está en el 90% de los presentes en un estadio. Es algo razonable porque quieren que su equipo gane y el otro pierda y están dispuestos, hasta cierto punto, a hacer todo lo posible por acercarse al objetivo. Hay, a veces, como añadido, un odio relativo y un odio absoluto. Odio relativo es el que siente un aficionado del Real Madrid hacia el árbitro cuando este no le pita un penalti que considera clarísimo. No hay nada personal, ni siquiera se sabe su nombre, pero le insulta como si le fuera la vida en ello porque se considera timado, robado, cualquiera de los adjetivos que luego verá repetidos en la portada de la prensa afín al día siguiente.

Odio absoluto es el que sienten determinados aficionados del Barcelona por el Espanyol, o del Sevilla por el Betis o, por qué no, del mismo Estudiantes hacia el Real Madrid y viceversa, por supuesto.

La normativa que quiere implantar la LFP para regular los insultos en los campos de fútbol es, en resumen, un intento de regular el odio y a la vez regular la adrenalina. No sé si eso es posible en esta cultura y tampoco me consta que en otros países más civilizados la cosa esté mucho mejor, más bien diría lo contrario, que hay un efecto imitación de países como Holanda o Italia. Es verdad que rara vez se ve un partido de la NBA con miles de personas coreándole «Motherfucker» al árbitro, pero supongo que también tendrán lo suyo; al fin y al cabo hablamos de una liga donde un tío fue suspendido durante más de sesenta partidos por subirse a la grada y liarse a mamporros. Lo que me preocupa es que en realidad el intento se quede en una banalización de la violencia reduciéndola a algo incontrolable para luego poder decir «lo hemos intentado pero no ha habido manera».

Entre la familia y la Familia

En un excelente artículo, Gemma Herrero, exredactora del diario Marca y en la actualidad colaboradora de El Confidencial, criticaba las declaraciones de Luis Enrique en las que venía a decir que si de verdad íbamos a echar a cada aficionado que insultase en el campo igual al final los jugadores se quedaban solos. El historial de Luis Enrique como jugador, siempre cercano a los grupos más activos y agresivos en aquellos locos años noventa, no invita a pensar en que al ahora entrenador del Barcelona le preocupe mucho el tema de la violencia en las gradas.

En cualquier caso, si le preocupa o no, es irrelevante. Lo que ha dicho es verdad, no es rebatible. Otra cosa es que nos guste que sea así, que a mí desde luego no me gusta. Gemma pone un ejemplo concreto que resulta muy claro: «Que le pregunte a Piqué si echaría a los que llaman puta a Shakira». ¡Pues claro que los echaría! Y el árbitro echaría a los que llaman puta a su madre. Se puede argumentar que el que llama «hijo de puta» a un árbitro en realidad no conoce a la madre del árbitro pero dudo mucho que nadie de los que se lo llaman a Shakira tenga el gusto de haber charlado con ella.

Es lo mismo: te insulto porque te odio y ese odio viene generado desde muy arriba. Está por todos lados en la sociedad: odio a la casta, odio a los que odian a la casta, odio al jefe déspota, odio al empleado vago, odio a la Pantoja, odio a los jueces, odio a Rato, odio a los «perroflautas», odio a España, odio a Cataluña… Odio muy bien alimentado y muy bien pastoreado porque da resultados, porque el odio es lo que une a las tribus sin proyecto común y en estos días en España, proyectos hay los justos, solo un simple «a ninguno de los anteriores», a lo Richard Pryor en El gran despilfarro, que podría resumir el clima social.

España, y no solo España, es ese país que está deseando salir a la ventana y gritar: «I´m as mad as hell and I´m not going to take it anymore», como pedía un desencajado Peter Finch en la película Network. Mucha gente lo sabe y lo alimenta. El odio es poder, casi tanto como el afecto. La violencia es poder, por supuesto, y conviene estar cerca. Joan Laporta se desmarcó nada más llegar a la presidencia y le costó amenazas de muerte, pintadas en casa y un acoso que requería de intervención policial. Florentino ha tardado un tiempo pero lo ha hecho también, viendo como en ocasiones se amenazaba incluso el descanso de los muertos.

