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José Antonio Montano: El columnista automático

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julio camba

Julio Camba. (PD)

Me lo he pasado muy bien leyendo Maneras de ser periodista, la exquisita antología de columnas de Julio Camba sobre su oficio, que ha editado bellamente Libros del K. O, con póster y todo. El antólogo y prologuista, Francisco Fuster, ha distribuido las seleccionadas proporcionadamente en tres apartados: «En primera persona» (doce), «Sobre el proceso de escritura» (seis) y «Gajes del oficio» (doce). Pero las treinta se leen seguidas, porque las columnas de Camba vienen a ser todas lo mismo. En el buen sentido, y en el malo.

El éxito del librito está en que uno va después a leer más columnas de Camba. Últimamente se ha editado bastante, pero yo lo he hecho en los libros que tenía a mano de Austral: Páginas escogidas, Alemania, Sobre casi nada y Sobre casi todo. (Estos dos últimos los ha reeditado ahora Renacimiento, con prólogos de Juan Bonilla y de Felipe Benítez Reyes, respectivamente). También he picoteado en otra antología que vi en la biblioteca: Maneras de ser español (Ediciones Luca de Tena), que toma su título de una columna del propio Camba y que, extrañamente, no se menciona en esta de Libros del K. O. (quizá para hacer friendly al columnista; y al antólogo y al editor).

El caso es que he terminado cansándome de Camba. Cansancio que ha sido fecundo, porque me ha hecho volver a las columnas de Maneras de ser periodista desde otra perspectiva: tomándomelas en serio. En la que quizá sea la más celebrada —y que abre esta antología, «Mi nombre es Camba», el autor termina pidiendo que no se le tome nunca completamente en serio. Y añade: «Ni completamente en serio ni completamente en broma». Yo me he permitido desobedecerle en lo primero en mi lectura posterior. Y el libro ha adquirido tintes kafkianos.

Camba vivía el columnismo como una condena que lo hacía profundamente infeliz. Su desgracia se incrementaba por el disfrute que producía en los lectores el resultado de su sufrimiento. Como el payaso triste, sus quejas movían a risa. Se pensaba que formaban parte del espectáculo, cuando estaban diciendo la verdad. Hay tanto talento en Camba, un talento que no se manifiesta en peñazos de gran autor sino en piezas alígeras como burbujas de refresco, que lo que produce es envidia y no pena. Del lector puro a los lectores que son también escritores (y no digamos columnistas), se tiende a querer ser Camba o a escribir como él. Craso error.

Sus columnas son unidades de formato idéntico, por más variedad que contengan, y su sucesión termina generando monotonía. Y digo bien termina: es algo que, como me ha pasado a mí, ocurre después. Al principio uno se engancha, y quiere más, y se pasa de rosca. Estaban hechas, en realidad, para que el tiempo las fuese dosificando. El goteo en el periódico era lo que más les convenía. Hubiera sido bonito acompañarlas, y que nos acompañaran. Pero ya se ofrecen todas simultáneamente, como el almanaque quieto de los tiempos que pasaron. Esta simultaneidad les perjudica.

Una minirrepresentación del efecto la encontramos en las ya citadas recopilaciones Sobre casi todo y Sobre casi nada. Un breve muestrario de los temas de sus columnas nos hace pensar en aquella «mezcla adúltera de todo» de que hablaba, puritanamente, T. S. Eliot: hay columnas sobre la antropofagia, el arte rupestre, las mujeres gordas, la justicia, la pornografía, los peinados, las epidemias, el donjuanismo, los mausoleos, la pereza, los académicos, los lateros, los exploradores del Polo, la sintaxis y la sinceridad, el emperador de China, los perros, los verdugos, el calamar, los muertos, los trasnochadores, los billetes de ferrocarril, la linotipia, los estupefacientes, la lotería, los pájaros fritos, etc., etc., etc.

Como expresan honradamente los títulos: se habla de todo y no se habla de nada; o se habla, también, de nada. En el fondo, es una igualación nihilista. A cada cosa se le saca su juguito, y que pase la siguiente. Se trata de una atención a todos los temas que es una indiferencia hacia todos los temas: se equiparan nada y todo. Aunque matizados por esa partícula en que se cifra el estilo de Camba: casi. Presenta el mundo entero, incluidas las cosas del espíritu, alumbrado por una luz laboral, una luz uniforme y cruda, sin estridencias. En el que quizá sea el mejor artículo de esta antología de buenos artículos, «Cómo escribo los artículos», Camba lo dice clarísimamente: «el articulista lo reduce todo a un artículo de periódico». Y sigue:

Yo lo mismo hago un artículo con una noticia de tres líneas que leo en el Daily Telegraph, que con las obras completas de Voltaire. Yo me voy al mar, por ejemplo. No cabe duda de que el mar es una cosa grande y hermosa. Pues para mí como si fuese un sombrero de paja. Toda su hermosura y toda su grandeza yo la reduzco rápidamente a una columna escasa de periódico; mando las cuartillas a su destino, y ya se han acabado para mí los encantos del mar, y, como los encantos del mar, las mujeres bonitas, y como las mujeres bonitas las obras maestras, y como las obras maestras las catedrales góticas, y los buques de guerra, y los campos sonrientes, y la primavera, y las fiestas movibles y todo. El articulista no puede gozar de nada, porque todo, en su organismo, se vuelve literatura, así como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas ellas se les convierten en azúcar. Esos enfermos son fábricas de azúcar, y nosotros somos fábricas de artículos.

Es una autodescripción memorable. Y precisa. Por mucho que quisiéramos escribir como Camba, flaco favor le haríamos si nos la tomásemos completamente en broma. César González-Ruano se refirió a «la total falta de amor que hubo en Julio Camba por los seres y por las cosas». Y afirmó: «Fuera de comer bien, yo estoy seguro de que a Camba no le interesaba nada». La gastronomía ha sido siempre, lo sigue siendo, un síntoma nihilista: de engolfamiento entre oral y anal. (De la que no se libra, por otra parte, esa variedad sucia de la gastronomía que es la de la comida basura). Es coherente con esta actitud el que Camba pasara los últimos años de su vida alojado en un no lugar: una habitación de hotel, por más del Palace que fuera. (No puedo dejar de decir aquí que lo único realmente malo que hay en Camba es un cierto pancismo, que se acopla luego con el franquismo).

Fuster sintetiza muy bien en el prólogo la incomodidad de Camba con su oficio: el hastío por su mecánica, por la obligación y los plazos; el anhelo de poder abandonarlo algún día; y su «cruzada desmitificadora contra esa aura celestial que rodea a la figura del escritor y a todo lo relacionado con su labor». Todo ello (incomodidad, hastío, anhelo y cruzada) sin énfasis: con esa suavidad, como desapegada, propia de Camba. Queda claro que no le gustaba escribir, y ni siquiera nos consta que le gustase «haber escrito». Pero, al cabo, cumplía con su trabajo. Y este cumplimiento lo convierte, de manera inesperada, en un personaje moderno. En vez del abismo del folio en blanco, el abismo del folio que va a estar lleno, indefectiblemente, a la hora fijada.

Supongo que algún crítico lo habrá dicho ya, pero Camba parece la encarnación, más aún que los poetas y novelistas de las primeras décadas del siglo XX, de aquella deshumanización del arte que propugnaba Ortega y Gasset. Al fin y al cabo, los poetas y los novelistas, como los pintores, por muy vanguardistas que fuesen, estaban uncidos a artes viejas. Solo los periodistas y los cineastas se hallaban en relación directa con el patrón del momento: el mundo industrial. Camba es también un operario de artículos en serie, un columnista automático. Me falta por leer su libro sobre Nueva York, La ciudad automática, sobre su estancia de 1933; pero no me sorprendería que su efecto fuese más moderno, en un sentido profundo, que el Poeta en Nueva York de Lorca (de 1929).

Aunque «más moderno» no significa superior. El escalafón hay que respetarlo, y Lorca es superior a Camba. Impepinablemente. Como es superior a Camba su paisano Valle-Inclán. La boutade de que Camba es «el mejor escritor de Villanueva de Arosa» es tan ingeniosa como falsa. Y además va contra Camba, y sitúa al lector en una posición en la que es más difícil recibir a Camba. Ponerle en un pedestal muy alto, o echarle encima los reflectores, estropea su escritura. Camba es un excelente escritor: pero un excelente escritor menor. En el sentido positivo en que Eliot (de nuevo) habló del minor poet. Habrá muchas tardes, quizá la mayoría de las tardes, en que prefiramos leer a Camba en vez de a Lorca, Valle-Inclán o al propio Eliot. Pero ignorar sus límites, esos límites de los que él era consciente y desde los que escribió, es predisponerse para estomagarse.

En cuanto a lo que importa, yo siempre he celebrado mucho la frase con la que Valle-Inclán rechazaba los consejos de que escribiese en los periódicos para salir del hambre: «La prensa avillana el estilo y empequeñece todo ideal estético». Es una frase de dinosaurio maravilloso a la que Camba respondió, sin decir nada, con el ejemplo de su estilo nada villano y absolutamente para «la prensa»; la cual, junto con sus servidumbres, tuvo también la virtud de liberarle de ese corsé, el «ideal estético». Esto le ha permitido seguir fresco, en contra de lo que pronosticaba en «El periodismo y la pesca».

Al final, paradójicamente, se parecía a los artistas: con la delicadeza de su spleen y su lucidez perezosa, con su humor perdurable (¡no puedo despedirme sin mencionar también «Los admiradores son un peligro» y «Las prosas imaginarias»!), se estaba trabajando la posteridad, que le llega como una paga extra por haber cumplido los contratos. En su producción en serie pero de calidad artesanal iba él mismo, y hoy Camba está repartido en cientos de artículos que son como cientos de espermatozoides, culebreando para el lector (aunque cambianamente: sin prisa). En cada uno de ellos está al completo. Su escritura para el día ha resultado ser para muchos días. Una posteridad la suya que, por alquimia de periodista, conserva los atributos de la actualidad.

Solo hay que descansar un poco de Camba para querer volver a Camba.

 

 


Félix de Azúa: Sepulcros blanqueados

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Winnie y Nelson Mandela. Foto: J. Mahoney / Cordon Press.

Winnie y Nelson Mandela. Foto: J. Mahoney / Cordon Press.

Antaño, los héroes más populares eran los grandes guerreros y algún santo de muerte apoteósica. Desde el Cid hasta Trotsky, quienes ponían en juego su vida para derrotar a los malvados eran dignos de gloria. Es la viejísima teoría del amo y el esclavo que se mantuvo intacta desde Aquiles hasta Florence Nightingale. Las capitales europeas están adornadas con decenas de monumentos dedicados a los guerreros de la segunda guerra mundial o a soldados desconocidos. En algunos países, como Francia, no hay un solo pueblo o aldea que no tenga su monumento guerrero, seguramente para olvidar el fracaso de sus ejércitos. En España hay estatuas de generales por todas partes a pesar de que se han desterrado las que eran más abundantes, las de Franco.

Sin embargo, desde hace pocos años este culto a los guerreros parece haberse extinguido de un modo súbito. Los héroes populares, es decir, los bendecidos por el sistema mediático, son ahora Gandhi, la Madre Teresa de Calcuta, Martin Luther King o Mandela, héroes de la paz. Este pacifismo revela un terror a la violencia que nuestros abuelos no tenían. Hasta la época de nuestros abuelos se daba por descontado que la violencia era necesaria porque había muchos tíos malvados dispuestos a hacernos trizas. Ahora todo lo que suene a violencia parece manchado de fascismo. Será porque ahora la violencia forma parte de la vida cotidiana y el fascismo lo vivimos todos los días con gran entusiasmo y sin darnos cuenta.

Todos los hombres públicos del mundo han coincidido en glorificar a Mandela, no creo que se haya quedado nadie al margen, aunque tengo poca información sobre las ciudades chinas del noroeste. Vi un reportaje en alguna cadena donde aparecían escenas universales de condolencia. Unos fruteros de Lahore, camelleros del Líbano, funcionarios de Bruselas, estibadores americanos, todo tipo de gente guardaba un minuto de silencio por el gran hombre desaparecido. Debo decir que también se veía un detalle de la Bolsa, en Wall Street. Todos estaban detenidos y consternados durante el minuto dichoso, pero era muy conspicuo un bróker en segundo término, con una cara de «a ver si se acaba esta gilipollez de una vez» que daba miedo. A este pájaro el pésame le estaba costando una millonada. En esa loa oceánica hay mucha hipocresía.

El episodio más popular de Mandela fue el partido de rugby en el que se conciliaron blancos y negros. Es un episodio muy celebrado porque la literatura popular y el cine le han dado muy buena estampa. En realidad, claro, fueron muchos partidos, pero el cine y la novela necesitan un momento culminante, ya lo dijo Aristóteles, y ese es el partido de Invictus. De lo que se había percatado Mandela (algo muy meritorio, ya que estaba en la cárcel) era del uso que puede darse al deporte, quizá porque en la cárcel vio algo similar. Yo no sé si conocía el comienzo de este proceso en la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler, el caso es que fueron las grandes dictaduras las primeras que utilizaron el deporte de modo ingenieril para unificar a las masas en emociones sin pensamiento y odio al adversario. Stalin se les unió en cuanto pudo. Y luego todos los demás.

Mandela, que sabía hasta qué punto el deporte puede ser usado para incitar al resentimiento y a la destrucción nacionalista o racista, tuvo la genialidad de usarlo en sentido contrario, para diluir el odio entre negros y blancos. Que aquella operación saliera bien tiene algo de milagroso. Ganas imperiosas tendrían de hacer las paces.

Por eso digo que hay mucha hipocresía en las alabanzas a Mandela. Valga otro ejemplo, junto al bróker de Wall Street. Dos grandes entusiastas de Mandela, Artur Mas y Xavier Trias, prohibieron en su finca, Barcelona, la exhibición pública del partido final de la última Eurocopa de fútbol. España podía ganar y eso no era bueno para el apartheid catalán. Bien hicieron, porque ganamos y tuvieron que soportar que los más valientes salieran a celebrarlo por las calles catalanas.

Artur Mas y su alcalde son de los que alaban a Mandela, pero hacen un uso contrario de sus ideas. Emplean el deporte para incitar al odio, que es, como ya dijimos, lo propio de los viejos tiranos totalitarios del siglo pasado. Dicho sea sin ofender a nadie.

Fe de errores: Azúa pide excusas a los aficionados por confundir el mundial con la Eurocopa. En efecto, no tiene ni idea de fútbol, pero estaba en Barcelona cuando se prohibieron las pantallas por si ganaba España.

Guillermo Ortiz: El desastroso y desconocido último partido oficial de la URSS

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El 4 de diciembre de 1990, el presidente de Lituania, Vytautas Landsbergis, recibía de manos del comité creado al efecto un microfilm con el registro informático de los cinco millones de firmas recogidas en favor de la independencia de la república báltica, aún legalmente bajo el manto de la URSS pese a su declaración unilateral del 11 de marzo, reprimida inmediatamente con el despliegue de carros de combate y un bloqueo económico que pretendía ahogar a una de las naciones más prósperas de la Unión.

El acto de Landsbergis no era sino un paso más dentro de una escalada que alcanzaría su cumbre apenas un mes más tarde, el 13 de enero de 1991, cuando las tropas soviéticas quisieron tomar la televisión lituana y hasta catorce civiles murieron en Vilna defendiendo la torre de emisión. Aquel desastre, tanto militar como estratégico como propagandístico, supuso el verdadero adiós a cualquier intento de Gorbachov y lo que quedaba de la KGB de mantener a sus repúblicas bálticas en vereda. Lituania, Letonia y Estonia, anexionadas tras la Segunda Guerra Mundial, se irían para no volver, y al resto de la Unión Soviética no le iría mucho mejor, tan solo hubo que esperar al golpe de estado de agosto de 1991, el auge de Yeltsin y la posterior dimisión de Gorbachov el 25 de diciembre de ese mismo año para que el castillo de naipes cayera por completo.

Si la toma fallida de la torre de emisión de Vilna fue la certificación militar de la pérdida de Lituania, baloncestísticamente esa pérdida se remontaba al menos un año y medio atrás, cuando Sabonis, Homicius, Marciulionis, Kurtinaitis y compañía jugaron su último partido oficial de rojo, el 25 de junio de 1989, victoria agria ante Italia para conseguir la medalla de bronce del Europeo de Zagreb, una paliza (104-76) que no obviaba la incomprensible derrota del día anterior ante la Grecia de Nikos Gallis por tan solo un punto de diferencia (81-80). Aquel día, Marciulionis se fue a los 23 puntos y cogió las maletas para iniciar su aventura en la NBA acompañado de Alexander Volkov. Sabonis, aún presionado por las autoridades, prefirió marcharse a España, al Fórum Valladolid, un lugar ideal para recuperar su tendón de Aquiles y volver poco a poco a dominar el baloncesto europeo.

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El bronce de la URSS fue una sorpresa mayúscula teniendo en cuenta que ese equipo venía de ser campeón olímpico el año anterior derrotando a Estados Unidos en semifinales e imponiéndose a unos aún imberbes yugoslavos en la final. Algo no funcionaba ni dentro ni fuera de la cancha y los problemas políticos no ayudaron en absoluto. En cualquier caso, la URSS ya había ganado catorce Europeos antes así que la preocupación era relativa, lo que contaba era estar fuertes en el Mundial de Argentina del verano siguiente… y la preparación no iba a ser fácil.