Otros han seguido ese camino, pero no desde luego los Gil con el Frente Atlético ni Lendoiro con los Riazor Blues. El otro día, Javier Tebas, presidente de la LFP cesaba «sin dudar ni un instante» al expresidente del Deportivo por asistir al entierro de «Jimmy», el aficionado asesinado en el Manzanares. Lendoiro afirmó que conocía a la familia y quería darle su apoyo y solo faltaría que yo tuviera que decirle a la gente cuándo puede ir y cuándo no puede ir a un entierro, que no es precisamente una fiesta con payasos y confeti para todos.

Lo que le pareció a Tebas es que Lendoiro más que a la familia de «Jimmy» conocía a la Familia y que era a ellos a los que les daba su apoyo, por eso le hizo cesar en su cargo de embajador del fútbol español. ¿Cuántos presidentes han utilizado a los ultras como guardia pretoriana para ganar elecciones o simplemente protegerse de las críticas del resto del estadio?, ¿cuántos lo siguen haciendo mientras se rasgan las vestiduras y dicen «esto no tiene nada que ver con el fútbol, esto es una cuestión de política»? Por supuesto: el Frente Atlético es de «extrema derecha» y los Riazor Blues son de «extrema izquierda», por eso estaba Lendoiro, exconcejal y expresidente de la diputación con el PP en la comitiva.

La violencia es poder, ya está dicho, y por lo tanto, la violencia es política. Los amigos y los enemigos, mejor tenerlos cerca.

El término medio entre la garganta y la bola de acero

Junto a los presidentes de fútbol, que se han dado cuenta de repente de que en este local se juega, se indignan también muchos periodistas deportivos. ¿Qué ha sido el periodismo deportivo de los últimos años sino un montón de incitaciones al odio? Periodismo de bufanda y bandera siempre frente a la bufanda y bandera ajena. Todo, absolutamente todo, entendido como una provocación. Fotos con los Ultras Sur o con lo que quede de los Boixos o con el Frente o con quien haga falta. Los que se han enfrentado a esa manera de hacer las cosas, bien lo han pagado.

Ahora que el insulto se va a perseguir y todo van a ser «cánticos correctos», como se decía el pasado fin de semana en Twitter, es momento de preguntarse: ¿No hay como doscientos términos medios entre copar un fondo con esvásticas y banderas preconstitucionales, desearle la muerte a los ya muertos y quedar con los vivos para golpearles hasta dejarlos inconscientes y luego tirarles a un río helado… y llamar «hijo de puta» a un árbitro o subnormal a Messi? Y no quiero que se confunda nadie: yo no llamaría nunca subnormal a Messi ni maricón a Míchel ni hijoputa a Cristiano ni vería relación familiar alguna entre Amunike y el entrenador del Barcelona, pero, ¿de verdad es necesario llegar a este punto después de años viendo cómo esa gentuza se hacía con el estadio mientras la LFP miraba hacia otro lado o se apoyaba directamente en ellos?

Como soy un malpensado, me da que todo esto es una bomba de humo. Puedo equivocarme y ojalá me equivoque. Cuando la masa ejerce de masa lo hace con todas las consecuencias y el insulto no es la peor de ellas. En cualquier caso, la masa destaca por ser difícil de controlar y este tipo de medidas no llevan a ningún sitio porque nadie va a vigilar que no se insulte y ni siquiera es fácil definir lo que es insulto y lo que no, recuerden lo de Antonio Martín y su hermano Fernando. Son brindis al sol condenados a provocar la frustración entre la gente. Dentro de unas semanas alguien dirá «lo hemos intentado pero ha sido imposible» y me queda la duda de si entonces se darán cuenta de los pasos que se han saltado e intentarán ir un poco para atrás.

Yo, como aficionado, me he comportado como un miserable muchas más veces de las que sabe mi madre, aunque puede que lo intuya. He ido a partidos de baloncesto y de fútbol donde los insultos empezaban dirigiéndose al equipo contrario, luego al árbitro y si las cosas iban mal a los propios jugadores, siempre peseteros, vagos y mujeriegos cuando pierden. No voy a decir, como Homer Simpson, que eso va en su sueldo porque es mentira. Piqué tiene todo el derecho de enfadarse porque llamen puta a la madre de sus hijos igual que Eto´o hizo muy bien en irse del campo cuando se cansó de que le hicieran ruidos de mono cada vez que tocaba un balón. En algún momento hay que decir «basta».

Me parece bien que se inicie una cierta pedagogía que haga que seamos más tolerantes con el otro pero, como la virtud de cualquier pedagogía es que sea realista, que no confunda los hechos con las voluntades, me parece un disparate empezar esta casa por el tejado. Sí, nosotros les gritábamos barbaridades a Antonio Martín y a Alberto Herreros, pero había otros que nos tiraban bolas de acero y nos amenazaban con navajas.

Pensar que no hay diferencia entre la navaja, la bola de acero y la garganta es estar en otro mundo. Un mundo de azafatas, comida y bebida gratis y calefacción bajo el asiento. Un palco, en definitiva, donde todos los problemas quedan igual de lejos y se solucionan de la misma manera: con torpeza.

Thomas Bernhard se ha quedado solo

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20141027144055-365xXx80Me he convertido, a efectos de Jot Down, en un personaje de Thomas Bernhard. De mis cinco últimos artículos, tres son sobre Thomas Bernhard o tienen que ver con Thomas Bernhard. Y después viene un socavón (el último lo publiqué hace nueve meses, un embarazo: un embarazo de esterilidad) que es estrictamente bernhardiano. Al igual que el protagonista de Hormigón no hace más que preparativos y preparativos para escribir la obra definitiva sobre Mendelssohn Bartholdy, sin llegar a escribir nunca nada sobre Mendelssohn Bartholdy, yo no he hecho más que preparativos y preparativos para escribir artículos (¡definitivos también!) para Jot Down sobre diversos temas, sin llegar llegar a escribirlos nunca. Tengo libretas atiborradas de notas y la cabeza como un bombo. Pero pasaban los días, las semanas, ¡los meses! sin que me saliese nada. En realidad, he escrito columnas políticas para otro medio y he perdido horas y horas (¡y horas!) en Twitter. Pero para Jot Down, nada. De lo que yo más quería, que era escribir artículos para Jot Down, nada de nada.

Desde luego, lo que no iba a hacer más era escribir sobre Bernhard (¡eso lo tenía clarísimo!). No podía seguir siendo, para los lectores de Jot Down, «el pesado de Bernhard», o «ese que solo escribe sobre Bernhard». En junio estuve en una cena de editores en Madrid, y el editor de La Uña Rota, Carlos Rod, me dijo que cuando publicó Así en la tierra como en el infierno y otros dos libros de poemas de Bernhard en un tomo, estuvo esperando a ver qué escribía yo sobre el tomo, y le decepcionó que al final yo no escribiese nada. Tener a Bernhard ya como una chepa, ser ya «el de Thomas Bernhard», como Fernando Trueba es «el de Carlinhos Brown»; haber llegado a fernandotruebizarme hasta ese punto, y haber consentido por lo tanto que Bernhard se me carlinhosbrownice… Desde luego, iba a escribir sobre cualquier cosa menos sobre Bernhard. Así que aquí me tienen: escribiendo otra vez sobre Bernhard. (¡Y repitiendo las repeticiones como cualquier vulgar imitador de la voz de Bernhard, o de la traducción de Miguel Sáenz!).