El seleccionador Vladas Garastas, que sustituía a Gomelski, liberado por la Federación para entrenar en Tenerife, se encontró con varios problemas: en primer lugar, la ausencia de los jugadores NBA durante la temporada; luego, el éxodo de muchas estrellas a clubes europeos que no iban a ceder a sus jugadores para las habituales concentraciones y giras por Estados Unidos aunque lo hicieran para torneos oficiales de clasificación. Por último, la citada declaración unilateral de independencia de Lituania el 11 de marzo de 1990, que supuso que, inmediatamente, todos los jugadores lituanos renunciaran a la selección y que los roles construidos durante una década saltaran por los aires, dejando al propio Garastas, lituano, en una situación muy incómoda.

Así, la URSS llegó al Mundial convertida en una auténtica incógnita, con un quinteto formado por el estonio Tiit Sokk, cuya república aún no se había decidido formalmente por la independencia, Gundars Vetra, Valeri Tikhonenko, Alexander Volkov y Alexander Belostenny más Sergei Bazarevich como recurso anotador desde el banquillo. La gran estrella del futuro, Valeri Goborov, había fallecido meses antes en accidente de tráfico y no estaba nada claro qué iba a pasar con una selección que mantenía orden y disciplina pero carecía de la genialidad y espontaneidad lituana.

Liderados por Tikhonenko y Volkov, los soviéticos hicieron un campeonato para enmarcar dadas las circunstancias: tras superar sin demasiados problemas a Argentina, Canadá y Egipto en primera ronda, se sacaron la espina griega en el acceso a semifinales y ahí derrotaron a Puerto Rico, que había quedado primera del otro grupo tras derrotar sorprendentemente a los universitarios estadounidenses. Después de todo lo pasado, que daba para un serial, la URSS volvía a la final de un Mundial, igual que en 1986, en 1982, en 1978 y en 1974. Ahí quedó su techo, pues en el último partido, Tikhonenko desapareció en combate y los yugoslavos vengaron su derrota de Seúl con una exhibición de baloncesto liderada por Petrovic, Kukoc, Radja y Paspalj, con Zeljko Obradovic rindiendo un último servicio como base suplente.

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La plata mundial aliviaba bastante la situación caótica de la selección pero no impedía que los conflictos se desataran en las distintas provincias de la URSS. Tras la renuncia de los jugadores lituanos llegó la de estonios y letones y así, los soviéticos afrontaron la segunda vuelta de la clasificación para el Europeo casi en cuadro.

Aun así, la situación no apuntaba a la debacle que se produjo.

La caída de un imperio

A principios de los noventa, ni siquiera el campeón o el organizador tenían asegurada su participación en el siguiente europeo, que se dirimía en cuatro grupos de clasificación donde los dos primeros jugaban la fase final, en este caso, en Roma. En el Grupo A, Grecia se clasificó con facilidad mientras Bulgaria conseguía la segunda plaza. Italia y Polonia encabezaron el grupo B, los yugoslavos se pasearon por el C con la compañía de España y toda la emoción quedó para un Grupo D en el que se reunían Israel, Checoslovaquia, Francia y la Unión Soviética.

Los mejores tiempos de Checoslovaquia habían quedado atrás, y Francia parecía un equipo aún en formación, con jóvenes como Rigaudeau o Bilba intentando ganarse un hueco en el reino de Dacoury y Ostrowski. Israel, simplemente, no contaba en los pronósticos. La competición había comenzado un año atrás, en noviembre de 1989 y los soviéticos sumaban dos victorias por una sola derrota, ante Checoslovaquia en la primera jornada, 85-76. La segunda vuelta tenía que celebrarse entre el 28 de noviembre y el 5 de diciembre y la URSS disponía de dos partidos en casa para clasificarse, además de la sencilla visita a Tel-Aviv.

Lo que pasó aquella semana es digno de un documental: el 28 de noviembre, la URSS, encabezada por Tikhonenko y Bazarevich, aunque con la ausencia de Volkov al seguir en Atlanta con los Hawks, se imponía a Checoslovaquia en Moscú por 83-80 y prácticamente sellaba su clasificación, pues lideraba el grupo con tres victorias, por dos de Checoslovaquia y Francia, que tenían que jugar entre sí y una de Israel, precisamente su siguiente rival en el calendario.

Israel siempre había destacado por ser un equipo batallador pero sin grandes resultados. Ahí estaba el Maccabi Tel-Aviv como estandarte de un país, pero ese Maccabi no se entendía sin sus extranjeros. Miki Berkowitz, a sus 36 años, había pasado el testigo a una generación prometedora, la de los Doron Jamchy, Motty Daniel, Guy Goodes o Nadav Henefeld, pero no se esperaba algo como lo que sucedió en Tel-Aviv aquel 1 de diciembre. Pese a estar prácticamente sin opciones de clasificación y haber perdido por 32 puntos de diferencia apenas un año antes frente a la poderosa selección roja, los israelíes se liaron la manta a la cabeza en forma de triples y guerra de guerrillas y ante un público entusiasmado, ganaron 79-74, lo cual, junto a la victoria de Francia en Checoslovaquia (106-115) nos llevaba a una última jornada de infarto, con Francia y la URSS empatadas a tres victorias y sus rivales a una de diferencia.

El escenario era sencillo: si la URSS ganaba, en casa, frente a Francia, se clasificaba automáticamente. Si perdía, dependía de que Checoslovaquia no ganara en Israel, selección que no se jugaba nada pero ya habíamos visto que era muy capaz de sacar fuerzas de ningún lado por una simple cuestión de orgullo. En el partido de la primera vuelta, la URSS se había impuesto en París por 86-96. Para aumentar el optimismo, los franceses no se jugaban nada: cualquier empate con Checoslovaquia o Israel les beneficiaba por el basket-average.

Era 4 de diciembre de 1990, el presidente Lamsbergis presentaba millones de firmas en favor de la independencia, los carros de combate tomaban posiciones para intervenir en Lituania… y el baloncesto soviético se preparaba para sufrir uno de los mayores batacazos de su historia. Para mayor bochorno, el último.

El último partido oficial de baloncesto de la Unión Soviética

Francia jamás había ganado en competición oficial a la URSS y nadie en Moscú imaginaba que aquel grupo formado por Demory, Dacoury, Courtinard, Occansey, Ostrowski, Vestris y un jovencísimo Rigaudeau, aún en las filas del Cholet, haría de sepulturero de la más grande selección europea de todos los tiempos, la que se pasó dos décadas sin que nadie le tosiera hasta que llegaron los yugoslavos y se pusieron a enredar.

Sin embargo, las primeras ventajas soviéticas, obtenidas gracias sobre todo a la labor de Bazarevich y Viktor Borozhnoi, se vieron pronto igualadas por los triples de Dacoury y la labor interior de Ostrowski, uno de los pivots de más talento que diera Francia durante la época pre Tony Parker. Al descanso, 44-44 y el miedo dentro de los jugadores de la URSS, todo lo contrario que los franceses, que como decíamos ya estaban clasificados y lo único que podían perder era la oportunidad de hacer historia, oportunidad que tenían en la mano cuando se pusieron con una ventaja importante en la segunda parte y no dejaron escapar pese al tembleque del final.

El público de Moscú esperaba a Tikhonenko, la ex estrella del CSKA, pero Tikhonenko, como hiciera en la final del Mundial 1990, no apareció, o lo hizo con apenas 10 puntos. Sin él, los Vetra, Miglinieks, Belostenny y compañía se vieron obligados a asumir una responsabilidad que les venía grande y la tragedia se acabó culminando aunque solo fuera por un punto, 84-85. Las caras de los jugadores y de los seguidores eran un poema, el reflejo de un país que se derrumbaba aunque aún quedara una última bala en la recámara: si Israel le ganaba a Checoslovaquia en Tel-Aviv todo quedaría en una anécdota. El partido tenía que disputarse al día siguiente, miércoles 5 de diciembre de 1990.

Todo el coraje y acierto que los israelíes habían mostrado pocos días antes se quedó en nada ante los checoslovacos, que se impusieron 83-92 y dejaron a la URSS sin su último baile, sin la posibilidad de despedirse a lo grande, en una competición oficial. Aún hubo tiempo para que el equipo sirviera de sparring de lujo en los partidos preparatorios para el Europeo, incluyendo una victoria insulsa en París, justo antes de que llegara el golpe, la dimisión de Gorbachov, la disolución de la URSS como tal y la conversión del equipo de baloncesto en cuatro: Lituania, Estonia, Letonia y la Comunidad de Estados Independientes, nombre bajo el que Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Georgia y otras naciones en proceso de secesión se presentaron a los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992.

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Precisamente, el «éxito» de la CEI en Barcelona hace aún más complicado entender el desastre de aquel pre-europeo. Prácticamente con el mismo equipo salvo por el añadido de Volkov, la CEI afrontó aún en estado de shock el preolímpico de Badajoz y Zaragoza. Cayó sorprendentemente ante Holanda y fue humillada por la Lituania de Sabonis (79-116) pero fue capaz de recomponerse y ganar a la República Checa, su verdugo del año anterior, y a Eslovenia en el partido clave por apenas dos puntos (88-86). Ya en Barcelona, la generación que llevó a la URSS a lo más bajo estuvo a apenas dos jugadas de meterse en una nueva final olímpica y defender el título de 1988. Solo los fallos de Volkov en los tiros libres y el acierto de Toni Kukoc y Drazen Petrovic permitieron que Croacia remontara cuatro puntos en 38 segundos y se impusiera 75-74.

En el partido por el bronce, Lituania fue superior aunque no tan superior como en el pre-olímpico. Aquel partido fue el último de la CEI como tal y ya los caminos de rusos, ucranianos, georgianos, etc. se separaron de manera definitiva según sus propias naciones se desarrollaban. En el último Europeo, por ejemplo, en el que ya no participaron ocho selecciones, como en 1991, sino hasta veinticuatro, compitieron cinco países exsoviéticos, aunque sin mucho éxito, todo hay que decirlo. Ese mismo 1991, que vio el adiós de la URSS como selección aunque fuera en partidos no oficiales, fue el último también de Yugoslavia como equipo… y eso que el esloveno Jiri Zdovc no llegó ni a terminarlo con sus compañeros.

Pero esa, obviamente, es otra historia.

Jordi Pérez Colomé: Otro mundo es posible, pero tú no estarás

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Redacción del New York Times en 1942 (CC)

Redacción del New York Times en 1942 (CC).

Nos gusta soñar un mundo mejor. Es un mundo que siempre fue —qué bien se estaba entonces o será llegarán tiempos mejores. Me dedico a un oficio donde veo a menudo estos discursos rollistas: tanto sobre periodismo como sobre otros ámbitos. Pero voy a hablar del que conozco mejor: con la crisis, el periodismo tiende a idealizar el pasado.

Hace poco leí un artículo de Carlos Elordi en eldiario.es: «¿Por qué lo que pasa en el mundo interesa cada vez menos?». El título implica que hubo una época en que interesaba más. En el artículo no hay ningún dato que lo respalde. Elordi da percepciones como esta (siento la cita larga, pero es una sola frase):

Lo que no se ha valorado suficientemente es que esos recortes han privado al periodismo de la capacidad de conocer directamente lo que ocurre y, por tanto, de informar, sin la intermediación de instancias casi siempre vinculadas a los círculos del poder occidental, que con sus consignas o interpretaciones interesadas suplen las tareas de profundización que antes realizaban con independencia los profesionales.

Hubo una época, dice Elordi, en la que los profesionales «sin recortes» conocían «directamente» lo que ocurría. Pero ahora solo lo hacen «instancias» interesadas, no sabemos cuáles. En aquellos años angelicales, el mundo interesaba más y se conocían mejor las trampas y trasfondos. Preguntaré al menos a mis padres a ver qué me dicen de las causas de Tiananmen y del Irán-Contra.

Los recortes en periodismo son evidentes. Pero en algunas capitales los corresponsales siguen aún con su trabajo y envían crónicas. Antes no sabíamos cuántos lectores de La Vanguardia leían toda la sección de internacional. Ahora en la web, sí. La Vanguardia tiene, según el Estudio General de Medios, setecientos cincuenta y dos mil lectores diarios. La crónica de la muerte de Mandela en su web la vieron veintidos mil. Los días siguientes, las crónicas sobre el funeral rondaban las dos mil y pico visitas —que no lecturas. ¿Quién impedía al periodista creer en 1995 que esas mismas crónicas internacionales las leían setecientas mil personas? No dice mucho en favor de nadie. Mejor callemos. La pregunta ¿por qué pasa? requeriría descorrer demasiados velos. Mejor no preguntar, pero al menos no busquemos edades doradas inexistentes.

Hay más ejemplos. Infolibre publicaba hace unos días «Reporteros de guerra, un oficio en extinción» y uno de los destacados era: «Reporteros denuncian la falta de voluntad de las empresas informativas y el desinterés de la opinión pública». ¿Cómo se combate ese desinterés? Es verdad que los medios dejan de invertir en internacional, pero no hay quejas en la calle.

Un análisis bastante visto sobre la muerte de Nelson Mandela fue de la periodista Sara Carbonero en Elle. Es fácil reírse, pero es menos fácil explicar el poco interés que despierta Mandela. A mí lo único que me decepciona es que Carbonero no distinga entre el punto y los puntos suspensivos.

En otro mundo, nos gustaría leer mejor información. En este, con decir en Twitter que nos gustaría ya basta.

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Hace unas semanas publiqué un artículo donde animaba al director de El Mundo, Pedro J. Ramírez, a jubilarse. Su periódico debía cambiar no solo de piel, sino de algo más, sugería. ¿Cómo?, me preguntaron algunos. No sé cómo está estructurada la redacción ni qué talento hay. Seguro que más del que se intuye. Pero un periódico de la magnitud de El Mundo no puede decir solo «ahora se va a pagar también en web» y verlas venir. Hoy la competencia es distinta. Ya no vale publicar tres artículos especiales de ochenta. Es mejor tener solo veinticinco buenos. Internet no es lo mismo que bajar al kiosco y escoger una cabecera.

Me gustaría que la apuesta de la dirección fuera algo así:

No hay duda de que estamos en un tiempo de evolución rápida y a menudo temible para las compañías de medios que se especializan en escritura de calidad. Pero en medio de tantos cambios, vemos la oportunidad de tomar lo mejor de nuestra herencia y combinarlo con una sensibilidad digital que reconozca que un periodismo inteligente es más fuerte cuando es accesible y disfrutable.

Pero esto lo dice Chris Hughes, propietario de New Republic. El presidente de Unidad Editorial, editora de El Mundo, Antonio Fernández-Galiano, dice a El Confidencial: «A nadie que tenga dos dedos de frente se le ocurre pensar que es igual un mercado de dos mil millones que uno de seiscientos». El pastel se reduce y hay que resistir. Fernández-Galiano ve el fin de los problemas: «No hay mal que dure cien años y, afortunadamente, espero que hayamos llegado al fondo de esos deterioros». Además, 2014 es año de Mundial. Todos salvados y sin grandes sobresaltos.

Es una esperanza irreal, pero comprensible. En un mundo de nervios para sostener una empresa con cientos de trabajadores, las trincheras son una opción. Sin muchas exigencias con Mandela ni Siria, una solución es, por ejemplo, «Los diez mejores traseros de las famosas españolas» (con un anuncio que se dispara con audio y una galería con diez fotos que suman diez clics). También es lógico que ganar en visitas al segundo periódico español suponga una alegría tremenda. Pero diría que es pan para hoy. (Yo creo que hay más interés y oportunidades de lo que parece, aunque quizá no para sostener redacciones de cientos).

*

La responsabilidad de no tener medios con más ambición no está siempre en el mismo bando. No sirve de nada soñar con el pasado. Las exigencias de la sociedad con el periodismo cambian despacio. ¿Por qué un país que tiene a presidentes del gobierno o la alcaldesa de la capital que no saben inglés o donde la corrupción es criticada pero aceptada con resignación va a tener solo grandes profesionales en otros oficios? Hay buenos políticos, claro. Igual que hay buenos periodistas. Pero España no está para dar grandes ejemplos.

El problema no son por tanto solo los políticos y los periodistas. Son también los ciudadanos. Los alumnos que flaquean en Pisa luego son adultos. Las generaciones anteriores no tienen nada de qué presumir.

Otro mundo será posible, claro, pero despacio. Solo podremos dejarlo preparado.

Félix de Azúa: Los diez libros de 2013

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Walter Benjamin (CC)

Walter Benjamin (CC)

Walter Benjamin, Obra de los Pasajes. Ed. Abada.

Primer volumen de un estudio esencial sobre el origen de la modernidad. En este mítico ensayo W.B. reúne citas y reflexiones en un collage solo comparable con algunas obras maestras del arte contemporáneo. Traductor de lujo: Juan Barja.

W.H. Auden, El arte de leer. Ed. Lumen.

Magnífica antología de escritos del último gran poeta americano y una de las mentes más perspicaces sobre el fenómeno poético, recopilada por el imprescindible Andreu Jaume.

Walter Burkert, Homo Necans. Ed. Acantilado.

Aunque ya queda poca gente preocupada por el origen de los sacrificios (vegetales, animales y humanos), estos se producen sin cesar y Burkert es de los pocos que saben la razón. Es mejor conocerla.