Pero es que ha ocurrido algo que me ha desconcertado: Bernhard se ha quedado solo. Tras los últimos abusos editoriales de Alianza con los libros de Bernhard, que Alianza se ha podido permitir porque Bernhard es una droga dura y queda poco género, al fin nos ha dado este año un libro sustancioso a un precio razonable: En busca de la verdad, un auténtico festín para los bernhardianos. Me esperaba que se hablase mucho de él, y una sucesión de estimulantes artículos en la línea del que escribió Antonio Lucas en El Mundo como abriendo boca. Pero yo no he visto más, al menos no en los grandes periódicos. De pronto, por esta sugestión del silencio, he olido el fracaso: el fracaso de Bernhard. Al final, hemos proliferado los bernharditos, abaratando (¡como aquí se ve!) sus recursos, y convirtiendo el exabrupto y el enfado en galletas de todos los días, y por lo tanto en merienda fácil. Al mismo tiempo, la sociedad (o sea, Twitter) ha desarrollado armas de neutralización: al que discute por juego le llama troll; al que se ejercita en el canon negativo le llama hater. El gran autor Bernhard, pontífice negro, se ha quedado sin un público con paciencia para él: se le ve como a una hormiga de tantas.

En busca de la verdad puede leerse, en cierto modo, como el último escaparate del escritor con pedestal. Yo lo he leído entregado, que para eso Bernhard es mi ídolo; pero al no ver a nadie a mi alrededor, he sentido que mi pasión era caduca. Por el sumidero se van los despotricantes, los grandes autores hoscos de los siglos XIX y XX; autores sustentados, sin orquesta, por sus propios solos de saxofón. Se les ponía a hablar por el gusto de oírles hablar. Soltaban su numerito y les aplaudíamos: eran nuestros consentidos. Hoy se pide otra cosa: un tono más suave, más empático, mayor laboriosidad en las deducciones y un poco de documentación. El autor es uno más de nosotros, que no puede perder los modales y que tiene que currarse nuestro interés a cada momento. Debe ser más un periodista (o un profesor) y menos un poeta.

Así que yo fui a comprarme En busca de la verdad el primer día y me lo leí del tirón, disfrutando como un enano con las gansadas de mi gigante; y ahora lo evoco con espíritu elegíaco. Su modernidad de la segunda mitad el siglo XX parece ya la de un empelucado dieciochesco. El libro recoge intervenciones públicas de Bernhard ordenadas cronológicamente, entre 1954 y 1989, en setenta y dos textos de distintos formatos, Discursos, cartas de lector, entrevistas, artículos, como reza el subtítulo con admirable profesionalidad. Lo mejor son las entrevistas (quince, exactamente), que vienen a completar los libros de entrevistas con Bernhard ya editados. Como lector, pocas veces me lo he pasado mejor que leyendo los libros de entrevistas o conversaciones con Borges, Billy Wilder y Bernhard.

Llaman la atención los primeros textos, que están bien pero son más o menos culturales al uso, y por los que podemos calibrar lo lejos que llegó desde esos orígenes. Se ocupan, sin embargo, de autores de su familia (desestructurada) espiritual, como Georg Trakl o Rimbaud (el de este último, una conferencia, ya se recogía en el tomo de La Uña Rota). En lo que va diciendo esos primeros años está la semilla de todo el Bernhard posterior. De Trakl dice en 1957: «Sabía despreciar y ser despreciado… sobre todo por los burgueses y burreros de su ciudad natal Salzburgo, que todavía hoy no han cambiado». Y de un pintor sobre cuya exposición hace una croniquilla en 1955: «Posee eso que se ha hecho tan raro: ¡personalidad!». «Una carta para jóvenes escritores» (1957) empieza: «Lo que necesitáis, jóvenes escritores, no es más que la vida misma, nada más que la belleza y la depravación de la tierra». Y termina: «Las subvenciones en chelines que aguardáis os aniquilarán».

Pronto se asienta el Bernhard conocido y a partir de ahí se va por las páginas como por una pista de patinaje sobre hielo (las cuchillas de los patines son, naturalmente, las andanadas de Bernhard). Es muy divertido seguirlo en sus polémicas, en sus declaraciones, en sus apostillas y en sus travesuras: en estas parrafadas en que aparece Bernhard sin ficción disfrutamos al comprobar que Bernhard era también un personaje de Bernhard. Aunque con un secreto: a diferencia de ellos, él no era un inútil. Él sí trabajaba, escribía. Y tenía una voluntad o determinación por vivir que lo mantenía a flote. En parte gracias a la que él llamaba «el ser de mi vida», o «mi tía», Hedwig Stavianicek, treinta y siete años mayor, con la que estuvo desde que él tenía diecinueve años y ella cincuenta y seis. En la entrevista titulada «De catástrofe en catástrofe» (1987), que aquí ya había publicado la revista Quimera, habla por primera y última vez, de un modo emocionante, de algo parecido al amor. Y lo hace a la muerte de ella, en su ausencia:

Cuando murió esa persona desapareció otra vez todo. Entonces se queda uno solo. Al principio a uno le gustaría morirse también. […] En cualquier lugar del mundo que estuviera, ella era mi punto central, del que lo extraía todo. Sabía siempre que esa persona estaba allí para mí por completo si las cosas eran difíciles. Solo tenía que pensar en ella, ni siquiera buscarla, y todo se arreglaba.

Reproduzco también cómo cuenta Bernhard el final de su tía, porque es una espléndida síntesis bernhardiana:

Lo más extraordinario que he vivido nunca ha sido tener la mano de ese ser en mi mano, sentir su pulso, y luego un latido más lento, otro lento latido y luego se acabó. Es algo tan inmenso. Se tiene en la mano todavía su mano, y entra el enfermero con la etiqueta numerada para el cadáver. La monja lo echa y le dice: »Vuelva más tarde». Entonces uno se enfrenta otra vez con la vida. Se levanta muy tranquilo, recoge las cosas, y entre tanto vuelve el enfermero y cuelga el número del dedo gordo del cadáver. Se limpia la mesilla y la monja dice: »Tiene que llevarse también el yogur». Fuera graznan arriba los cuervos… realmente como en una obra de teatro.

La teatralización, pues, para sobrevivir. Para sacarle chispas teatrales a este mundo que suele oscilar entre lo atroz y lo aburrido. Antes le ha dicho Bernhard a su entrevistadora: «Me ha preguntado qué imagen tengo de mí. A eso solo puedo decir: la de un bufón. Entonces la cosa funciona». Y En busca de la verdad, aunque esté pasando más inadvertido de lo esperado, vaya si funciona.

* * *
P.D.: Después de escribir este artículo he sabido que sí han aparecido reseñas en algunos medios importantes, como los suplementos culturales de El Mundo y La Vanguardia, y la revista Qué Leer. Se me han debido de escapar en parte porque son tardías, de finales de noviembre o principios de diciembre; y en parte porque mi percepción de la soledad de Bernhard se ha proyectado más de la cuenta. Me alegra que resista.

Diez libros que habría lamentado perderme en 2014

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Foto: Sunlight Cardigan (CC)

Foto: Sunlight Cardigan (CC)

El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty. Este es un libro del que muchos hablan y pocos han leído. No me extraña. Hay pasajes tan densos e interminables como los que caracterizan al otro Capital, el de Karl Marx. La acumulación de datos resulta casi disuasoria. Es un libro de tesis y, por tanto, a veces fuerza las cifras para que encajen en el mensaje fundamental: la desigualdad crece porque el capitalismo, por su naturaleza, tiende a retribuir mejor a los que más tienen. Pese a todo lo dicho, es una obra importantísima. Y su tesis me parece ampliamente demostrada.