D. Diderot, Suplemento al viaje de Bougainville. Ed. Siglo de las Luces.

Dado que estamos metidos en pleno siglo de las oscuridades es bueno volver a nuestros abuelos ilustrados. Diderot plantea en este breve ensayo algunos dilemas morales básicos todavía para nosotros. Al cuidado de la edición, Jaime Rosal, director de la serie.

E.H. Gombrich, Lo que nos cuentan las imágenes. Ed. Alba.

Didier Eribon conversó con Gombrich durante más de un año sobre la vida de este emigrante judío que llegó a ser la más alta autoridad del ensayo artístico europeo. Equivocado en casi todos sus principios, Gombrich es, sin embargo, uno de los grandes de la historia del arte.

H.E. Enzensberger, Europa en ruinas. Ed. Capitán Swing.

El gran Enzensberger reunió una antología escalofriante de testimonios oculares del arrasamiento de Europa entre 1944 y 1948. Para mantener en vida a los muertos, no olvidar los efectos de la maldad y recordar a dónde conducen los nacionalismos.

Jon Juaristi, Miguel de Unamuno. Ed. Taurus.

Sobre Unamuno solo puede escribir alguien que conozca muy bien Bilbao o que haya nacido allí. Juaristi es uno de los mejores prosistas españoles y es de Bilbao. Una biografía muy notable, sobre todo del joven Unamuno.

Instituto Cervantes, Las 500 dudas más frecuentes del español. Ed. Espasa.

No es solo para aprender a hablar, es también para divertirse en sociedad. Por ejemplo, ¿podemos decir «una camisa a rayas»? ¿Y «arregostarse»? ¿Es lo mismo incumplimiento que no cumplimiento? Pues así hasta quinientas.

David Abulafia, El gran mar. Ed. Crítica.

El gran mar es pequeño. Es el nuestro, el Mediterráneo. Hoy parece una enorme cloaca, pero ha tenido un pasado glorioso. Abulafia nos cuenta su biografía con rigor y amenidad.

Andrés Trapiello, Miseria y compañía. Ed. Pre-Textos.

Este es el volumen número dieciocho de la más descomunal obra literaria española. Lleva por subtítulo: Salón de pasos perdidos. Una novela en marcha. Cuando se le acabe la marcha, o sea, cuando se termine (¡Dios no lo quiera!) será la más larga de nuestra historia, lo cual podría parecer pintoresco si no la estuviera escribiendo uno de los mejores talentos de nuestra literatura.

Chavales, ¿queréis crecer en un país desalmado?

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Congreso de los diputados (CC).

Congreso de los diputados (CC).

Durante el último año he contrastado a menudo estados de ánimo con extranjeros hermanos de lengua y con españoles emigrados en cuyos rostros he visto la claridad de la decisión. Ya en el avión de regreso, nada más mirar de reojo la portada de los diarios, las sensaciones empiezan a cambiar de signo. La luz peninsular, graciosamente indecisa, entre europea y africana, proporciona un minuto de ilusión, pero tarda poco en dejar paso a la sombría impresión de retornar a un estado de cosas gris y amenazador, que se confirma con el primer informativo. Las noticias transmiten una sensación de estancamiento insoportable, de recaída en una especie de castigo divino. Me refugio en la distancia de la curiosidad etnográfica para anotar esta observación: la naturaleza en mi país tiene virtudes que se apagan en cuanto alzan la voz sus nativos.

Al caudal obtenido por procedimientos ilegítimos, puesto a salvo en paraísos fiscales y ratificado por el apaño legislativo, la negra avaricia de nuestras élites puede añadir en la columna de su haber el desánimo completo de la sociedad española. La especulación que se apodera del bien común no solamente ha desangrado la economía y aflojado el pulso del cuerpo social, sino que, al pretender hacer pasar por bueno un estado corrupto, ha dejado al país sin espíritu, literalmente desalmado. He aquí el efecto más temible de la crisis. En otras latitudes la maldad actúa sin máscara, pero en España aspira a ser bendecida por un carcomido derecho de señorío, a justificar el sometimiento de las clases populares y la apatía de los jóvenes con una democracia de cartón piedra que se publicita en imágenes digitalizadas.

La pérdida anímica de la sociedad española tiene sobrados precedentes históricos: en el bandolerismo primitivo, en la corrupción de la nobleza aliada con la delincuencia, en el anhelo de fortuna desmedida, en el desprecio por los oficios manuales, en el ideal imposible de la limpieza de sangre, en la exaltación de la fe reducida a espectáculo. Pero está a punto de consumarse precisamente cuando los españoles parecíamos haber llegado por primera vez a un consenso para poner remedio a nuestros males atávicos. Un falseamiento paulatino de los artículos de la constitución relativos al estado social libre y de derecho, a la soberanía popular, a la separación de poderes, a la nación de naciones, está al cabo de lograr lo que no pudieron siglos de absolutismo, la cansina alternancia en el gobierno de los partidos burgueses y las dictaduras militares.

La explicación de estos hechos es simple, aunque de intrincada apariencia, y debe ser urgentemente compartida con las jóvenes generaciones tanto en casa como en la escuela. El sistema de partidos ha protegido la alternancia excluyente de la derecha tradicional con la socialdemocracia, garantizándose el beneplácito inicial de los nacionalismos conservadores, que luego acaban por pasar factura. El predominio de los partidos de gobierno, tanto a nivel estatal como autonómico, se sostiene sobre dos pilares fundamentales: la especulación financiera y la manipulación de la opinión pública. Los especuladores financian a los partidos de los que obtienen contratos prometedores, los partidos favorecen a los grupos mediáticos afines, los grupos mediáticos aprovechan su influjo para engrosar las cuentas de sus directivos.

Esta circulación del poder no constituido influye poderosamente sobre el voto, que es el único modo de participación democrática, y secuestra la soberanía popular, obligándola a pasar por el aro de la filiación clientelar. No hace falta perder mucho tiempo en discusiones sobre formas del estado que son mero decorado de teatro: vivimos sometidos a una oligocracia financiera, partidista y mediática. Quien no participa en el reparto de favores económicos, de cargos públicos o de horas de entretenimiento deportivo, está virtualmente fuera del sistema. Si todavía dispone de un puesto de trabajo, gracias a un oficio ajeno a la especulación, a la política de ámbito nacional o local, a los operadores de comunicación, está seriamente amenazado de perderlo, por muy liberal y respetable que sea su profesión.

Algo parecido ocurre en la mayoría de los países occidentales que nos han proporcionado el modelo, pero aquí el cerco que amenaza a la democracia se estrecha rápidamente debido a algunos factores determinantes: la apropiación de las estructuras sociales por parte de las élites más voraces y la calculada dependencia de la judicatura o de la Agencia Tributaria respecto del ejecutivo agravan las consecuencias de la cesión de la soberanía popular en manos de los partidos mayoritarios, de quienes los financian ilegalmente, de los medios que encubren la manipulación de la opinión pública bajo un ligero y pegajoso barniz de independencia informativa.

La mentira se ha convertido en sinónimo del quehacer político, justificada por las técnicas de imagen y por los índices de audiencia. Son incontables los casos en que los responsables públicos mienten sin recato en los medios de comunicación o en las audiencias judiciales y, cuando sus mentiras son puestas al descubiertο, prosiguen tranquilamente en sus cargos. Cada vez es más difícil que la verdad se abra paso en la política española. Los jueces que se atreven a plantar cara a la corrupción se ven obstaculizados o apartados de sus funciones. En particular quienes ponen el dedo en la llaga de la banca que ha servido para expoliar y endeudar a las comunidades locales, corrompiendo a sus funcionarios, extendiendo la red de la infamia por las cuatro esquinas del mapa.

Por si esta barbarie que ha desangrado el país fuera poca cosa, el partido en el Gobierno —principal responsable, aunque no único, en el diseño de esa estructura dispuesta para el saqueo pretende no solo quedar impune modificando las leyes a su medida, sino extender definitivamente el alcance de la especulación privada a las áreas más sensibles del bien común. Imaginemos el porvenir de la sanidad y de la educación en manos de empresarios como los que han saqueado las cajas, a los que hay que rescatar mientras multiplican sus ingresos millonarios, prestos a vender a la primera de cambio su mercancía a intereses foráneos, aún más voraces y experimentados en hundir empresas en aras de la libertad de mercado.

La reforma laboral nos engaña al pretender que va a crear nuevo empleo. Su objetivo principal es aligerar los costes del despido libre, el secundario repartir empleo precarizado. La destrucción masiva de empleo se debe al estallido de la burbuja inmobiliaria, que lo creó de forma artificial, pero también al hecho de que las nuevas tecnologías tienden a suprimir tareas y oficios tradicionales. Para crear empleo saneado y durable habría que inventar empresas nobles, abrir para las energías jóvenes cauces prometedores, más anchos que el deporte de élite, si bien no exentos de pagar impuestos. La ciencia y la tecnología tendrían que aliarse con las humanidades y las artes que representan nuestra mejor tradición sin que la Constitución las reconozca y atraer estudiantes extranjeros hacia nuestras viejas universidades. Eso no parece entrar en las miras de la nueva ley de educación. El país no tiene energía para inventos. Ni para reconocerse a sí mismo.

No es exagerado decir que nuestro país está, más que desanimado, desalmado por la falsedad, por la falta de conciencia social e histórica, por una apariencia de democracia que amenaza con derrumbarse, que intenta sostenerse con medidas autoritarias dictadas por el miedo. Miedo al reflujo de la verdad, a las previsibles reacciones populares, a la inmigración proveniente de los países más pobres. Se desvían del alcance de los jueces sanciones desmesuradas contra la libertad de expresión, en nombre de la seguridad exclusiva de los servidores de la plutocracia; se arman barreras crueles en las fronteras, que no pretenden sino contentar a los señores de Europa con el llamativo color de la sangre. Tanto celo se pone en proteger los privilegios de las élites que los propios arietes de las finanzas tienen que corregir el ardor de sus cancerberos.

Una temible arrogancia de larga tradición en España proclama que es natural la desigualdad entre los hombres, mientras hace todo lo posible por aumentarla artificial e ilegalmente. Privatiza el bien común, pero nacionaliza agujeros bancarios e infraestructuras deficitarias. Habla sin respeto de «izquierda indigente» y encarece la inteligencia de un sistema de mercado que funciona por automatismos más bien primarios. Su orgullo de casta se apoya en un razonamiento bastardo, que falsea la prueba concluyente. Su concepto de sociedad consiste en fortalecer a la minoría dirigente en edad productiva y en mantener a la mayoría cerca de un umbral de pobreza graduable a voluntad. Es un concepto de sociedad sin futuro.

Esto ya no es un asunto de izquierdas o de derechas. La posibilidad de buscar otro horizonte está en manos de todos, pero principalmente en las vuestras, chavales, cualquiera que sea la educación que hayáis recibido. Tal vez podáis evitar, con un nuevo concepto de generosidad respetuosa, que nuestros lares pierdan el ánima para siempre. Vuestros hermanos mayores ya están buscándose la vida en el extranjero, son el renovado exilio de la ilusión, de la creación y del pensamiento hispanos. Cuando me encuentro con ellos en ciudades del Viejo o del Nuevo Mundo, me reciben con la misma alegría cualquiera que sea su comunidad de origen. Eso me hace pensar que quizá un país que pierde el alma pueda empezar a rehacerse en la imaginación de los que se han visto obligados a marcharse. La pregunta, chavales, es si vosotros queréis crecer en un país desalmado. Si respondéis que os da lo mismo, yo también emigro. Y si me viera atrapado por el hechizo de las luces y de las sombras peninsulares, emigro al menos con el pensamiento, me quedo como ausente entre vosotros.

 

Enric González: Diez libros que habría lamentado perderme en 2013

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La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski.

La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski.

1. La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski (Editorial Pálido Fuego-Alpha Decay).

Un laberinto dentro de un enigma, una historia que cuenta la historia de una historia, un juego metaliterario apabullante. Y una edición exquisita. No recomendable para quienes posean una casa en Virginia.

2. El muñeco de nieve, de Jo Nesbo (Editorial RBA).

Todas las aventuras del policía Harry Hole son buenas. Esta quizá es la mejor. Deja al lector jadeante. Podemos decir que se trata de un simple thriller, como podemos decir que el Ferrari es solo un coche.

3. A man without breath, de Philip Kerr (Editorial Quercus).

Lo siento, no se ha traducido todavía al español. Pero la serie de Bernie Gunther, el policía en la Alemania nazi, ha alcanzado ya la altura de los clásicos. Una espléndida novela negra envuelta en el horror gélido de los bosques de Katyn.

4. Deshielo y ascensión, de Álvaro Cortina Urdampilleta (Editorial Jekyll & Jill).

Aviso: el autor colabora en Jot Down y una vez tomé con él un café en Roma. Puede leerse como un relato entre lo fantástico y la ciencia ficción, o como un ensayo inquietante sobre las trampas de la naturaleza y del arte. Puro desasosiego.

5. John Maynard Keynes, de Robert Skidelsky (Editorial RBA).

Esta biografía ha tardado diez años en traducirse del inglés. Hay que leerla para conocer una de las mentes más interesantes del siglo XX y para comprobar que la economía no es una ciencia exacta, sino la más procelosa y potencialmente destructiva de las ciencias sociales.

6. La venganza de la geografía, de Robert D. Kaplan (Editorial RBA).

El ensayista conservador admite su error con Irak y se somete a una cura de determinismo: pese a las revoluciones tecnológicas, los viejos mapas siguen siendo cruciales para entender la realidad y hacer previsiones sobre el futuro.

7. Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas, de Leontxo García (Editorial Crítica).

No hace falta ser aficionado al ajedrez para disfrutar con este libro, un pequeño prodigio de erudición y amenidad.

8. Por qué dejé Goldman Sachs, de Greg Smith (Editorial Deusto).

Las trapacerías del banco más poderoso del mundo, contadas desde dentro. Una demostración de que tras la horrible crisis financiera, algo ha cambiado en la gran banca: ahora es aún más voraz y peligrosa.

9. Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina (Editorial Seix Barral).

Una crónica sobre la España disparatada de las últimas décadas. Manuel Vázquez Montalbán la habría escrito de forma distinta, pero no mejor.

10. Librerías, de Jorge Carrión (Editorial Anagrama).

Un ensayo maravilloso sobre un mundo crepuscular. Periodismo cultural de nivel estratosférico. Un libro que homenajea a todos los demás libros, y a los templos en los que solíamos rendirles culto.

Fernando Savater: Inactual

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Fotografía de Gonzalo Merat.

Fotografía de Gonzalo Merat.

De los idiomas en que soy capaz de leer, mi preferido es el francés y en esa lengua, los ensayos filosóficos. Este año he leído Presentation de ma philosophie del gran Marcel Conche, quizá el filósofo más puramente tal aún vivo: didáctico, metafísico y terriblemente serio (nadie es perfecto). También el bello L’intuition de l’instant, de uno de mis afectos de antaño, Gaston Bachelard, que como escribe bien puede ser leído cuando la mayoría de sus contemporáneos existencialistas o marxistas resultan indigeribles: aquí trata el único tema que no puede pasar de moda, el tiempo. En italiano, que conozco mal pero disfruto descifrando, Leopardi de Pietro Citati, una biografía e interpretación del príncipe intelectual de Recanati. El inglés es lo mejor para la narrativa y ahí he leído Sicience-fiction Classics. The stories that morphed into movies, una antología preparada por Forrest J. Ackerman de los principales relatos de ciencia ficción que acabaron siendo películas destacadas del género, como El hombre menguante o Dr. Cyclops. Puro gozo. Y en español, La fase del rubí de Pilar Pedraza, una de las pocas novelas que me faltaba por conocer de mi novelista preferida en nuestro idioma, y Relámpagos la última colección de aforismos del maestro del género, Ramón Eder.

El resto, como alguien dijo al final de otra pieza famosa, es silencio.