José Ortega y Gasset, de Jordi Gracia. Me entusiasmó y me deprimió. Lo del entusiasmo se debe a múltiples causas: se trata posiblemente de la biografía definitiva del gran filósofo español del siglo XX, permite comprender quién fue el filósofo (un tipo tan brillante como insufrible) y qué significa su obra, la escritura es magnífica y, de paso, traza un mapa para desentrañar el misterio de una época tan fascinante como abominable. Esto último es lo deprimente. Resulta que, en muchos sentidos, la España de hoy sigue encallada en los problemas de hace cien años: mala gobernanza, oligarquías corruptas, tendencias centrífugas, resentimientos sociales y un sistema propenso a la esclerosis.

El cura y los mandarines, de Gregorio Morán. Se trata de un ensayo, más que de una obra de investigación. Morán es como es: atrabiliario, ocasionalmente injusto (no se puede meter en el mismo saco a un franquista y un maestro del oportunismo como Ricardo de la Cierva y a un conservador de alto nivel ético como Julián Marías), propenso al trazo grueso y a la descalificación genérica. Pero el libro es una golosina. Hacía falta que alguien destripara las grandes patrañas de la cultura oficial creada en la Transición.

El impostor, de Javier Cercas. Este hombre, Cercas, posee un talento formidable para captar el zeitgeist, el ambiente cultural del momento. Además, es un escritor magnífico. La impostura de Enric Marco y su falsa biografía como superviviente de los campos de exterminio se convierte en reflejo de todas las imposturas, las nuestras incluidas, lo que produce una estimulante incomodidad en el lector. Lo ideal es encadenar el libro de Cercas y el de Morán para darse un baño de lucidez.

Crónicas de la mafia, de Íñigo Domínguez. Yo escribí un prólogo para este libro, cuyo autor es amigo mío. Además, Íñigo Domínguez es colaborador de Jot Down. Comprenderán que no lo recomendaría si no me pareciese un trabajo espléndido, sin duda el mejor publicado en España sobre la mafia. Resulta a la vez siniestro e hilarante.

Todo fluye, de Vasili Grossman. No se publicó en 2014. Es relativamente antiguo. ¿Qué quieren que le haga? Yo lo he leído en 2014 y lamentaría que otros tardaran aún más que yo. Lo tiene todo: purísima narrativa rusa, magisterio moral, lecciones diáfanas sobre la humanidad y el totalitarismo. El creador de Vida y destino escribió Todo fluye cuando el cáncer le devoraba el estómago y tenía prisa por dejar un testamento ético y literario. Léanlo, háganse ese favor.

Nos vemos allá arriba, de Pierre Lemaitre. Novelón decimonónico, comedia de disfraces, alegato contra la guerra, drama truculento: Nos vemos allá arriba es un potaje sabrosísimo.

The sleepwalkers. How Europe went to war in 1914, de Christopher Clark. A diferencia de otros muchos libros sobre la Gran Guerra publicados con ocasión del centenario, este se mantiene a una distancia prudente de las trincheras y los horrores del campo de batalla. Lo que relata es la maraña de intereses, acontecimientos y errores que condujo al suicidio de Europa. Ofrece una gran lección sobre cómo funciona la diplomacia y por qué, con frecuencia, quienes más mandan son los más imbéciles.

Historias del barrio 2. Caminos, de Gabi Beltrán y Bartolomé Seguí. Es el mejor cómic que he leído y mirado en mucho tiempo. Aunque cuenta la áspera infancia del guionista, Gabi Beltrán, en los barrios bajos de Palma de Mallorca, habla del sentido de la vida. Una delicia.

Océano África, de Xavier Aldekoa. El periodismo es un muerto con una salud de hierro. Océano África lo demuestra. Aldekoa no ha hecho un libro de viajes exóticos, sino un reportaje excelente sobre el continente de la luz, la vida y la desgracia. Comparando este libro con cualquier periódico, uno entiende por qué estamos dejando de comprar periódicos.