José María Albert de Paco: Cuatro instantes cinexín — El cine como patria sin sobresaltos

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Smoke

Hace poco quise saber qué había sido de Smoke, en qué rompeolas yacían sus restos. Tras verla de nuevo, habría de preguntarme dónde yacen los míos. Ya el monólogo de William Hurt nos lleva a retreparnos en el sofá, a aguzar los sentidos ante lo que asemeja el preámbulo de una tormenta de sutilezas. No en vano, esa disertación sobre el peso del humo es una efusión lírica con que Paul Auster, guionista y codirector del filme, alude a la naturaleza de su propio estilo, al hecho de que sus postales neoyorquinas sean eso mismo, una conversación disoluta, un torrente de aventis apenas gobernado por la cadencia con que se van liando los cigarrillos. Soy humo, nos dice Auster, puro humo, pero no yerren el tiro: también el humo es susceptible de pesaje, de cierto grosor filosófico. Auster. Mis pleitos con él, que los hubo, provienen de un antiguo entusiasmo que, en el caso de la película que nos ocupa, sigue intacto, lo cual me anima a pensar (de forma un tanto optimista) que acaso el estupor en que me sumieron sus últimas novelas tenga más que ver con la deriva del autor que con mis recelos. Entre las columnas y humaredas que, en un sentido casi periodístico (de dominical, si quieren), jalonan Smoke, la del álbum de fotos de Auggie es mi predilecta; aún hoy tiendo a verla como un bumerán que el azar devuelve en forma de genial precuela. El álbum en cuestión, compuesto de cuatro mil fotografías tomadas a diario a la misma hora y en la misma esquina de Brooklyn, tiene algo de antecedente de los blogs y es, a su manera, un hermoso blog analógico; máxime teniendo en consideración que Harvey Keitel, a cuyo cuidado están esas fotografías, nos recuerda que el sentido profundo de ese blog tiene que ver con la posibilidad de ser algo más que el dependiente de un estanco. «Yo creía que eras solo estanquero», observa Hurt. «Nadie es solo una cosa», repone Keitel. Por esa misma razón escribo yo. A cada conversación, con cada una de esas humaredas, el argumento da un salto a un territorio inédito cuyo mar de fondo es la vicisitud de narrar lo vivido. ¿Adónde nos lleva el blog de Auggie? A la cámara con la que va tomando las fotografías, y que sugiere que Auster, en fin, es uno de esos autores para quienes la luna importa tanto como el dedo que la señala; así, el personaje de Auggie echa a volar el relato de cómo consiguió la cámara. Y Auster, señalando al dedo que señala la luna, remata la película con la escenificación de ese mismo relato. El mostrar sigue al declarar, sí, pero no siempre los desvelos incurren en redundancia; menos aún cuando el autor ha logrado la hazaña de llevar la acción a un horizonte en el que lo que de veras importa es la fricción del lenguaje, ese tribalismo de hoguera que nos lleva a contar y recontar cuanto somos y que acaso atenúa la tragedia de vivir.

El secreto de sus ojos

El secreto de sus ojos— monólogo del juez Fortuna

Que se trate de un plano secuencia de más de tres minutos y el público apenas lo advierta constituye un alarde de pericia ante el que solo cabe postrarse. El gran puntal de la escena (y la razón de que esta se agigante hasta lo indecible) es el monólogo del juez Fortuna, personaje al que da vida Mario Alarcón. En su docta y bravía andanada contra Expósito (Ricardo Darín), Fortuna-Alarcón establece la exacta diferencia entre los actores de segunda y los actores secundarios. Su diatriba, ceñida a la argucia retórica de soltar y retomar el hilo del carrete, no solo resulta inteligible cuando se quiebra en vigorosos «reverendos», sino también cuando deviene en cínicos, delicados susurros. Con todo, tengo para mí que la cumbre expresiva de esos cuarenta y nueve pasos en redondo es, antes que la dicción, el manoteo. Lejos de ser un estorbo (como lo son para la gran mayoría de los actores españoles), las manos del juez secundan cada signo de puntuación a la manera de un decoroso lance de capote. Cierran el cuadro Guillermo Francella, que encarna a Pablo Sandoval, y Soledad Villamil, que interpreta el papel de Irene Hastings. Cualquier cineasta de medio pelo les habría relegado a la condición de floreros, mas Campanella es un gigante en cuyas tablas figura el mandamiento de que, en toda película que se precie, debe haber uno o varios personajes que sublimen la carcajada o el lagrimeo del público. Así, mientras que Francella se encarga de subrayar el iracundo asombro del «doctor» por el procedimiento de reprimir en vano su incontinente regocijo; ella, cándida niña de la sosiedá, se debate entre el vago reproche y la recatada admiración por Expósito, ese relámpago de saña y júbilo que ilumina su jornada laboral.

(Una confidencia: desde hace un tiempo, por Navidad, mis comidas en familia suelen concluir con mi interpretación del monólogo de Alarcón, numero que repito para mis hijas en Nochevieja. Mi hermano Jordi me da los pies de Expósito. En fin, no me resisto a transcribirlo, por si alguien se atreviera a emularme:

—Cuando yo le hablo usted escucha mi voz, ¿cierto Expósito?
—Sí, doctor.
—Entonces tengo que suponer que si yo le digo algo y usted hace exactamente lo contrario, no es que no me oyó, sino que usted se caga en la orden que yo le di, ¿verdad, Expósito?
—No, no es así doctor.
—Y si me llama mi colega de Chivilcoy, muy enojado, para contarme que dos empleados de mi juzgado asaltaron la casa de una pobre vieja, eso significa que lo que yo digo no vale una reverenda mierda.
—No sé de dónde su colega pudo haber sacado semejante cosa.
—Es lo mismo que le dije yo, Expósito. Pero fíjese, fíjese que mi colega me cuenta que el otro día, en la ciudad de Chivilcoy, en la intersección de las calles Francisco Sabello esquina Esquiafino de la ciudad de Chivilcoy estacionó un peugeot de color negro con chapa de capital número 133.809, y mi colega solicita a la policía federal que le averigüe los datos del auto. Y a qué no adivina a nombre de quién está. Dígame, de quién. De un tal Ex… Ex-po… Ex-po-si…
—To.
—Y la policía federal le da sus datos laborales. Y el juez me llama a mí, para ver si yo le puedo aclarar algo y la verdad, Expósito, que no puedo, porque tal parece que yo no soy un juez, sino que soy un reverendo boludo, porque yo digo que hagan A y acá hacen Z, como está máquina de mierda que me metieron.
—Discúlpeme, doctor, pero me parece que aquí está pasando algo extraño.
—Exactamente. Espere, espere, espere, no se vaya que ahora viene lo mejor, después me puede seguir tomando de boludo todo el tiempo que quiera, pero ahora escúcheme. Porque lo que llamó la atención en el pueblo no fueron dos tipos con pinta de porteños, o que uno de ellos aparentemente se atara los cordones de un par de mocasines, no, no, no, no… Lo que llamó la atención fue que uno de ellos entró al almacén del pueblo, saludó muy amablemente, pidió una botella de osburne y se la fue tomando del pico por la vereda. ¿Le doy la descripción del sujeto?

Descalzos por el parque

Descalzos por el parque

¿Reconocen la imagen? Se trata de un fotograma de Descalzos por el parque, una de esas comedias achispadas que demuestran que Nueva York y los matrimonios en vilo fueron anteriores a Woody Allen. Descalzos… es un valioso muestrario de todo cuanto a día de hoy es inmoral, es ilegal o engorda. Baste decir que abundan las escenas amenizadas con ginebra, vodka o alguno de los extravagantes licores que sorbe Charles Boyer, memorable en su papel de canalla sin fronteras. De hecho, la escena final de la película, la que deshace el entuerto y reinstaura el orden universal, es una borrachera antológica del protagonista masculino, Robert Redford. Acaso el argumento dé una idea más cabal sobre la irreverencia del filme: tras disfrutar de su luna de miel en el Plaza (arranque que incluye una escena en la que ella, simpáticamente, se hace pasar por puta), la pareja que forman Paul y Corie (Jane Fonda) inicia su vida conyugal en un recoleto y desvencijado apartamento de Greenwich Village. Él, que ya ha comenzado a foguearse en el arduo oficio de la abogacía, es un firme partidario de lo predecible, de la tibieza, del recato. Ella, dichosa en su nuevo rol de ama de casa, no ve el momento de colmar la agenda de divertimentos más o menos estrafalarios, en la creencia de que, de ese modo, su marido será más feliz. Y hasta aquí puedo leer… Convendrán en que, actualmente, semejante planteamiento no recibiría subvención alguna; antes bien, sería la prueba de que su autor es un perfecto delincuente. Después de todo, qué mujer no se sentiría ofendida al ver una película en que la protagonista sufre una crisis existencial porque no atina con la tecla con que hacer feliz a su guerrero. ¿Saben cómo se deshace el nudo? Tras una conversación entre ella y su madre en que esta le aconseja que no pretenda hacer de su marido el bohemio alocado que jamás será. Han leído bien, sí… ¡la madre recomienda a su hija mimetizarse con la grisura aunque esta no sea de su agrado! En cuanto a la borrachera descalza de Redford, se trata de una treta narrativa para presentar el desenlace como una transacción por la que él acepta ser algo menos rígido y ella menos casquívana. Imagínense: ¡todo cuanto tiene que hacer el marido para salvar su matrimonio es mostrar una cierta disponibilidad a emborracharse de vez en cuando! Añadan a la lista un restaurante albanés (y clandestino) donde la comida es pura bazofia y los clientes fuman a discreción y obtendrán el manual inverso de la más genuina socialdemocracia, el fragmento de un mundo hecho pedazos; pulverizado, precisamente, por la grisura. No se sorprendan si digo que Descalzos por el parque fue, en su momento, una película de izquierdas. Igual que yo, por cierto.

El verdugo

Entre las escenas de El verdugo que, aún hoy, sigo viendo con pavor, se halla la de la comida campestre. En el momento en que José Isbert empieza a explicar cómo toma las medidas del cuello a los ajusticiados, Nino Manfredi y Emma Penella se alejan del picnic (en la España que nos ocupa, el término es una mera licencia poética) y dan rienda suelta a lo que, según parece, es un cortejo. Ella se avanza unos pasos componiendo una mueca que, durante el resto de la escena, oscilará entre el ensueño y la tribulación; también Manfredi deja a las claras que es hombre de su tiempo: luego de que el personaje de Penella (Carmen, si no recuerdo mal) empiece a bambolearse, va tras ella, recoge un pedrusco y, tras sopesarlo tres veces, lo arrroja contra su pretendida cual si esta fuera un bolo. No parece que Berlanga haya injertado la pedrada como la cuña estilística que se supone a otros apuntes (véase, por ejemplo, el de esa pareja que, en cuanto arranca el baile, se va con la música a otra parte en un sentido plenamente literal). No; la pedrada viene a ser el piropo del cejijunto, el fiufiu del cazurro, nada, en fin, que esté destinado a llamar la atención del espectador. Lo que hiela la sangre es que, muy probablemente, se trata de la única expresión de afecto de que es capaz el personaje. A las mujeres, pedradas; a los reos, garrote y a los viejos, la habitación sin vistas. Aquella España.

Juanjo M. Jambrina: La gran belleza

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La gran belleza

El cine italiano, de riquísimo pasado, constituye a fecha de hoy la alternativa más solvente a la colonización hollywoodiense de las pantallas europeas. De Italia, un país paralizado por la degradación de su clase política, están llegando excelentes propuestas de cambio a través de sus cineastas, sus escritores o sus periodistas. Hace ya cinco años que Roberto Saviano se atrevió a jugarse la vida con la impresionante Gomorra, que luego Matteo Garrone supo verter en fotogramas. Mientras, en España seguimos alucinando con el impagable Crematorio, de Rafael Chirbes, que da tranquilas y muy razonables entrevistas por doquier. También Marco Tullio Giordana, Vicari , Roberto Andó o el gran Bertolucci han filmado recientemente obras muy dignas y de gran calado. Pero con La gran Belleza, la genial película de Paolo Sorrentino, el cine italiano pasa a ser una imprescindible referencia para la cultura que saldrá triunfante de esta Europa en crisis. Si hay algo que unifica a los nuevos creadores italianos es una voluntad clara de ridiculizar o denunciar los aspectos mas hipócritas de la sociedad en la que viven a la par que luchan por revitalizar y no perder los logros que tantos siglos de civilización han aportado. Y entre ellos, ante todo, la Belleza.

La gran Belleza, la última película del napolitano Paolo Sorrentino, está llamada a revolucionar el cielo y el infierno. La gran Belleza arranca con la presentación de su protagonista, el escritor Jep Gambardella, en una secuencia mágica, hipnótica. Un recorrido psicodélico por la fiesta de cumpleaños del escritor que se celebra en un impresionante ático al lado del Coliseo de Roma. Es desopilante la presentación del gran Jep Gambardella (genial Tony Servillo), trasunto de la mundanidad, adorado por mujeres hermosas, perseguido por aduladores, con su pelo blanco bajo el panamá, con sus americanas amarillas o langosta conjuntadas con pantalones blancos y sus zapatos bicolores. La gran Belleza es una película para extasiarse, para dejarse llevar por la corriente río abajo, para volver a creer en la magia del cine y en el embrujo de la vida.  La gran belleza es un continuo exceso de buen gusto, creatividad, ingenio y provocación. La gran belleza es una especie de paseo por el amor y la muerte de un crítico literario, novelista fracasado, que acaba de cumplir sesenta y cinco años.

Al poco de iniciarse la película, en la fiesta inaugural, hay una conversación entre una de las actorzuelas que proliferan en esos festejos y un actorcillo que quiere ligársela. El diálogo es desternillante: ella dice que ya no le motiva el teatro y que está escribiendo su primera novela y que le está saliendo con un tono proustiano… Ahí, el aspirante a follarse a la guapa le da la réplica al vuelo mientras la abraza por el talle: «¡Proust es mi escritor favorito!…. además de Ammaniti, claro». El autor de La Recherche está presente en varios momento en el film. Y también lo está el gran novelista Niccolo Ammaniti, el gran retratista de la mundanidad, de la vulgaridad de la Roma actual. Esta bipolaridad entre los universos de Proust y los de Ammaniti permite entender mejor el trabajo de Sorrentino: «Aparte de la pérdida de sentido, la pérdida de valores y la degeneración estética del comportamiento, es posible encontrar todavía la Belleza. Inmutable, eterna, absoluta…». O sea, que aparte del mundo que describe Ammaniti en su divertidísima novela ¡Qué empiece la fiesta!, donde anuncia que en Italia el sentido del ridículo y la vergüenza han desaparecido, hay otro mundo lleno de grande bellezza que hay que revisitar, que hay que recuperar porque solo desde ahí tiene sentido seguir adelante con este modelo social.

Porque la experiencia de la Belleza es un proceso, y esto lo han trabajado muy bien los psicoanalistas, que implica sentimientos de integridad, vitalidad y amabilidad. La Belleza, la experiencia de la Belleza nos evita variaciones y vacíos en el estado de ánimo.

La gran Belleza tiene ciertas semejanzas con La dolce vita y en el amor a Roma se aprecian trazas del mejor Moretti. Pero el gran aporte de La gran Belleza, permítaseme la reflexión psicodinámica tan cercana a la obra de Sorrentino y Ammaniti, es que nos muestra la posibilidad de reactivarse, de recomponerse en la vida a través del recuerdo de un añejo contacto con la Belleza. Que es lo que le sucede a Jep Gambardella cuando, buscando la autenticidad en su pasado, rememora el primer beso que dio a una mujer en su vida. Tal vez ni Freud, ni siquiera Nabokov con Lolita, lograron representar así la potencia de una experiencia erótica. 

Paolo Sorrentino, un director acusado de mover demasiado la cámara o de ser demasiado pretencioso, ha roto el género. Será muy difícil que el cine vuelva ser lo mismo tras La gran Belleza. Porque resulta que muchos espectadores, ante algunas secuencias de este film, no pueden evitar sentir algo similar a lo que experimentó Stendhal tras su visita a la Basílica de la Santa Cruz, en Florencia: «Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme».

El 7 de Diciembre La gran Belleza fue considerada en Berlín como la mejor película europea del año, de forma abrumadora. Tal vez por ello, la mayor parte de la prensa especializada española se extasiaba con el premio honorífico que, en el mismo acto, le dieron a Pedro Almodóvar.

Enric González: No son diez, sino once

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El_lugar_mas_feliz_del_mundo

En realidad no son diez, sino once, los libros que no habría querido perderme en 2013. Al hacer la lista olvidé uno que me gustó muchísimo: El lugar más feliz del mundo, de David Jiménez (Editorial Kailas). Es una demostración irrefutable de que el periodismo no solo sirve para enterarnos de lo que ocurre, sino para explorar la puñetera condición humana. Si quieren, léanlo como si no fuera periodismo, aunque lo sea letra a letra. Léanlo como si fuera simple literatura. Seguirá siendo una joya.

Guillermo Ortiz: Kim Jong-Un, Dennis Rodman y los «expendables»

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Fotografía: REUTERS / Cordon Press

Kim Jong-Un sonríe y entrega una carta a Dennis Rodman. En realidad podría haberlo hecho de manera menos solemne, en medio de una de sus charlas, como si nada, pero siente que su posición y el encargo exigen algo de este tipo, algo novelesco, lo que espera Occidente: el dictador entregando sus deseos en un sobre cerrado. El misterio del hombre de negro. Llevan tres días juntos y no acaban de caerse mal, algo que a Kim, en parte, le extraña, más que nada porque no viene siendo lo habitual en los últimos años. No saben lo fácil que es cansarse de la gente cuando puedes cansarte de la gente, cuando nunca hay consecuencias para ti.

Rodman no molesta y eso le gusta. Rodman siempre intenta hacer el gamberro, saltarse los protocolos y después mira de reojo como buscando aprobación, sabedor de que algunos protocolos aquí no son un juego. «Dennis the menace». El travieso convertido en poco más que un perrito que recoge el hueso y pide la galleta y se niega a dar la patita durante un rato para luego hacerlo complacido, sabiendo que los focos están sobre él. De alguna manera, piensa Kim, son un poco como Christopher Robin y Winnie the Pooh. Si fuera un poco más occidental, más occidental aún, quiero decir, porque Kim se ha educado en Occidente, entre Suiza y los mismísimos Estados Unidos, viendo al propio Rodman coger un rebote tras otro en las madrugadas de Berna, se sentiría algo parecido a Jay Gatsby, pero no, Christopher Robin está bien.

Y si Rodman quiere ser Pooh, perfecto.

Rodman, gafas de sol puestas, medio tumbado en una especie de reclinatorio romano, perdido en su propia resaca, abre la carta y lee una serie de nombres. Entonces recuerda la promesa y por qué ha venido aquí, más allá de porque el Líder Supremo quiere conocerlo. No todos los días un Líder Supremo quiere conocerte, así que, si Paddy Power está dispuesto a poner la pasta, él está más que dispuesto a poner la fiesta. Rock en Pyongyang. Rodman se siente como en aquellas películas en las que un americano molón, un Jack Black o algo así, va a un país tercermundista y les enseña lo básico, es decir, cómo divertirse, cómo ligar con las tías, cómo pillarse un buen pedo… John Belushi pasado por la corrección noventera.

Solo que Kim ya sabe de qué va eso y no son necesarias lecciones y de alguna manera se siente complacido pero perdido a la vez, como si no le quedaran conejos en la chistera y hubiera que ir cerrando el bar, pero, ¿cómo cierro el bar con el dueño dentro?, y mira la carta, la lista de nombres, el encargo que él mismo aceptó sin dudarlo, como el que acepta una apuesta estúpida, y lee: «Michael Jordan, Scottie Pippen, Charles Barkley, Karl Malone…» y se da cuenta de que básicamente, y con alguna excepción —de entrada, su propio nombre y más abajo el de Kobe Bryant, el mismo Kobe que fuerza una sonrisa aún adolescente en la foto junto a un niño que será un asesino— lo que el jefazo le está pidiendo es que reúna al Dream Team y se lo lleve a Corea del Norte.

Cosa que él sabe que no puede hacer pero al menos puede intentar. No los doce, pero Pip siempre se está quejando del dinero, y puede que Karl Malone… En fin, desde luego, Charles, con esa bocaza y trabajando de comentarista no va a jugársela, pero, ¿Christian Laettner? No debería ser tan difícil… así que choca los cinco con su nuevo amigo, «el Mariscal es una gran persona», dice en la prensa estadounidense y vuelve a mirar para comprobar que la broma ha gustado, que lo ha hecho todo bien, good puppy, good puppy, y promete un poco por prometer, como ha hecho siempre, que la próxima vez que venga será a lo grande, con lo que Kim le ha pedido. O parte.

Solo que no es tan fácil. Ni siquiera Chris. Rodman llega a Estados Unidos y se emborracha de nuevo y se pasea por platós de segunda y vuelve a su vida anodina, esa vida disparatada de Mickey Rourke cincuentón que solo en Los Ángeles puede pasar desapercibida y cuando Kim llama —a Kim le gusta llamar él, podría hacerlo cualquiera de sus asistentes, pero llama él y cuando lo hace recuerdan juntos a Brickowski, Kim Jong-Un y Dennis Rodman recordando a Frank Brickowski y los playoffs de 1996— tiene que formular una serie de excusas, un montón de fuegos artificiales que hagan el suficiente ruido como para mitigar la decepción, una decepción que en cualquier caso percibe en los ojos de Kim cuando llega a Pyongyang con su propia lista y la repasan…

… Porque a Kim le suena Kenny Anderson, le suena Vin Baker, aunque no sabe muy bien de qué —«es al que ficharon los Sonics cuando vendieron a Shawn Kemp», dice Rodman, y los dos están de acuerdo en que los Sonics nunca debieron vender a Kemp e incluso Kim se atreve a preguntar si Kemp no podría venir al partido, pero Dennis niega con la cabeza y dice que ha hecho lo imposible, aunque probablemente no sea verdad—, le suena también Doug Christie, aunque siempre le pareció el malo de los Kings. «Es un auténtico hijo de puta», dice Rodman como el que dice «te va a encantar ese tío», pero en realidad el único momento en el que muestra una verdadera sonrisa de aprobación es cuando encuentra en nombre de Craig Hodges, el triplista de los primeros Bulls de Jordan.

—¿Te acuerdas de él?, tenías que ser un niño…

—Me acuerdo más o menos, lo he visto en vídeos, he visto todos vuestros vídeos —dice Kim, refiriéndose a los Bulls, los Bulls sin Rodman y los Bulls con Rodman, y sigue repasando la lista, solo que lo demás son desconocidos: Sleepy Floyd, Clifford Robinson y Charles Smith. Después de hablar con Dennis, recuerda a Robinson, final de 1992, Portland Trail Blazers, pero a los otros dos no, no cae.

El dictador se pregunta si tiene sentido seguir adelante con un equipo así. Pidió el Circo del Sol y le quieren traer a Stallone y Los Mercenarios. Los actos están preparados para el 8 de enero pero lo bueno de ser Kim Jong-Un es que los planes igual se hacen que se deshacen al instante y nadie pide explicaciones. A veces, Kim fantasea con que alguien en algún momento le pida una explicación por algo, una insubordinación que mereciera la muerte triturado por ciento cincuenta perros hambrientos. O lobos. Ciento cincuenta lobos hambrientos y cuarenta cebras. No sabe por qué pero le gustan las cebras. Tampoco sabe si sería fácil encontrar cebras ni si son carnívoras, pero es una imagen potente. Tú preguntas y yo te mando a las cebras… pero no, nadie pregunta, nadie pide explicaciones, y un mundo sin justificación acaba siendo un mundo tedioso. Te piden que te pases la juventud en Europa examinándote y al final resulta que las únicas respuestas correctas son las que tú has decidido de antemano.

Mira a Dennis con cierta desaprobación, como un hijo que riñe a un padre que se ha portado mal, que no ha sido suficientemente responsable, y al final dice: «De acuerdo», y, muy solemne, añade: «Pero a la moral de mi pueblo le vendría bien que ese equipo, ya que va a ser esa porquería de equipo, perdiera».

Así que ahí llegan los ocho del patíbulo a Pyongyang, en plena celebración del cumpleaños del Líder Supremo. A Charles Smith, olímpico en Seúl, única razón por la que Kim ha aceptado que esté ahí y se lleve el dinero, le enseñan un modelo de ciudadano norcoreano que después de darle tímidamente la mano se la sacude, como si quisiera quitarse el color de encima. «Los afroamericanos no tienen muy buena fama en nuestro país, estamos trabajando en ello», dice el traductor con toda la educación y a la vez la firmeza del mundo. Lo incluirán en el próximo plan quinquenal, piensa Smith, que en cualquier caso lo que quiere es volver al hotel y seguir con la partida de póquer y fumarse un buen puro habano de los que tienen aquí.

Paddy Power, la empresa de apuestas irlandesa, esta vez se ha bajado del proyecto. En palabras del que ponía el dinero, «la cosa se está poniendo demasiado caliente». Dennis debería ser el líder del grupo pero no es un grupo que acepte demasiado bien el liderazgo y no es Rodman un hombre llamado a liderar. Está tenso. Los demás lo ven y se ríen pero a la vez les da un poco de miedo. Saben lo que puede hacer Dennis cuando el mundo le importa una mierda y no quieren pensar qué puede hacer en pleno ataque de ansiedad.

Y es que Rodman se siente exigido. Por primera vez en mucho tiempo, siente que hay unas expectativas detrás y que esta vez no puede soslayarlas. El entrenador no admite retrasos. La prensa americana le pregunta por Kenneth Bae, el misionero detenido desde hace años, y él, borracho, les contesta: «Me importa una mierda ese tío» y no deja de repetir la palabra «paz» y «diplomacia» como si fuera un autómata, como si alguien pudiera creer a Dennis Rodman hablando en esos términos. Hodges, el único que está ahí por convicción, por verdadero odio al Estado, el que castigó a su raza durante siglos, mucho más de doce años por mucho que diga Hollywood, el que acabó con su carrera solo por ir vestido con un dashiki a la Casa Blanca, quiere dar una vuelta por la calle pero un funcionario le explica que mejor no dé vueltas, que si quiere ver algo, estarán encantado de enseñárselo pero debidamente acompañado.

«Es por su seguridad, la opresión de Estados Unidos sobre nuestro pueblo es tan grande que tememos que puedan pagarlo con ustedes», dice, y a Hodges le parece bien y vuelve a su habitación, donde no hay partidas de póquer, sino libros de sociología y algún manual de baloncesto, y se echa a dormir el jet lag, esperando el momento en que les llamen, que tengan que ir al paripé, miles de uniformados en marrón y en medio aquel hombre de peinado imposible —«¿Por qué se peina así?», le preguntaron a Dennis pero Dennis no siguió el chiste y entonces se dieron cuenta de que la cosa iba en serio—, la charla prepartido en aquel amago de vestuario, las camisetas de Kmart, el recuerdo innecesario del capitán: «Tenemos que perder», como si tuvieran la más mínima intención de ganar algo a estas alturas de la vida.

Y, así, the expendables —el nombre se lo han dado a sí mismos y les gusta porque de pequeños todos soñaron con ser balas perdidas y lo han acabado consiguiendo— salen a la cancha, intentan completar unos arcaicos ejercicios de calentamiento, aguantan la carcajada cuando Rodman canta el «cumpleaños feliz» y hacen lo que se espera de ellos: el ridículo, mientras Dennis completa la función con unas cuantas bromas de dudoso gusto, porque se ha pasado tanto de rosca que ha vuelto a su posición original, y el alcohol va saliendo por los poros en cada carrera, el esfuerzo enorme que supone que esos chicos de enfrente les ganen, las ovaciones de todos a una, algún mate de Charles Smith, algún rebote abriendo las piernas de Rodman, algún triple de Hodges desde la esquina… suficiente para que Kim esté satisfecho, y, quién sabe, les invite de nuevo el año que viene.

Porque ser Winnie the Pooh tampoco está tan mal y si hasta el descerebrado de Dennis lo ha conseguido, ¿por qué ellos no? Solo tienen que ser buenos chicos. O, justo lo contrario, ser tan malos que consigan que el gordo deje de aburrirse y les elija cuando se decida a cambiar de juguete.

Tsevan Rabtan: Pero ¿quién está al volante?

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Dicen las encuestas que la corrupción política es la segunda preocupación de los españoles y uno piensa que ya era hora. Cuanto más nos preocupemos por ella más difícil será que se tolere. Por eso no comprendo a los que dicen que la corrupción es insoportable y que hay que hacer algo con urgencia, algo, lo que sea, una ley, o un reglamento, o una reforma de la Constitución, o una revolución, o una quedada para tirar adoquines a los corruptos. Si hace una década la gente estaba tan contenta rodeada de corruptos, ahora debería encontrarse a las puertas del paroxismo considerando la cantidad de procesos abiertos, el número notable de imputados, acusados y condenados —ya, ya sé que hay quien dirá que son pocos, pero ¡son mucho más que antes!— y el hecho de que es seguro que se trinca menos, siquiera sea por el doble efecto de la disminución de los presupuestos para obras idiotas y observatorios varios y de una cierta suspensión de la sensación de impunidad, esa que llevó a tipos trajeados y supuestamente inteligentes a contar en correos electrónicos lo bien que se lo estaban montando.

Cuento esto para explicar el extraño comportamiento de las masas opinadoras e ideólogos de todo tipo ante los tiempos interesantes que nos está tocando vivir. Parece como si todo se entendiera al revés. Y esto mismo afecta a los que dirigen los partidos políticos.

Por ejemplo, ¿por qué lleva el PSOE contradiciéndose dos años? Fue el presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero el que se introdujo en el camino de lo que los grandes simplificadores llaman los «recortes». Les juro que no comprendo a qué juegan. Tenían toda una legislatura para aparentar seriedad y responsabilidad, montar un programa alternativo moderado, realista y moderno, y luego reprochar al Gobierno sus incumplimientos electorales, en particular el relativo a la creación de empleo. Sin embargo, desde el primer momento se llenaron la boca de escenarios catastrofistas, anunciando rescates totales, incumplimientos de déficit, suicidios masivos, hambre y tasas de desempleo al final de la legislatura, tan apocalípticos que han conseguido darle discurso al Gobierno. Uno comprende esto en esos partidos de izquierda que luchan para que el sistema capitalista, fascista y ultraliberal impuesto por el capital, el FMI, el SIM y el MAL, caiga, aunque para ello tengan que falsear un dato o dos, pero ¿el PSOE? ¿Qué tenía que ganar el PSOE con ese discurso cuando para cualquier elección importante faltaban años?

¿Y qué me dicen del PP? Los amigos azules se han llenado de porquería con sus extraños finiquitos y sus explicaciones inanes al respecto, han incumplido todas las promesas electorales, salvo las que aparecían en la página diez de su programa, y además sus cifras en los dos primeros años han sido manifiestamente lamentables. Su único camino era convencer a los españoles de que la situación era tan explosiva que esos malos resultados iniciales eran producto de esa otra gran simplificación, el «despilfarro» socialista, y que su política había salvado al país de una situación mucho peor, pese al virulento e irresponsable comportamiento del único partido que podría sustituirles en el Gobierno. Curiosamente, la crítica desmesurada e incomprensible a inicio de legislatura, en particular la del PSOE, favoreció esta estrategia. Tan bombardeada estaba la gente con escenarios tremebundos que cualquier dato que nos apartase de ellos se convertía, se está convirtiendo, inmediatamente, en un triunfo del Gobierno. Mientras tanto, la corrupción podría perder fuelle, por cansancio —no es la persistencia una virtud del homo politicus español— y porque, a qué negarlo, es un problema para mucha gente no por conciencia cívica, sino por cabreo ante su situación económica personal.

Sin embargo, algún genio de la estrategia política decidió embarcar al Gobierno en el desarrollo de un programa legislativo sobre cuestiones en las que el resultado solo podría suponer una pérdida de apoyo electoral: el aborto es el ejemplo más claro. Se dice que con eso se pretende compensar a la parte de votantes situada más a la derecha por las consecuencias de una supuesta política blanda en materias como el terrorismo o el independentismo catalán. Sin embargo, cualquiera pensaría que esos votantes que siempre han escogido al PP como opción menos mala, en su mayoría le seguirían siendo fieles, sobre todo ante una campaña, la de las próximas generales, en las que el extremismo formal y sustantivo de los discursos aumentará de manera muy importante, en particular en los partidos que quieren crecer aprovechando la situación de inestabilidad. Y la contrapartida es que les resultará mucho más complicado presentarse como centristas o moderados frente a muchos que podrían —a falta de algo mejor— haber comprado la mercancía del Gobierno.

A menudo se dice que España es un país progresista. Yo creo que no. Creo que los españoles son básicamente conservadores y prefieren que mande quien, en su miope punto de vista, no corra riesgos con las cosas del comer aunque eso implique tolerar «disfunciones». Por eso nos gustan las marañas de subsidios y aunque no vemos con agrado una legislación gigantesca e ineficaz, no ponemos reparo a esa norma concreta también ineficaz de la que obtenemos algo. Y de ahí el enorme cabreo de la gente, que estaba dispuesta a aceptar muchas cosas, siempre que no le tocasen lo suyo. Sí, somos enrollados en cuestiones de moral, pero tremendamente acomodaticios a la hora de abordar auténticas reformas que supongan esfuerzo, incertidumbre y trabajo constante incluso a través de generaciones. También por esa razón triunfan los «reformadores en el papel», esos que venden que pueden acabar con todos los males de España con dos o tres meses de BOE. Ese discurso, tan querido en nuestro país, que se basa en la identificación del otro —el «español», el «catalán», el «corrupto», el «empresario», el «sindicalista», el «funcionario», el «defraudador»— como la causa de nuestros males, dejando siempre a salvo al ciudadano que da su voto al conductor de hombres que dice verdades como puños.

Por eso un partido reformista de verdad lo tiene complicado en nuestro país. Necesitaría también un trabajo de años, serio, sin demagogia y ¿de dónde salen los españoles que quieran hacerlo? Los españoles todo lo más se reúnen, hacen un manifiesto en el que anuncian que su programa consiste en que el mal se transforme en el bien, siguen reuniéndose, se asocian, hacen unos estatutos y luego, en unos meses, se pelean por alguna razón inane propia de una reunión de vecinos o, algo peor, consiguen algún diputado.

Pero lo que resulta incomprensible es que los dos partidos mayoritarios hayan olvidado las razones por las que se han repartido el poder en España durante décadas y se estén dedicando a darse martillazos en sus propios dedos. Son tan estúpidos que merecen perder. Y además ese seppuku nos vendría de escándalo, si no fuera por el pequeño detalle de que no hay nadie a la vista que pueda ganar dando a los españoles la colleja que se merecen. Disculpen la melancolía y veamos el lado bueno: al menos nos vamos a entretener.

Jorge Bustos: La belleza de la derecha

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Louis Auchincloss. Foto Sarah Draper (DP)

Louis Auchincloss. Foto: Sarah Draper (DP)

Hace poco los curiosos muchachos de Arsuaga extrajeron de la Sima de los Huesos un fémur de cuatrocientos mil años cuyo análisis de ADN arrojó una conclusión asombrosa: pertenecía a un homínido más siberiano que burgalés. Hasta ahora en Atapuerca se creía haber encontrado básicamente casquería neandertal, individuos peor o mejor representados de la especie heidelbergensis. Pero resulta, dicen los chicos de Arsuaga, que la familia humana se dividió en dos ramas hace un millón de años, y que la fetén alumbró neandertales y sapiens mientras que la lerda siguió dando indocumentados documentados en norte de Rusia y norte de Burgos. El descubrimiento complica las cosas, enreda el árbol familiar y establece científicamente la verdad del torero: no solo hay gente pa tó, sino que la hay al mismo tiempo en el mismo planeta.