Deseos humanos

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El invento este español del día de Reyes tiene como único propósito acabar con los propósitos. Con los de año nuevo, naturalmente, que son los que uno se formula con mayor empuje. Como si fuera nuevo. El sabotaje de estos primeros días tontos hace que lleguemos al 6 de enero con el 2015 ya desperdiciado. Se acabó la Navidad y se acabó todo. Desde mañana, otro año viejo.

De niños no nos hacíamos propósitos: simplemente esperábamos los regalos. De adultos la cosa se complica. Georges Brassens dice en una de sus canciones más bonitas que la primera novia es «el último regalo de papa Noel». En efecto, con el amor (y el sexo) se abandona la infancia y los otros regalos pasan a un segundo plano: el que más deseamos es ese, con sus venenos. Me acuerdo del epitafio de un artista que hay en el cementerio inglés de Málaga: «El arte y las mujeres le hicieron la vida más hermosa, pero también más difícil».

En estos días de espera (desilusionada ya) de los Reyes Magos, me entregó un papelito un africano, que podría ser Baltasar vestido de calle. Era uno de esos anuncios de brujo, cuyas prestaciones se enumeraban. Lo cogí solo por cortesía (por hacerle ese regalo al hombre), e iba a tirarlo a la papelera unos pasos más allá cuando me di cuenta de que en que en él se resumían los deseos humanos esenciales. (Los deseos del humano adulto, claro está, porque el niño lo que quiere son sus juguetes). Así que me lo guardé. Lo tengo ahora delante.

africano

«No hay problema sin solución», reza el encabezamiento. Y a continuación el maestro Amadou, «gran vidente especialista en todo tipo de problemas y dificultades», enumera esos problemas, en tres bloques: «Problemas matrimoniales – sentimentales»; «Suerte en los negocios, en el trabajo y exámenes…»; y «Protección de vida de familiares». El amor, el dinero y los seres queridos. El más pormenorizado es el primero. La parte del león de la felicidad, como quien dice. Para quien ya goza de ella, resulta conmovedor lo de «amarres»: siempre está el miedo de que se pueda perder. Y si además de amor se tiene financiación (cosa que ofrece el segundo bloque), la cosa va que chuta. Al final se asegura que el «profesor» Amadou (ha pasado de maestro a profesor en once líneas) «arregla casos muy desesperados con rapidez y resultados positivos y garantizados».

Me imagino a esos desesperados acudiendo al brujo, y el alivio que sentirán solo por pensar, durante la consulta al menos, que lo suyo puede arreglarse. Pero hay que bregar con lo que no tiene arreglo. El psicoanalista André Green dice que la salud mental está en lo que él llama «posición depresiva»: no prescindir de la conciencia de lo que va mal, pero sin paralizarse por ello. Tenerlo como un trasfondo de (ligera) melancolía permanente.

Me he acordado del mejor párrafo de las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, que no se engañaba sobre lo que no puede ser, aunque lo reincorporaba al encanto acre de la vida: «Cuando hayamos aliviado lo mejor posible las servidumbres inútiles y evitado las desgracias innecesarias, siempre tendremos, para mantener tensas las virtudes heroicas del hombre, la larga serie de males verdaderos, la muerte, la vejez, las enfermedades incurables, el amor no correspondido, la amistad rechazada o vendida, la mediocridad de una vida menos vasta que nuestros proyectos y más opaca que nuestros sueños: todas las desdichas causadas por la naturaleza divina de las cosas».  

Hay, pues, en contra de lo que promete el maestro o profesor Amadou, problemas sin solución. Aunque se le podría dar la vuelta, de un modo más profundo, casi zen, como hizo Duchamp: «No hay solución, porque no hay problema». No se trataría de frivolidad, sino de seriedad despreocupada. Para que el adulto vuelva al niño, según Nietzsche: «Madurez del adulto: significa haber reencontrado la seriedad que teníamos de niños al jugar».

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