Creíamos que la historia de la evolución humana venía regida por un patrón de progreso lineal que iba enderezando al mono hasta erguirlo completamente para alcanzar cierta manzana por consejo de una mujer tentada por un ofidio, y ello antes de doblar al hombre otra vez sobre un ordenador de oficina según enseña el famoso chiste. Pero Atapuerca nos muestra que en el mundo convivieron especies distintas con distinto grado de sofisticación genética. Es decir, que la humanidad es en primer lugar gradual, y en segundo lugar tan sincrónica como diacrónica. Hubo un tiempo en que se podía ser más o menos humano no por educación sino de mero nacimiento, y en que los linajes pugnaban darwinianamente entre sí para pasar de la prehistoria a la historia pero a la vez eran exponentes cabales de su linaje particular, gorilesco o lampiño.

En Atapuerca ya se daba por tanto uno de los principales rasgos de la democracia: las minorías. La democracia es simultaneidad de estadios evolutivos dispares. Umbral definía Madrid por su simultaneísmo, por su generosidad para albergar a la vez a tontos y a listos, a carrozas y a dandis emprendiendo en el mismo barrio su acción contradictoria. Bien, pues ese simultaneísmo va a resultar muy viejo, de hecho connatural a lo humano desde su albor, y abre debates insospechados. ¿Cómo es posible que ante la reciente muerte de Nelson Mandela unos humanos entonasen la alabanza al ángel ido y otros de su misma especie lo despachasen como criminal? Pues porque ya que no la genética, sí la formación, las lecturas, la dotación neuronal estratifican incesantemente a la humanidad en minorías de desigual sofisticación, como ha sucedió siempre según sabemos ahora por los sabuesos de Arsuaga. Y no nos preguntaremos si el aborto de un feto neandertal habría sido más legítimo, por más inhumano, que el de un feto sapiens, aunque podríamos especular bizantina y deliciosamente al respecto puesto que ambas especies coexistieron hasta que el sapiens, inexplicablemente, se impuso a su pariente bruto hace quinientos mil años. Antes incluso de la Transición y de sus ancianos periodistas.

Exactamente lo mismo ocurre en la historia de la literatura y del arte en general. En arte no existe el progreso lineal: los frescos bajomedievales de Giotto no quedan superados por el descubrimiento de la perspectiva renacentista. Poseen un valor en sí mismo, ejemplifican una cima del espíritu humano en su tiempo, sí, pero también emocionan a ojos venideros. Hoy, mal cobijados bajo ese gran paraguas permeable que es la posmodernidad, la coexistencia de especies literarias es una realidad delirante. Hay gente escribiendo novelas exactamente igual que como las escribía don Alejandro Dumas —¡y recibiendo premios por ello! y hay, supongo, oscuros y eternos becarios experimentando en su buhardilla con las vanguardias y los estilos del mañana. Y hay una infinidad de matices intermedios.

Lo novedoso es que las corrientes son hoy todas las que fueron el siglo XXI simultanea el género puro y el hibridismo genérico, la recreación decimonónica y la recreación vanguardista más algunas nuevas de efímera y nocillesca vida, y por encima de ellas la institución crítica se alza para blandir el canon occidental o, si se es intelectual de progreso, para abolirlo. Hoy por ejemplo, en el criterio lector más exigente del primer mundo por no retroceder al estadio de la literatura de consumo sigue vigente la fascinación por la especie del escritor maldito. Y ciertamente se trata de una especie fascinante que ha dado no pocos genios, Bolaño el último de ellos. Pero junto a Bolaño, en el mismo planeta que Bolaño, escribieron tipos en un estadio evolutivo absolutamente diferente.

Así, yo acabo de leer las Historias de Manhattan de Louis Auchincloss (1917-2010). Este exquisito escritor neoyorquino, perteneciente a la especie elegante de Henry James y Edith Warton, encarna al antimaldito perfecto, como explica Ignacio Peyró en un soberbio prólogo que precede a su impoluta traducción: «Para ser un escritor de calidad, Louis Auchincloss tuvo que superar no pocos reveses: una familia rica y feliz, unos padres adorables, una educación aún más cosmopolita y —más tarde— una vida adulta de hombre acomodado, siempre marcado por una crianza a medio camino entre las exigencias éticas del sentido del deber y el pudor de unir las buenas maneras a la bondad del corazón. Son las formas del noblesse oblige». Si las formas son patrimonio de la aristocracia, las poses delatan al primate de la especie nuevo rico. Y si nosotros, lectores inquietos de la España empobrecida y vil que ni llegamos a una cosa ni a la otra, nos esforzamos por saltar el entrañable listón de la envidia que inspira la clase alta del Upper East Side en los años treinta, cuando un clan mediano de ese barrio poseía casa en la ciudad, mansión en el campo, cinco o seis sirvientas, tres coches y escuela privada para los niños, si tragamos con eso, digo, entonces podemos prepararnos para disfrutar de un estilista pulcro y un conocedor experto del corazón humana que, oh sorpresa, se agita en el interior del rico con las mismas pasiones que en el del pobre.

Auchincloss, brillante abogado y autor prolífico, hermoso y bendito, podía mirar por encima del hombro de su chaqueta de tweed a Scott Fitzgerald en lo tocante a posición social. Y precisamente por eso no podía compartir con Scott su fascinación por los ricos. Auchincloss ocupaba el elevado sitio adonde Fitzgerald miró arrobado toda su vida, y desde la altura y hondura de estos cuentos parece decirle: «¿Ves, Scott? No somos para tanto. Somos ruines, egoístas, promiscuos como los demás. Ahora bien: tampoco somos peores, y desde luego sabemos vivir a lo grande en un mundo zafio». Las historias que componen este volumen editado por Elba dos de ellas son obras maestras del cuento: «Colaboración» y «Las letras escarlatas», este último lo mejor que he leído desde, no sé, desde Los restos del día de Ishiguro retratan el estamento operístico de la clase alta neoyorquina sin piedad y sin odio, que son las dos actitudes que han polarizado la literatura de clase. Y eso es lo extraordinario de Auchincloss, lo que rendía a antagonistas ideológicos como Gore Vidal. Porque en literatura no importan tus millones o la pata de peregrino del Mayflower de la que desciendas: se trata de escribir bien buenas historias desde el estadio evolutivo que te haya asignado el destino.

Tiburones de Wall Street, bufetes de inasequibles abogados, herederas que siguen casándose por rigurosa conveniencia económica, herederas que lo estropean todo casándose por amor, viejos magnates que entretienen la demencia senil a caballo entre el golf y la filantropía. Los personajes de Auchincloss dan asco de puro elitistas pero no hay pose: él solo está describiendo a sus amigos. Y además no dan asco, porque nobleza obliga, y hay nobleza de magnífico encaste humano en estas páginas que hacen la suave elegía de un mundo acosado por la pujanza del millonario desclasado, que tiene los millones pero no la formación para saber gastarlos. El dinero es un tema literario porque el dinero convoca a la moral (y a lo inmoral) como el crimen pide el castigo. Hay una belleza en esa derecha que fundía la ética con la estética y que sabía que la civilización es la conjunción de una necesidad (la propiedad privada) y una utopía (la redistribución de la riqueza), y hacía lo posible por fomentarla. Una derecha que ni votará ni será votada, que existe o existía muy por encima de la distinción republicano/demócrata o PP/PSOE. Una derecha que fue mecenas del arte más arriesgado y conducto de tolerancias volterianas que a la larga acabarían con ella misma. Una derecha cuyos mejores frutos hace mucho que se agostaron porque no se encontró la manera de conservar educada a su prole en el siglo XXI. Es una derecha ideal, tan rica que podía permitirse ser de izquierdas y cuyo último conocedor profundo fue Louis Auchincloss. Como la habían conocido Evelyn Waugh, Joseph Roth, Stefan Zweig, César González-Ruano o Giuseppe Tomasi di Lampedusa.

Una elegía sin nostalgia, con prosa sencilla pero de respiración larga, enemiga del barroquismo como solo el aristócrata seguro de su blasón puede serlo. Un tono único de caballeroso humor en la derrota que el siglo inflige. Una literatura de anacrónicos valores que brindamos al lector, sea cual sea su estadio evolutivo, para que descanse un poco del homo mesocraticus que se desplaza resoplando por los centros comerciales en Navidad.

Guillermo Ortiz: Cómo perder un Open Británico con cincuenta y nueve años

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Stewart Cink hace un birdie en el hoyo 18 y se va a la casa club esperanzado: nadie le va a quitar el tercer puesto en este Open Británico de 2009. Es más, si las cosas se dan bien, puede que consiga acabar segundo, depende de Westwood, y por soñar, quién sabe, igual Tom Watson se viene abajo y le regala un play-off. Complicado, en cualquier caso, porque Watson ha marcado el ritmo desde aquel 65 de la primera jornada, a solo un golpe del excelso Miguel Ángel Jiménez, y ni los cincuenta y nueve años ni la prótesis de cadera ni los veintiséis años sin ganar un grande parecen poder detenerlo.

No importa que desde el PGA de 2000, donde acabó noveno, Watson no haya estado en posición de competir, ni de lejos, por un título así… o que no haya vuelto a acercarse al nivel del excelso 1994, o al del más que decente 1997, cuando ya rozaba los cincuenta. No importa, ya digo: a lo que se enfrenta Cink no es solamente a una cuestión de juego o de probabilidades sino de historia, de narrativa. La victoria de Watson es lo correcto, lo que todo el mundo quiere contar. A sus treinta y seis años, Cink es un aspirante a Sergio García: un muy buen jugador que puede quedar entre los diez primeros de cualquier torneo, con algunas victorias sueltas y alguna oportunidad que lamentar, principalmente el US Open de 2001, pero no es un campeón, no es un ídolo. De hecho, Cink no aparecía en ningún lado en las previsiones anteriores a esta última jornada: su torneo hasta entonces había sido regular, como siempre, sin exageraciones: ocupaba la sexta plaza, empatado con Jim Furyk, a tres golpes del líder.

Tres golpes en cualquier torneo son una anécdota. Tres golpes cuando tienes a Westwood, Goosen, Fisher y Watson delante son un mundo.

Pequeños objetivos, se debió de decir Cink a sí mismo al empezar su cuarta ronda. Un hoyo y después otro hoyo y sin agobios. Para grandes estallidos y cataclismos ya está Ross Fisher, quien, con la cabeza en el parto de su esposa, hace dos birdies nada más empezar, se coloca líder y lo celebra con un cuádruple bogey que inicia una serie de errores en cadena, acabando incluso fuera de los diez primeros. Para expectativas enloquecidas las del neoprofesional Chris Wood, mejor amateur del año anterior, empatado con los líderes tras un eagle impresionante en el hoyo 7. Para historia agónica, la de Westwood, buscando en casa —si es que Escocia puede ser la casa de un inglés— su primer grande tras años y años de decepciones, y, por encima de todas estas historias, la de Tom Watson, algo nervioso al principio, más sólido después, en los hoyos donde conviene no venirse abajo, siempre al acecho de Westwood, que ha empezado a lo grande.

Treinta y dos años después del «Duelo al Sol» con Nicklaus

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El campo de Turnberry está marcado en la historia profesional de Watson desde que, treinta y dos años antes, en 1977, batiera a Jack Nicklaus en una de las mejores rondas finales de la historia del golf, el conocido como «Duelo al Sol». Ese era el tiempo de Watson y no este: luchas contra Nicklaus, Trevino, Arnold Palmer, el ya por entonces veterano Gary Player o el jovencísimo Seve Ballesteros… Su leyenda se ha forjado ahí, en Turnberry, y sobre todo en Gran Bretaña: de sus ocho victorias en grandes torneos, cinco han llegado en el Open, el más legendario de todos los que forman el Grand Slam, el que separa a los niños de los hombres.

¿Se imaginan un sexto Open? Piénsenlo bien: un hombre de cincuenta y nueve años, casi retirado de la alta competición, gana su sexto Open Británico veintiséis años después del quinto. Tiger Woods tenía ocho años por entonces, por poner un ejemplo. Sergio García tenía tres. Rory Mcllroy ni había nacido. Watson conoce el campo, conoce la presión del liderato y además cuenta con una ventaja: nadie confía en él, todos piensan que poco a poco irá cayendo, víctima del cansancio de los cuatro días.

Pero no. Wood falla en el 15 y en el 16, Westwood en el 16 y en el 17, Cink hace bogey en el 16 y un insulso par en el 17, dejándose en el camino casi todas sus opciones, y el viejo Tom ahí sigue, impertérrito: ha empezado el día con -4 y ahora está con -2, en lo alto de la clasificación. Cuando consigue el birdie en el 17 para mantener un golpe de ventaja sobre Westwood, el sueño de todo periodista deportivo, de todo aficionado a los mitos, parece servido.

Estamos en el hoyo 18 del campo de Turnberry, Escocia. Tom Watson lidera con -3, Lee Westwood le sigue con -2, igual que Stewart Cink, aunque Cink ya ha acabado con un milagroso birdie, el que celebra con entusiasmo en la casa club. Para cuando Watson pega el primer golpe del último hoyo, la culminación de este último baile que lleva camino de ser la mayor sorpresa de la historia reciente del golf, se confirma el bogey de Westwood. Ya solo un par le separa del triunfo, pero, cuidado, esto es el Open, y, si no se lo creen, que le digan a Jean Van de Velde.

El último baile de Tom Watson en un Grand Slam

Y es que, igual que Van de Velde, Watson pega un primer golpe impecable, justo en el medio de la calle. Sacar un birdie en el 18 está complicado: de los últimos veinte jugadores que han pasado por ahí solo Cink lo ha conseguido, pero desde donde está Tom, el bogey parece muy improbable. Watson mide las distancias, no deja nada al azar y decide que el Hierro 9 es el mejor palo para esa distancia. Es un palo muy ligero, para distancias muy cortas, que es exactamente lo que tiene delante. Su precisión con ese tipo de palo siempre ha sido destacable y estos cuatro días ha rayado la perfección.

De repente, atento a un pequeño cambio del viento, la típica duda del que no quiere riesgos absurdos, cambia de decisión y pasa a un Hierro 8. La distancia no es muy grande, unas diez yardas entre palo y palo. Si elige el 8 tendrá que pegar más suave. Si elige el 9 tendrá que tirar de adrenalina para hacer los metros que puedan faltar.

Solo que es el hoyo 18 de un Grand Slam y va líder.

Solo que han pasado veintiséis años, perdonen que lo repita, desde la última vez que vivió algo así.

Solo que, en esa situación, la adrenalina es incontrolable y el Hierro 8, el que finalmente ha elegido, eleva la pelota con precisión, línea recta hacia el green y la bandera. «Me gusta», dice Tom Watson mientras la pelota vuela y en el campo los aficionados, ya volcados con él porque quién es el Cink ese para impedir que puedan presumir el resto de sus vidas de haber estado ahí cuando Watson ganó a los cincuenta y nueve, gritan de entusiasmo. La pelota, sí, va en línea recta, y bota en una posición prometedora, en medio del green, pero lleva demasiada fuerza y no se para, a cada metro que avanza en la pendiente se oye un lamento desde la grada, así hasta que para en el rough, a una distancia asumible del hoyo.

No es ningún drama. El golpe es relativamente sencillo, cuesta arriba: hay que acercar la bola y dejarla a dos-tres metros como mucho y sobre todo no quedarse corto para que la bola no pueda volver hacia atrás y desandar la pendiente. Watson lo sabe y pega con fuerza, de nuevo con demasiada fuerza y poca trayectoria. La pelota queda a cuatro metros, un poco más de lo previsto. Además, el putt es cuesta abajo y la sensación es que las oportunidades van pasando. Esto no recuerda tanto a Van de Velde en 1999 como a Sergio en 2007, ese extraño presentimiento de que todo se va a joder al final.

Y se jode.

Watson pega sin confianza, la pelota nunca coge la trayectoria y Stewart Cink, el funcionario Cink, de repente se da cuenta de que tiene un play-off por jugar, un play-off en el que tiene que hacer de malo, por supuesto, pero en el que sabe que va a ganar porque su rival está agotado, no ya físicamente sino mentalmente, porque, ahora sí, la presión está sobre él, ha estado demasiado cerca como para renunciar sin más, todo el mundo quiere que el sueño, el baile, duren un poco más de tiempo. Cuatro hoyos de desempate en los que Watson simplemente no existe y Cink cumple, sin más, sin menos, sin dar opciones.

Stewart Cink, que sabe que su único Grand Slam siempre tendrá el asterisco al lado de ser «el que perdió Tom Watson». Malvado Cink. Malvado Lawrie. Watson ganó al campo por dos golpes en 72 hoyos y cedió cuatro en los cuatro finales. Fue duro de ver. Bogey en el 15, doble bogey en el 17, bogey en el 18. Cuando llega a la rueda de prensa, los periodistas no saben qué hacer con la media sonrisa del abuelo. «No sentía las piernas», dice, como si fuera un amateur, como si imitara a un mal imitador de Rambo. El silencio es absoluto. Cosas de la tristeza. Tanto que, en un momento dado, el propio Watson tiene que intervenir en aquello: «Eh, tíos, esto no es ningún funeral», dice, intentando ser optimista, pero nadie está dispuesto a creerlo.


Jordi Pérez Colomé: El periodismo digital es mejor

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Redacción del Toronto Star alrededor de 1964 (DP).

Redacción del Toronto Star alrededor de 1964 (DP).

La teoría era sencilla: el periodismo digital es el periodismo de siempre en internet. Los medios tradicionales hacen ese periodismo de siempre. Un grupo de periodistas escogen y empaquetan cien cápsulas de información cada día ordenadas por importancia y su empresa las vende en papel: es la actualidad, lo que hay que saber. El periodismo digital hacía eso con dos diferencias: más rápido y sin papel.

Este periodismo hecho así es imprescindible para salvar la democracia. También es el guardián de nuestras libertades. Pero el periodismo es solo contar qué ocurre. Quizá los ciudadanos necesitan menos abalorios: con saber —¡y entender!— qué pasa es suficiente. Varios movimientos empresariales —creación o ampliación de medios digitales y fichajes de periodistas— en las últimas semanas en Estados Unidos marcan un camino que puede llevar a un periodismo distinto. Aquí lo cuento en ocho puntos:

1. Las noticias están sobrevaloradas. Las noticias tienen dos problemas. Primero, «la obligación de la novedad», según lo ha llamado el célebre blogger de veintinueve años Ezra Klein. ¿Por qué es tan importante lo que pasó ayer? Si alguien llega tarde a una información compleja, la estricta novedad no le informa. ¿Qué importa qué dice un político si no sabemos quién puede tener más razón sobre el mercado laboral o las balanzas fiscales? La noticia solo ayuda a saber lo último que ha pasado, no lo que ocurre. Para los periodistas es más fácil contar lo último; si el lector no comprende el contexto, que se apañe.

Segundo, la importancia de las noticias en el mundo de las redes sociales es ridícula. Hace un par de años, decir que Twitter —o Facebook, o Instagram, o Menéame— servía para lo mismo que un periódico era original. Ahora empieza a ser un tópico. El problema de los medios tradicionales es que en esa batalla pierden. Así lo describen aquí:

El feed [pantalla principal] de Facebook es quizá el espejo más sofisticado del mundo de las preferencias de los lectores —y está bastante claro que las noticias no son una de ellas.

Aquí hay otra versión:

Las historias que uno comparte con sus amigos no coinciden perfectamente con las que producen las viejas organizaciones informativas.

Las noticias no abanderan el camino hacia el futuro. Pero hay dos tipos de noticias que aún se imponen: las noticias bomba —un atentado, muere Philip Seymour Hoffman— y las exclusivas. Son cartuchos sueltos. No es necesario un periódico entero de relleno.

Hay algo más valioso que las noticias: la comprensión. Muchos ciudadanos quieren aún saber qué pasa y por qué pasa. Por eso el periodismo resiste, pero hay formatos mejores.

2. El empaquetado tiene menos valor. Si las noticias por sí solas se hunden, ¿quizá el empaquetado de un centenar puede hacer sobrevivir a los periódicos? De nuevo, hay dos problemas. Primero, ¿por qué tengo que pagar por la sosa sección de cultura y los programas de la tele si lo único que quiero es saber cómo va el Real Madrid? El argumento a favor del menú diario era que informar sobre asuntos que interesan poco a todos los ciudadanos es un servicio cívico y público. Pero esta teoría presupone que quien toca un periódico lo lee —y se entera de lo que pone— de cabo a rabo. Hay que dejar de soñar.

Segundo, las marcas peligran. Un periódico, dicen los nostálgicos, es una mirada al mundo, es ofrecer unas gafas al lector. Ahora las gafas —quien las quiera— se las busca. La confianza en las marca se diluye. Ha pasado en todos los sectores: a falta de información, los consumidores se fiaban de las marcas que les habían dado buen servicio. Ahora los consumidores tienen todas las opiniones a mano, ¿por qué dejar que solo un medio controle su percepción de la realidad? Ya no tienen el monopolio de la información.

Si las noticias y los paquetes se agotan, ¿qué pasará? Que las empresas de medios que no sepan adaptarse, desaparecerán. En España hay unas cuantas. Pero ese es otro tema.

3. Del orden por secciones a pensar en métodos. Las famosas secciones también sufren. Los medios digitales que surgen no intentan cubrir toda la información, todas las secciones. Muchos nuevos medios se organizan en modos de tratar la información: datos, vídeos, fragmentos para móviles (Circa), titulares atractivos. El tema importa menos. Las historias mandan —si ocurre en Egipto, si es de deportes o ciencia— y el modo de ofrecerlas ya no debe ser solo el texto.

4. La marca personal también se queda pequeña. Este paso a métodos hace que las nuevas empresas digitales se estructuren más en «verticales»—profundizar en método o tema— en lugar de «horizontales»—abarcar todas las secciones. También es más barato. Hace un par de años se llevaba mucho la marca de los periodistas. Pero casi todos los que pueden ser una dejan de hacer solo piezas para dar paso a medios verticales: Silver, Klein, Pogue, Greenwald. Es una mirada al mundo, menos extensa pero más honda.

La mejor prueba de que su labor era buena es que los medios donde estaban tratan de crear el mismo tipo de oferta con otros nombres. Los medios horizontales en papel crean verticales en web. Al New York Times el truco le puede salir bien. Pero hay pocos medios con la capacidad y agilidad del Times.

5. De las búsquedas a la atención. El periodismo en internet era el hermano tonto del periodismo de siempre. Había que sumar visitas fuera como fuera: valían los culos, valían los vídeos tontos, valían los titulares que acertaran con las palabras que los usuarios iban a poner en Google (el famoso SEO, Search Engine Optimization). El Huffington Post americano acertaba cada año con uno de los más ridículos: «¿A qué hora empieza la Superbowl?». La cuarta «noticia»más buscada en 2013 fue esta también del HuffPost: «Rondas del torneo universitario de baloncesto PARA IMPRIMIR».

El periodismo serio del papel despreciaba estos trucos. Pero el periodismo digital se ha hecho mayor. Las búsquedas de momento se mantienen, pero crece la importancia de compartir en las redes sociales —ya no valen solo los clics. Esta tendencia lleva ahora a una variable que va más allá de las visitas: el tiempo de atención. La web Upworthy ha desarrollado un modo de saber gracias a los movimientos del ratón, de las pestañas abiertas, el tiempo que se dedica a leer una página. Han descubierto que no es lo mismo clics, retuits o likes que atención —que es más valiosa. El periodismo de papel nunca pudo medir algo así. Vivía en el limbo de los que no quieren saber.

6. La extensión es la justa. Las noticias en papel tenían una extensión. En otro nuevo medio web, Quarz, han comprobado que los textos que funcionan bien deben tener menos de quinientas palabras o más de ochocientas. El motivo es sencillo: lo que no puede decirse en tres o cuatro párrafos necesita de una profundidad que supera las ochocientas palabras. (Este artículo tiene mil quinientas ochenta y cinco palabras).

El problema para los medios es que la mayoría de páginas de periódico tienen esa medida tibia que va de las quinientas a las ochocientas palabras. Hace unos días escribí este detalle en Twitter. Marc Bassets, corresponsal de La Vanguardia en Washington, me mandó esta frase del periodista David Halberstam. Cuando estaba en Varsovia, un comunicado del New York Times, pedía a los corresponsales que escribieran crónicas de seiscientas palabras. Halberstam respondió:

Solo hay dos tipos de historias en el mundo: las que no me preocupan como para escribir seiscientas palabras, y de las que me gustaría escribir muchas más. Pero no hay nada de lo que quiera escribir exactamente seiscientas palabras.

La libertad en la extensión, desde Twitter a las historias de veinte mil palabras, es básica en internet. Los periódicos tienen corsé.

7. Los géneros tiemblan. Soy profesor de géneros periodísticos en un par de universidades de Barcelona. Me gusta la asignatura porque es un modo de aprender a escribir información. Pero este otro corsé del periodismo impreso —el pacato uso del yo, la inútil devoción por la objetividad— es otra cosa del pasado. Los géneros sirven como guía, pero hay que imaginarlos como países sin fronteras.

8. La publicidad será distinta. Internet no solo ha traído novedades para el periodismo. El marketing y la publicidad tienen nuevas maneras de llegar al consumidor. Los medios tienen aún una plataforma extraordinaria, pero cada vez más reducida.

Los clics, decía arriba, son una medida mediocre de medir la atención. Es como quien pasa páginas en un periódico sin apenas mirar el contenido. Esta tendencia perjudica a los banners. Las marcas tradicionales sufren ahora más por su imagen. Los medios pueden ayudar con más que con simples banners. Cada vez hay más maneras de colaborar y de financiar proyectos, no solo en nuevos medios, también en el New York Times y en el Guardian. Hay que empezar a pensar distinto.

Así se vive ya el periodismo en otros países. Los periodistas tienen más opciones que sus antiguas empresas. La oportunidad está para aprovecharla: «Hay una audiencia enorme ahí fuera que quiera consumir información sin ir a una publicación específica cada día, en un momento dado, sino encontrando el periodismo a través de canales que no se controlan pero que se pueden manipular y aprovechar [Google, las redes sociales]», dicen.

Mientras en España los periódicos hablan de piratas en internet. La tasa Google podría servir para pagar los finiquitos de los propietarios de los medios españoles. No el de los periodistas.

Guillermo Ortiz: El cambio que le costó un despido a Jorge Valdano

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Fotografía: EMPICS / Cordon Press.

El periodista de EFE llamó para preguntar y se encontró con más de lo que esperaba. Jorge Valdano, abatido, reconocía su situación: «Tengo un pie fuera del club. O los dos, no sé. Lo que está claro es que no tengo los dos dentro». Horas después, efectivamente, Francisco Roig, presidente del Valencia anunciaba su destitución. Tiempos de marejadilla constante a orillas del Turia; la etapa post-Luis Aragonés, resaca del fichaje de Mijatovic por el Madrid y el subcampeonato de liga.

El club ya era por entonces complicado de manejar. Obsérvese el uso constante de eufemismos para no decir que aquello era un cachondeo. Roig se aferraba a sus acciones como podía mientras sus directivos, encabezados por Pedro Cortés, que acabaría imputado por estafa cuatro años más tarde, le pedían que se echara a un lado, que dejara que otro ocupara el palco y sus influencias. El público se había abonado al «vete ya» dedicado para cada entrenador, un cántico que empezó cuando Luis, siguió con Valdano y ya cogió carrerilla y no paró incluso con entrenadores victoriosos como Ranieri, Cúper o Benítez.

Hasta que el madrileño se fue al Liverpool, el grito solía llegar al tercer o cuarto partido sin ganar. Desde entonces, el tiempo de cortesía se ha reducido a los 35 minutos de la primera parte.

La ingobernabilidad de Mestalla, uno de sus principales motivos de orgullo. «Mestalla nunca falla», decía un locutor de la radio, como si los que fallaran siempre fueran los otros. Valdano había heredado la plantilla de Luis Aragonés a mediados de la temporada anterior, la 1996/97, envuelto en esa mística que siempre envuelve a Valdano en todo lo que hace. Una mística ganada en últimas jornadas de Tenerife y un año histórico en el Real Madrid, el año en el que Cruyff se fue por fin con cinco goles a casa e incluso Amavisca parecía Hristo Stoichkov.

Valdano cogió al equipo undécimo, cuando Romario ya se había ido de vuelta al Flamengo y Zapatones se había cansado de estar siempre bajo sospecha. Al acabar la liga, veintisiete jornadas después, el Valencia seguía décimo. Mucho ruido y pocas nueces. Para compensar, en aquellos tiempos locos de fichajes multimillonarios y ley Bosman recién aplicada, Roig tiró la inmobiliaria por la ventana y se trajo del tirón a diez jugadores que acabarían siendo dieciséis después del mercado de invierno, ya con Valdano fuera del equipo: Angloma, Djukic, Carboni, Milla, Angulo, Juanfran, Campagnuolo, Gerard, Albelda, Nico Olivera, Illie, Marcelinho Carioca… todo aquel que tuviera un agente FIFA tenía la puerta valencianista abierta, pero sobre todo, la gran esperanza de aquel verano se llamaba Romario, el gran Romario, de vuelta de su extraña cesión a Río de Janeiro.

Dibujos animados en blanco y negro

La historia de amor de Romario con España fue fugaz: apenas una temporada en el Barcelona, la de su Pichichi y sus treinta goles, junto a meses sueltos durante tres cursos más: el 1994/95 en Barcelona, de donde salió tras pelearse con Cruyff; el 1996/97 en Valencia, con aquel «míreme a los ojitos» de Luis Aragonés y por fin este 1997/98, también en Valencia, vitoreado por las masas y cuidado con mimo por Jorge Valdano.

Y es que poca gente ha hecho más por la leyenda de Romario que Valdano, con su famosa frase de los dibujos animados. Era agosto de 1993 y el Tenerife había viajado al Camp Nou como invitado de gala del trofeo Joan Gamper, agradecimiento a los servicios prestados en las dos anteriores temporadas. En semifinales, para deleite de los culés, Romario se presentó con tres goles. Preguntado Valdano por el brasileño soltó una frase que cayó en gracia y que desde entonces no se ha podido separar de ningún reportaje sobre el delantero brasileño.

Por cierto, el Tenerife de Valdano se llevó aquel Gamper en la final.

Si Romario y Valdano, por separado, no habían funcionado en Valencia, a nadie le cabía duda de que, juntos, algo bueno tenía que pasar. Roig, de hecho, estaba obsesionado. Buena parte de la culpa de que Valdano siguiera ahí era la confianza del propio Romario en la conjunción cósmica. «Sin él, yo ni me muevo de Brasil», vino a decir, a la vez que recomendaba el fichaje de Edmundo para ponerle las tres patas al banco. El constructor cedió por una vez, le dio al brasileño su capricho, acordó con el Flamengo el fin de la cesión y a cambio les recompensó con un partido amistoso en el marco del Trofeo Naranja, pocos días antes del principio de la liga.

Aquel partido sería el inicio del fin para Valdano y la constatación de que aquel sueño no iba a ningún lado: a los 33 minutos, Romario intentó una chilena y en el proceso se desequilibró de tal manera que cayó al suelo retorciéndose de dolor. Cuando se supo que estaría varias semanas de baja, las acciones de Valdano bajaron repentinamente en la Bolsa.

Al rescate con Marcelinho Carioca

El Valencia inició la liga con el runrún de la bronca que se avecina. Un padre esperando la siguiente trastada de sus hijos. El rival no era el más propicio: el pétreo Mallorca de Héctor Cúper esperaba en el Luis Sitjar. La primera alineación oficial del año de Valdano reunió a Zubizarreta de portero junto a Angloma, Cáceres, Djukic y Juanfran de defensas, Milla, Gerard, Saïb y Morigi en rombo como mediocampistas y el «Burrito» Ortega junto a Vlaovic en la delantera.

Aquello no fue un desastre, pero sí una decepción, amplificada por el autogol de Cáceres en el minuto 86 que dio la victoria final por 2-1 a los baleares. Pronto se empezó a hablar en la prensa valenciana de «romariodependencia» cuando el delantero ni siquiera había debutado. Valdano hizo lo que se hace en estos casos: pedir fichajes y criticar al presidente por no traérselos. Con diez no bastaba. El ambiente con el que Mestalla recibió al equipo para el partido contra el Barcelona de la siguiente jornada no era el mejor posible, pero, con todo, las visitas de los grandes a Valencia siempre suelen ser divertidas y para el equipo es un escaparate inmejorable, una especie de «ahora o nunca» algo suicida.

Aquel era el primer Barcelona de Van Gaal y Valdano prefirió ser prudente: Farinós y Del Solar entraron por Morigi y Ortega, también tocado en la víspera. En punta, un falso nueve, Marcelinho Carioca, el típico fichaje multimillonario que es bendecido por el Marca como «el mejor jugador brasileño desde…» y que acaba jugando cinco partidos en su club. Si alguien tenía buenas vibraciones se le pasaron al minuto, cuando Sonny Anderson marcó el 0-1. Imagínense lo que puede ser un partido en Mestalla, noche de lunes en Antena 3 TV, cuando pierdes desde el principio y todo es impaciencia, amagos de pañuelos, silbidos, «Valdano vete ya» y ese largo etcétera.

Carboni no ayudó y se fue a la calle justo antes del descanso. Para entonces, el Barcelona ya ganaba 0-2. No quiso hacer sangre y en la segunda parte solo marcó un gol más, obra de De la Peña.

En la rueda de prensa, en cambio, Valdano parecía eufórico y presumía de haber jugado los mejores 70 minutos desde que era entrenador del equipo quejándose de que las ausencias por lesión habían sido la única diferencia. «La situación clasificatoria —uno lee esta frase y se puede imaginar a Valdano pronunciándola, para qué decir la clasificación— va a provocar un debate incómodo, que tenemos la obligación de superar. Si uno es capaz de digerir este veneno, se hace invencible».

El rocambolesco último cambio de Jorge Valdano

Llamar «debate» a lo que estaba pasando en el Valencia ya era de por sí otro eufemismo: recordemos, la directiva quería cargarse a Roig y Roig había dejado claro que no tendría problema alguno en cargarse a Valdano si el público así lo insinuara. Lo que sucedió en Santander, en la jornada tres de liga, aceleró todo el proceso pero probablemente, si no hubiera sido ahí, de esa manera, lo habría sido en cualquier otro lado, en cualquier otro momento, más temprano que tarde.

¿Qué pasó en Santander? La inmolación de un entrenador que ya no sabe si quiere seguir siéndolo.

Valdano salió a por todas contra el Racing: el «Burrito», mal que bien, estaba para jugar y jugó junto a Vlaovic. Dos medias puntas con buen promedio goleador más Angulo y Saïb, interiores de ataque. Sosteniendo al equipo, Del Solar y Milla, esa extraña y veterana pareja. Al principio, todo salió sobre ruedas: Vlaovic marcó el 0-1 y la remontada ché en la clasificación se veía venir… hasta que solo tres minutos después marcó Javi López el empate. Completamente descompuesto el equipo y con El Sardinero volcado, oliendo sangre, Correa marcaría el 2-1 antes del descanso, dejando mucho que pensar a Valdano y sus asistentes.

Lo incomprensible de lo que pasó después fue precisamente que pasara de esa manera, en el descanso. Que todos tuvieran tanto tiempo para meditar lo que iban a hacer y lo hicieran así. Lo explico: en liga aún había un límite de extracomunitarios sobre el campo. Cada equipo podía tener los que quisiera, pero solo podían jugar cuatro a la vez. El Valencia estaba jugando con Djukic, Ortega y Vlaovic, así que había margen, pero Valdano decidió que saliera Claudio «el Piojo» López por Angulo, cubriendo así el cupo. Parece complicado pensar que el entrenador no supiera que jugaba al filo, no fuera consciente de los extracomunitarios que estaban en el campo, cuando apenas tres años atrás, casi un debutante en el Real Madrid, decidió meter a Dubovski en un campo donde ya estaban jugando Laudrup, Redondo y Zamorano y tuvo que sacarlo al minuto al darse cuenta del berenjenal que había montado. Aquel partido acabó en empate, en casa contra el Compostela, y si la cosa no fue a más fue porque aquel año se ganó la liga.

El problema era que en Valencia no había ligas que ganar sino batacazos que evitar. El Racing se quedó con diez y Valdano decidió ir a por todas y meter a Marcelinho Carioca, el cañonero milagro, para asediar a los cántabros en la última media hora de partido. ¿A quién quitar? Puede que Jorge no tuviera ni idea de cuántos extracomunitarios estaban jugando o puede que lo calculara pero lo hiciera mal, es decir, que eligiera a Fernando Cáceres pensando que jugaba como argentino cuando lo cierto es que tenía la doble nacionalidad. Carioca salió al campo, Cáceres se retiró con cara de una cierta incredulidad y al instante se empezó a sentir un revoloteo preocupante alrededor del banquillo valencianista: la habían vuelto a cagar.

Aquello fue doloroso. A Valdano le llamaban «filósofo» para insultarle, que es el insulto de los mediocres. Se decía de él que comunicaba mucho y entrenaba poco, pero ganó una liga a Cruyff y metió al Tenerife en la UEFA. Muchos pensábamos que aquel hombre se merecía algo más que seis temporadas como entrenador, pero en el momento en el que el propio Valdano, desolado, ordenó a Carioca salirse del campo, como hiciera con Dubovski, para no incurrir en sanción disciplinaria, supimos que aquello se acababa, como se había acabado Cruyff un año y medio antes. No más futbolecciones, no más «situaciones clasificatorias». Al menos no en Valencia.

El equipo acabó jugando con diez y perdió el partido. El tercero consecutivo. Puede que Valdano se agarrara al hecho de que su siguiente rival era el Madrid y nadie podía negar que el Madrid se le daba especialmente bien… Dio igual. Roig ejecutó la sentencia que todos bramaban y el cese llegó casi a la vuelta del norte. Aquel cambio rocambolesco acabaría siendo el último de su carrera como entrenador. En la rueda de prensa, a Valdano le preguntaron por Romario y pareció emocionarse: «Creo que me merecía una oportunidad con él, creo que me la merecía».

Dos meses después, Romario estaba de vuelta en Brasil tras marcar solo un gol en seis partidos, Cortés había conseguido ser califa en lugar del califa Roig y Ranieri entrenaba al equipo aunque la prensa ya apuntaba a su más que segura destitución. La historia de siempre, vaya, solo que esta vez hubo paciencia y empezó un nuevo ciclo en Mestalla, un ciclo en el que a los pañuelos les acompañaron al menos los títulos y las finales de Champions, pero esa es otra historia y, desgraciadamente, duró poco.

Enric González: El reloj de Hildy

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primera plana

Es muy curioso esto que llaman credibilidad. Referido a la prensa, parece consistir en algo relacionado con el narcisismo y el onanismo. Atribuimos credibilidad a quien piensa más o menos como nosotros, dice lo que decimos nosotros (o nos gustaría decir) y nos hace sentir en posesión de la razón. Ningún periodista español es creíble para todos. Ni Soledad Gallego-Díaz, la profesional más solvente que conozco: por el hecho de trabajar para El País y la SER, un sector de la audiencia la mantendrá por principio bajo sospecha. Un lector de El País (el diario de la falsa foto de Hugo Chávez) recela por sistema de lo que publica El Mundo (el de la conexión Mondragón), y viceversa; quien lee fielmente a Hermann Terstch piensa que Ignacio Escolar es un propagandista sectario, quien consume prensa del nacionalismo catalán atribuye las peores manipulaciones a la prensa «de Madrid», y a Iñaki Gabilondo siempre habrá quien le saque un asunto de calzoncillos superpuestos. Las cosas funcionan así. Nuestros prejuicios, sumados a otros prejuicios similares, constituyen un nicho de mercado. Cada día más precario, ciertamente. Quizá porque tantas credibilidades enfrentadas desgastan la fe más sólida.

Algunos dicen que Jordi Évole se ha jugado su credibilidad (y la ha perdido) con el falso documental sobre el 23-F. Vaya. Qué desgracia. Me parece muy bien que una parte de la audiencia le critique y otra parte le aplauda, porque para eso está: para ser audiencia y opinar. Resultan un poco más chuscas las críticas de ciertos profesionales que conocen a la perfección las patrañas de sus propios medios, contribuyen a ellas cuando hace falta o las soportan en silencio, porque hay que pagar la hipoteca y educar a los niños. ¡Cuánto pontífice de la verdad!

A mí no me gustó demasiado el falso documental. Llegó a aburrirme. Y, sin embargo, me pareció muy bien. Évole hace televisión. Como artefacto televisivo, el programa cumplió sus objetivos de forma abrumadora: obtuvo audiencia y suscitó debate. Cuando opera bajo la etiqueta de Salvados, Évole cultiva un periodismo mestizo, una información-entretenimiento que satisface a millones de personas. Me incluyo entre ellas. Otras veces, como el domingo, Évole hace otras cosas. Y asume riesgos. Personalmente, habría preferido ahorrarme las excusas posteriores («les contamos esto porque no podemos contarles la verdad»), un poco bochornosas, pero ese es un asunto menor. Lo importante es la provocación, algo bien sabido por los participantes en las tertulias políticas televisivas. Si quieren periodismo puro, austero, riguroso, búsquenlo en algún libro o criben la prensa diaria hasta encontrar una pepita (las hay) de ese material rarísimo. No se lo exijan a la industria. La industria es otra cosa. La industria, amigos míos, existe para ustedes, para sus prejuicios y sus puñetas.

Tiendo a pensar que podríamos confiar un poco más en la prensa, fuera cual fuera el soporte, si cada uno de sus productos incorporara algo parecido al making of; un relato de cómo se ha construido la información. A eso, en una época, se le llamó nuevo periodismo. Disculpen la divagación, temo que no venía al caso.

Me acojo a la disculpa anterior para precisar que yo no me fui de El País por los despidos (aunque oficialmente fuera uno de los despedidos), ni por las malas formas con que se planteó el expediente de regulación de empleo. Me fui a otro periódico, El Mundo, que también despedía a gente. Lo que me parecía intolerable en El País tampoco era el ambiente opresivo, muy característico de la casa, ni algunas tonterías que se publicaban junto a piezas espléndidas, sino el cinismo de su máximo responsable, Juan Luis Cebrián: el hombre que ha conseguido ganar fortunas arruinando a accionistas y despidiendo a trabajadores; el hombre que debía defender el periódico y lo despreciaba públicamente.

Me fui a trabajar para un director, Pedro J. Ramírez, que también había hecho del cinismo un arte. ¿Han visto la película Primera plana? No la de Howard Hawks (un buen director no puede parecerse a Cary Grant), sino la de Billy Wilder, con Jack Lemmon como el reportero Hildy Johnson y Walter Matthau como el director Walter Burns. ¿Recuerdan el final? ¿Recuerdan lo que ocurre con el reloj que Burns regala a Hildy? Ahí está todo. Ahí está lo que en mi opinión, absolutamente subjetiva, redime a Ramírez. No me importa trabajar para un jefe que me engañe, me explote o me estafe, mientras ame su periódico y me engañe, me explote o me estafe en beneficio del periódico. Es decir, del oficio. Es decir, de algo muy imperfecto para un público muy imperfecto. Me gusta trabajar para alguien que, como yo, disfrute con este asunto tan sucio e impugnable, tan estúpido, tan poco rentable, tan falto de credibilidad y, aunque a estas alturas no se lo crea casi nadie, tan necesario que llamamos periodismo.

Félix de Azúa: Educación en el desierto

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Foto: Tom Murphy VII (CC)

Foto: Tom Murphy VII (CC)

Con el paso de los años uno se pregunta si alguna vez volverá a existir la Literatura como asignatura central del bachillerato, se llame ahora como se llame. En su origen se la tenía como un museo de la gloria nacional y cada país mostraba con orgullo el repertorio de sus talentos literarios, los cuales, en algunos casos como el nuestro, arrancaban de la más remota Edad Media. Eso ha desaparecido excepto en lugares que por sufrir una identidad dudosa aún se empeñan en tener una literatura «nacional».

Hace años la asignatura todavía era importante porque con ella el niño y el joven comenzaban a conocer el alma del idioma y a desarrollar su potencia. Era el momento cimero de la lingüística, cuando se convirtió en la mathesis universal y la estudiaban hasta los peluqueros. Construir mejor, usar un léxico más rico, entender el laberinto gramatical, verle la sensualidad a las subordinadas, no era un ejercicio inútil sino que se tenía (y yo creo que con razón) como uno de los mecanismos mejores para el desarrollo de la inteligencia. Aquellos que saben hablar bien y con claridad, suelen también tener las ideas más asentadas que quienes solo balbucean o se explican de modo embrollado. En la actualidad tampoco esta razón tiene demasiado predicamento porque ha descendido el valor de la palabra y a los poderes públicos, generalmente balbucientes, no les interesa que los estudiantes sean más inteligentes que ellos. Peligraría su poltrona.

¿Para qué, por tanto, mantener la asignatura de Literatura? Junto con la de Filosofía, a la que me referí hace unas semanas, forma parte de esas enseñanzas que cada día que pasa ven apagarse su fulgor y nos parecen más cenicientas. Ahora bien, como el personaje del cuento, es posible que nuestra cenicienta literaria se case con el príncipe. Quiero decir que, descabalgada de toda utilidad de orden político, comercial o pedagógico, a lo mejor esta asignatura toma entonces su verdadera importancia como lo que es, o sea, el diccionario más completo que existe de la experiencia humana.

Esa viene a ser la opinión de José Carlos Mainer que acaba de publicar en Turner una muy útil Historia de la literatura española que llena el hueco de los estudios oficiales. Hacía mucho tiempo que no aparecía una historia de estas características, relato de más de mil años de relatos, bien organizado, claro, inteligente y de agradecida brevedad, menos de trescientas páginas. Se advierte que para Mainer la literatura no es tan solo un departamento universitario.

En su historia deja claro que la literatura es ahora simplemente «otra forma —más consciente, más rica de leer libros que nos gusten y que nos hablen de la infelicidad o de la dicha, del viaje o del enclaustramiento, de la soledad o de la compañía». Porque de eso se trata, de familiarizarse con el destino increíblemente variado, cambiante e inagotable de los humanos, con los cientos de miles de formas que toma su desdicha o su felicidad, la interminable tarea de recorrer el mundo entero y conocer toda clase de sociedades y culturas, la siempre apasionante verdad del que vive desperdigado entre los compromisos económicos y sentimentales, o la de quien se encierra para buscar el sentido último de su oscura aparición en el cosmos.

Siempre he creído que, dejando aparte las asignaturas propiamente técnicas, bastaría con una prolongada lectura, seguida de su discusión pública entre amigos o iguales, para que las gentes fueran mucho más interesantes y valiosas. Mejores ciudadanos, vaya. Quiero decir que, precisamente por no tener ya más valor que el propiamente artístico, es la literatura una de las mejores maneras de hacerse hombre (o mujer) en una sociedad a la que nuestro destino individual importa una higa y solo nos considera en cuanto peones de trabajo. A veces, ni eso.

De ahí que muchos españoles nos hayamos quedado de piedra al enterarnos, hace pocas semanas, de que hasta ahora se podía adquirir el título de maestro habiendo suspendido las Matemáticas o la Lengua y Literatura. Ejemplo magnífico de la enseñanza que se imparte en el país más bruto de Europa. Y notable prueba de que tenemos la clase dirigente más necia de nuestra historia, y mira que hemos tenido…

José María Albert de Paco: Mi primo Saviano

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Aún hoy, ocho años después de que Roberto Saviano publicara Gomorra, cuelga de la Wikipedia un infamante «novela» que resulta ilustrativo del fracaso del autor. No me refiero, claro está, al fracaso literario ni a la glorificación melancólica de la derrota (al cabo, otra forma de triunfo); no, hablo de una vida en la ocultación, hablo de la dislocación semántica por la que cualquier suite de lujo se convierte, como por ensalmo, en un vulgar escondrijo; de un hombre, en fin, que en lugar de distraer el pensamiento con ese vecino que «no hacía más que rascarse la cabeza», no deja de vislumbrar el momento en que habrán de segarle la vida y se pregunta, acaso con la curiosidad que otorga la resignación, si será una bomba o una bala, si varios pistoleros o un francotirador. Esa cruz, obviamente, no se debe a una novela, sino a un reportaje tan obsesivo como aterrador, a un informe apabullante que, además, tiene la virtud de porfiar en la ambición estilística. Así como la maldición de Cuba radica en la fotogenia de su podredumbre, la de Saviano tiene que ver con que sus once partituras están magistralmente compuestas. O, por decirlo de otro modo, ninguna de ellas se halla encarnada en esa prosa de telegrafista que, al decir de ciertos fajadores, ha de ahormar el periodismo y aun la escritura misma.

A Saviano hay que ponerlo bajo sospecha como hay que poner bajo sospecha cualquier sorpasso del personaje a la persona. No obstante, jamás he entrevisto una fisura en su maldición, jamás una impostura en su discurso, jamás ese horrísono rictus de víctima vocacional, tan común en los verdugos. Saviano soy yo. Saviano soy yo recontando el oleaje de la playa Libre o relatando hazañas gitanas en el Resolís, a pie de barra, como hice aquella tarde en que el Cigala se dio a la honra y su tocha aleteó por rumbas. Saviano soy yo enseñoreándome de amor en Tijuana, o mi compadre Montano levantando acta de un atardecer en Torremolinos. A diferencia de nosotros, él tomó las polaroids en su pueblo y fue ampliando el cerco hasta convertir su prosa en un campo minado.

He ido leyendo todas sus entrevistas con terquedad redentora, como si el hecho mismo de leerlas y releerlas le fuera a conceder un bonus life o, a qué engañarnos, como si ese bonus life fuera a rozarme religiosamente a mí. En la última que leí abjuraba de su Gomorra. Le arruinó la vida, decía.

Dicen que si la mafia puso precio a la cabeza de Saviano no fue por lo que contaba en su libro, ni siquiera por que lo hiciera de forma exquisita, tanto en el plano literario como técnico (pleonasmo), sino por los cientos de miles de ejemplares que vendió. Al parecer, a los capos les agradó que la letra impresa ennobleciera sus nombres. Hasta que se percataron de que Gomorrra no era una novela de provincias, sino una true story que, contrariando el marketing al uso, se había convertido en un best seller global, en una biblia en verso que, lejos de glorificar a los mafiosos, los vulgarizaba hasta convertirlos en espantajos.

En las antípodas de Saviano están los cofrades de lo verosímil. Frederick Forsyth, por ejemplo, que hace poco declaraba sin rebozo que sus obras, en el fondo, no eran sino periodismo novelado; que sus ficciones siempre van precedida de una ardua labor de investigación, documentación y conocimiento del terreno. Y que el resultado no era una verdad o una falsedad, sino una historia que, sin ser del todo cierta, tampoco era del todo mentira. Ah, la verosimilitud. Habría bastado con que Saviano cambiara a los Nuvoletta o los Casalesi por unos Corleone o Montana cualquiera. Con que situara la acción en algún lugar entre la punta y el tacón de la bota. Con fingirse periodista.

Leo que su próximo libro trata sobre los cárteles de la droga latinoamericanos. También yo, en mi eterna niñez, acaricié la certeza de que los quinquis más sanguinarios del mundo eran los de mi calle. Y que habiéndome encarado con ellos, ya nada me detendría.

 

 

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